Lo primero que me llevé al entrar, la primera impresión, quiero decir, fue la de estar en un lugar extremadamente ajeno y pesado y oscuro, algo que iba más allá de las puertas cerradas y de los techos bajos y de la enorme cantidad de trastos acumulados no sólo en el zaguán, sino también en el pasillo por el que la mujer enseguida nos invitó a pasar, algo que no podría llamarse desorden, porque no lo era, sino más bien falta de espacio, por un lado, y necesidad, por otro, de todos esos trastos, maquinaria, para ser más precisa, bombonas de oxígeno y camillas y otros aparatos ortopédicos cuyo nombre desconozco, además de los enseres habituales en una casa –un carro de la compra, una escalera plegable, cajas de zapatos, productos de limpieza–, cosas de todo tipo que se amontonaban también por todos lados porque la vivienda, eso ya lo había podido atisbar desde fuera, era más bien pequeña. La mujer sonreía y su sonrisa sobrepasaba la amabilidad con un gesto de íntima satisfacción que, Dios me perdone, me pareció al principio complacencia, aunque imagino que complacerse de algo así, o estar orgullosa de algo así, no es lo habitual ni lo sano ni lo deseable. En todo caso, había en su cara una ancha sonrisa, una franca alegría de vernos, y la rápida aceptación de nuestras disculpas por el retraso –«el tráfico…»–, mientras nos guiaba por el estrecho pasillo hasta la habitación final, la única que tenía la puerta abierta, o mejor dicho entreabierta, por la que se escuchaba el rumor de un respirador o una bomba de aire, y se intuía una luz distinta, con una tonalidad naranja o enturbiada, formando un triángulo en el suelo como para marcar el camino de entrada.
Esa luz, supe luego, era para proporcionarle vitamina D, y también un buen ánimo, pues al fin y al cabo, nos dijo, por mucho que ella se esforzase en sacarlo de allí a tomar el sol, era difícil, era realmente duro: tardaban dos horas en prepararlo y otras dos a la vuelta para acostarlo de nuevo, eso sin contar con que necesitaba al menos dos personas que la ayudasen a transportar toda la maquinaria de la que dependía para vivir, es decir, tres personas para moverlo a él, que debía de pesar unos cuarenta kilos como mucho. Todo esto lo explicaba sin alterar su sonrisa, la sonrisa abnegada, sacrificada, la sonrisa que no cuestiona el destino que se le impone por malo que éste sea, y yo sentí un poco de vergüenza de súbito, y agaché la cabeza, y me di cuenta de que era así como había que entrar en aquel santuario –pues era un santuario–: con la cabeza reclinada y el corazón dispuesto a reconocer el sufrimiento que flotaba alrededor y a admirar la capacidad para afrontarlo.
La pedagoga se acercaba ahora al chico, le tomaba la mano y se la acariciaba hablándole con dulzura, como si fuese un crío pequeño, a pesar de que ella misma me había estado recordando durante el trayecto que su edad mental era exactamente la que le correspondía, esto es, que era un chico de quince con mentalidad de quince o aún más, decía, porque su reclusión hace que lea sin parar y que estudie todo lo estudiable y eso ha hecho que desarrolle una gran inteligencia, añadido a un carácter entusiasta y curioso y, aunque parezca increíble, unas arrolladoras ganas de vivir, así que no lo olvides, háblale como si le hablases a cualquier otro de tus alumnos, hacer lo contrario sería hiriente para él, y yo había asentido mirando al frente, sin soltar el volante, imaginando algo bien distinto de lo que tenía ahora ante mí. Ella me hizo un gesto de impaciencia.
–Vamos, salúdale, ¿no? –Hola –musité.
Los ojos del chico no manifestaron ningún cambio. Miraban, o más bien apuntaban, hacia el techo, vacíos por completo de expresión, pero aun así continué hablándole, cómo te encuentras, dije, y me presenté, le expliqué que era su profesora de biología y que había ido hasta allí para examinarlo, y sonriendo añadí que no se preocupara, que las preguntas que le haría eran muy sencillas, que seguro que se las sabía todas a la primera. La pedagoga se apresuró a aclarar que eran las mismas, exactamente las mismas preguntas, que deberían responder los otros alumnos, así que no tenía por qué sentirse menos que el resto, ya sabes, no eres menos que el resto, y se te va a evaluar como a todos, y tendrás tu boletín de notas igual que todos.
El chico no movió los ojos.
La madre se levantó, aún con la sonrisa estampada en la cara, y nos preguntó si podía quedarse. Habían estado preparando juntos el temario y quería estar presente en el momento del sobresaliente, pues no tenía duda alguna de que su hijo sacaría un rotundo sobresaliente en la prueba. La pedagoga sugirió que se lo preguntara a él mismo, a ver qué pensaba él. Es su opinión la que debe contar, añadió. Claro, musitó la madre, y miró al hijo sin repetir la pregunta, lo miró fijamente, y el chico, pude verlo, elevó las pupilas unos milímetros, apenas unos milímetros, y eso, al parecer, significaba «sí». La madre sonrió y volvió a tomar asiento.
–¿Ves? –me aleccionó la pedagoga–. Él escucha todas nuestras conversaciones, cosa que a veces la gente olvida.
Luego sacó su tabla con las letras del alfabeto, ordenadas según la frecuencia de aparición en español, de las más habituales a las menos habituales, orden que facilitaba la rapidez del proceso, me dijo, aunque ese orden no era sin embargo el resultante de los últimos estudios lingüísticos, que sitúan en primer lugar la e al tener en cuenta artículos, preposiciones y conjunciones como el omnipresente «que», explicó, y yo pensé que estaba confundida, pero daba igual, la idea la entendía, y la idea era que el chico prescindiera de todas las partículas para aligerar la comunicación y se centrara en las palabras esenciales, las más significativas, precisó ella, de modo que su tabla estaba encabezada por la a, a la que seguía la e y luego la ese, la o, la erre, la ene y la i, sin tener en cuenta que a veces la secuencia que se iba formando ya demandaba claramente una vocal, y entonces ella iba directamente a las vocales, por ejemplo si el chico señala la p y luego la l, está claro que toca una vocal, ¿entiendes? Asentí y entonces ella me dijo que haríamos una prueba.
–¿Quieres decirle algo a tu profesora, cielo?
Yo pensé que no había necesidad de llamarlo así, «cielo», puesto que si se trataba de un alumno igual al resto de los alumnos, como tanto insistía en recordarme, más le valía saber que ningún profesor se dirige así a sus alumnos, ninguno al menos que yo conozca, y no desde luego a alumnos de quince años. Me daba cuenta de que una mezcla de miedo, culpabilidad y rencor se agitaba en mí al observar a la pedagoga marcando las letras con un puntero, con tanta rapidez como destreza, deteniéndose sólo cuando el chico levantaba las pupilas, para formar un mensaje que empezó por h –la ortografía hay que respetarla, dijo–, y terminó al cabo de unos minutos de la siguiente forma: HOLA PROFESORA ERES MUY GUAPA. La pedagoga, dejando la tabla sobre la cama, soltó una risa jovial y comprensiva.
–Tiene mucho sentido del humor.
Sonreí y lo miré de nuevo, aunque debo reconocer que me costaba, y mucho, mirarlo como si no pasara nada, como si aquello fuese de lo más normal, ese cuerpo aplastado, deformado, el cráneo casi plano, los brazos sin músculo, las piernas escuálidas bajo la sábana, a pesar de que la pedagoga me había dicho que aquel chico estaba feliz con su vida y que su existencia suponía una lección para todos, una lección «moral», dijo, nosotros, el resto, que siempre nos quejamos por nimiedades y que nos impedimos la felicidad a nosotros mismos, mientras él, él sí, él se conformaba con lo que tenía, no sólo se conformaba, «conformarse» no es la palabra, sino que lo aceptaba como un regalo e incluso pensaba, según la pedagoga, que había sido muy afortunado por nacer así, porque eso le había permitido ser quien era, y él se encontraba orgulloso de ser quien era, y no añoraba nunca haber sido otra persona.
Me costaba creerlo, como me costaba admitir que aquel cuerpo exangüe, ablandado, envejecido, albergara un ser humano que tenía sentido del humor y que me había dicho Hola profesora eres muy guapa, y se me cruzó por la cabeza, veloz, la absurda idea de que todo era, o pudiera ser, una invención de la pedagoga, que nos estaba engañando haciéndonos creer que aquel cuerpo sin alma sentía, razonaba y se comunicaba, siendo todo una pura invención de ella, la puñetera tabla y las frases que de ella salían como si acaso fuese una tabla de la ouija, pero enseguida me avergoncé de aquel pensamiento, sobre todo de la expresión «cuerpo sin alma», que había pensado así, literalmente, cuerpo sin alma, una crueldad sin duda, una muestra enorme de mi insensibilidad y mi ignorancia y de esa incapacidad para empatizar que algunas veces, en otros contextos, otras personas me habían echado en cara, así que hice el esfuerzo de creérmelo todo y me dispuse a amar a aquel ser todo lo más que pudiera amarlo, dándole todo lo más que pudiera darle, y saqué mi cuaderno y anuncié que iba a hacerle el examen. La pedagoga repitió:
–Las mismas preguntas que al resto.
Y la madre asintió satisfecha. Yo suscribí la afirmación con un pequeño asentimiento, las mismas, sí, pero también era cierto, y de eso obviamente no iba a decir nada, que eran las mismas porque había modificado el examen habitual, cambiando las preguntas de desarrollo por preguntas cortas que se contestaban con una o dos palabras a lo sumo, e incluso formulando algunas con formato de test, tan sólo tres opciones de respuesta, lo cual, comprendí ante el asunto del alzamiento de pupilas, me iba a facilitar mucho las cosas. También llevaba el dibujo de un oído humano cuyas partes él tenía que identificar, para lo cual colocamos la lámina fijada a una pantalla luminosa que había sobre su cabeza y que él, supuestamente, podía ver.
Tardamos muchísimo, en especial con el asunto del dibujo, que incluía demasiadas palabras largas e incluso denominaciones dobles como «trompa de Eustaquio», «conductos semicirculares», «glándula ceruminosa» o «conducto endolinfático», unas buenas dos horas porque el chico se las sabía todas y se empeñaba en deletrearlas por completo, no le bastaba con COND ni siquiera con CONDUCT, sino que tenía que llegar hasta el final, lo cual lo hacía pesado y extremadamente tenso para mí, sentía que faltaba aire en aquella habitación, demasiado calor, la madre allí sentada con los brazos cruzados, sonriente, orgullosa de su hijo, la pedagoga con su bastoncito para marcar con rápidos toques las letras sobre la tabla, y yo pensando que aquel método no dejaba de ser claramente anacrónico, que seguro que con el levísimo movimiento de pupilas –el único movimiento al que podía aspirar el chico– bastaría para que algún lector informático interpretara un código binario de comunicación, o algo similar, pues aunque no sea demasiado entendida en estas cosas estoy convencida de que podría haberse diseñado algo más rápido. Luego pensé que quizá nadie se había planteado que el método pudiese ser diferente, y cuando digo «diferente» estoy queriendo decir «mejor», pues aquella mujer sonriente y feliz en su casa atestada de trastos, aquella mujer pobre, en definitiva, había conseguido la atención de las administraciones –me había mostrado algunas fotografías enmarcadas del alcalde con el chico, el obispo con el chico, la consejera de educación con el chico e incluso un futbolista de cierto renombre también con el chico–, una atención que, sin la dimensión tan incontestable de su desgracia, no habría podido obtener nunca, pero sin duda una atención insuficiente, epidérmica y mucho, mucho más barata de lo que hubiese sido preciso.
–9,7 –dije al fin.
–¿Estás contento? –le preguntó la pedagoga al chico.
Movimiento de pupilas: «Sí.»
Sin soltar la tabla, con el puntero entre sus dedos tensados, le dio la enhorabuena y le preguntó si quería decirme algo más.
PUEDE RECOMENDARME LIBRO
–¿De biología? –dije.
PARA LEER NORMAL
–¿Qué te gusta?
TODO. Luego matizó: FANTASÍA.
Pensé que para él cualquier libro, incluso el más realista, era de fantasía, pero de inmediato me arrepentí de mi cinismo y le recomendé los cuentos de Poe. La pedagoga soltó una pequeña carcajada diciendo que ya tenía una tarea más, que a todo el que lo visitaba, el chico, voraz de nuevas historias, le pedía recomendaciones de libros, pero después era ella quien se los tenía que leer, pues, como me había explicado a la ida, en el coche, la madre no leía con demasiada soltura, y si bien había sido ella la que lo introdujo en el placer de leer –dijo eso: «el placer de leer»–, mediante cuentos infantiles fundamentalmente, había llegado un momento en que el nivel de complejidad que demandaba el chico ella no podía dárselo, se atascaba, iba muy lenta, no pronunciaba bien los nombres extranjeros, de modo que era ahora la pedagoga quien se encargaba de aquello, y por ejemplo, enumeró satisfecha, le había leído novelas de García Márquez, que le habían gustado mucho, y de Isabel Allende, que también le habían gustado mucho, y una de Eduardo Mendoza, con la que, a su modo, seguro que el chico se había reído sin parar, en fin, concluyó, literatura buena, y yo asentía con los ojos clavados en la larguísima fila de coches del atasco.
Luego miró el reloj abiertamente –yo lo había hecho antes con discreción– y anunció que debíamos marcharnos, a lo que la madre contestó con un obsequioso por supuesto y una nueva sonrisa aún más ancha que antes –el sobresaliente, supongo, la hacía aún más feliz–, y yo me volví por última vez hacia el cráneo aplastado sobre la almohada, el cráneo deformado por la postura desde su nacimiento, la boca inexpresiva, los ojos ahora inmóviles, sin brillo, como los de un pescado, y musité un adiós y, aunque era absurdo hacerlo, esperé pasivamente con mi estúpida sonrisa compasiva a que el chico se despidiera, otro buen rato porque el chico era educado y la despedida fue completa, HASTA OTRO DÍA MUCHAS GRACIAS VENIR PROFESORA.
Cuando salimos de la casa no pude evitar coger una bocanada de aire.
–Es asfixiante –dije.
La pedagoga me dedicó una larga mirada de reproche.
–Sí, eso dicen todos.
En el camino de vuelta, vacía ya la autovía a esa hora, tardamos poco y apenas hablamos. Era innegable que las dos estábamos agotadas.
Asomé la cabeza sin llamar porque la puerta estaba abierta y el director no suele ser amigo de formalidades. Con el auricular encajado entre la barbilla y el hombro, me hizo un gesto para que me sentara, pero negué con una sonrisa y esperé de pie, observando los pósteres de ONG, la estantería con recuerdos de sus hijos –fotos, dibujos–, un par de tiestos con potos, un jarroncito ridículo con una flor de papel, y pensé que había algo ostentoso allí, no en el sentido de lujoso, sino en el hecho de poner justo aquello a la vista, de mostrarlo con satisfacción, y recordé que el director siempre hace mención de su buen gusto, no directamente, claro está, pero sí de manera lateral, preguntando nuestra opinión sobre esto o lo otro, a que es bonito el cuenco que me traje de Marruecos, mira qué maravilla la lámina que compré en la Tate, ese tipo de cosas, y en ese momento tomé conciencia, por primera vez quizá, de lo mal que en realidad me caía y tuve la intuición de que quizá me había llamado para abroncarme por algo que yo todavía no podía siquiera sospechar. Cuando colgó me miró de frente y usó mi nombre auténtico –el que nadie usa nunca, como él bien sabe–, y luego mencionó la charla de educación sexual. ¿La charla?, dije. ¿Qué pasa con la charla? Teníamos que pensar cómo adecentaríamos el aula para que el chico cupiese, explicó, pues se precisaba una unidad médica móvil, y ahora que la Consejería había aprobado el presupuesto convenía prepararlo todo bien para no quedar mal con ellos. ¿Preparar todo?, dije, y él insistió, preparar todo, lo que equivalía, añadió, a poner en marcha cierta intendencia, un plan de acción –este término le gustaba especialmente: «plan de acción»–, prevenir a los demás alumnos, aunque la mayoría ya lo conocía –aquel trimestre se habían organizado visitas a su casa por turnos–, y sobre todo prevenir a la encargada de dar la clase, la sexóloga, psicóloga, o lo que fuese, dejarlo todo bien cerrado, evitar esas nefastas eventualidades finales que siempre nos sobrevenían, y creí percibir una crítica soterrada hacia otro asunto que no supe determinar, pues me sobrepasaba lo inesperado, la sorpresa del momento, tan grande que no pude evitar elevar un poco –más de lo que debiera– el tono de mi voz.
–¿Pero de verdad él va a venir a esa charla? –Claro que sí. ¿Por qué no?
Continuó hablando con el tono ahora alterado, impetuoso. Dijo que la de lengua no había puesto problema alguno cuando decidieron llevarlo al teatro y que el de plástica había solicitado presupuesto para que pudiese visitar la exposición de grabados del Museo de Cárdenas. Tragué saliva. Es diferente, dije. Aquella charla tendría una orientación práctica, se centraría en la prevención de embarazos –ya llevábamos varios en el instituto– y en las enfermedades de transmisión sexual, y en general se hablaría de la responsabilidad en las relaciones íntimas, así que me parecía un disparate –dije «disparate», pero enseguida me corregí y dije, simplemente, «error»–, un error por tanto, llevar allí a un chico que desgraciadamente jamás podría probar el sexo –dije eso, o quizá dije «estar con una chica»–, y sería muy incómodo para todos que él estuviese allí, incluso para él mismo sería desconcertante, por lo que había que evitar que sucediera, la visita debía suspenderse, era un error, repetí, un error. Él elevó las cejas, me miró con escepticismo.
–Tampoco nosotros vamos a escalar nunca el Eve rest, pero nos encanta ver en la tele cómo lo hacen otros.
–Es distinto –insistí.
Cruzó los brazos y preguntó por qué. Por qué era distinto. ¿Podría precisarle yo exactamente en qué era distinto? Recalcaba mucho ese «exactamente», así que me forzó a ser más explícita. Le dije que allí iban a explicar, por ejemplo, cómo había que ponerse un condón, lo escenificaban con un pene de plástico, mostraban cómo desenrollarlo correctamente, cómo colocarlo para evitar imprevistos, yo había vivido esa escena ya otras veces, los alumnos solían reírse bastante, darse codazos, entre ruborizados y envalentonados, era un momento curioso, y qué sentido tenía que aquel chico viese aquello, él jamás podría ponerse un condón ni bien ni mal, jamás había podido siquiera tocarse a sí mismo, no tenía erecciones –aquí me sonrojé–, me parecía cruel, eso dije, «cruel», como ponerle delante de la boca el caramelo que nunca se podría comer.
–¿Cruel?
La carcajada fue irónica, seca, cortante.
–Más cruel es excluirlo –dijo. Se levantó para ponerse a mi altura–. No puede tener sexo, de acuerdo, pero no hay ni una sola razón para robarle ese conocimiento. Además, hay cosas que sí puede hacer: relacionarse con los demás alumnos, reírse con ellos, pasar un buen rato, por qué no.
–¿Reírse con ellos? ¡Él no puede reírse!
–¿Cómo que no? Reírse es algo más que emitir carcajadas. Aunque no seas capaz de entenderlo, él sí puede reírse.
Me miraba asqueado y a mí se me agolpaban las respuestas, que le daba desordenadamente, con furia, cómo podía hablar de reír, si no hay carcajadas cómo puede él saber que está riendo, quizá está llorando, quién es nadie para interpretar lo que él siente, pero él respondía igualmente, decía que el chico se expresa perfectamente, que tras la actividad siempre explica cómo se lo ha pasado, qué le ha parecido, si ha estado a gusto o no. Lo hizo tras el teatro, donde la función empezó una hora tarde porque desde el palco donde lo situaron no podía ver nada, de modo que tuvieron que levantar la camilla casi noventa grados, con las complicaciones añadidas de los tubos y demás. El espectáculo, pensé, había estado en el palco, y no en el escenario, pero el director insistía en que el chico lo pasó estupendamente, él mismo lo había dicho al acabar, le gustaba relacionarse con sus compañeros, repetía, y yo pensaba –no lo decía– que podíamos llamarlos como quisiera, pero «compañeros» no, era una verdadera idiotez fingir que él iba a clase como los demás y que tenía compañeros de clase como un chico normal, porque no, por muchos disfraces que le quisiéramos poner a la realidad no eran sus compañeros, sólo eran chicos corrientes con vidas corrientes que nada tenían que ver con la suya, y aquellas visitas a su casa que se habían organizado semanalmente eran para ellos, en el mejor de los casos, una obligación incómoda, y en el peor, una atracción de circo.
–Aprende todo lo que tiene que aprender –insistí–. No le estoy ocultando nada, nadie le está ocultando nada. Hace años que conoce el sistema reproductivo. Sabe cómo es el cuerpo humano, cada parte del cuerpo, incluido el clítoris. Yo misma lo he examinado de anatomía. Pero esto es diferente. Pensar que puede participar en todo como si no pasara nada es puro paternalismo. Haremos el ridículo.
–¿Paternalismo? ¡Tú eres la paternalista! ¿Sabes que él mismo ha pedido venir? ¿Que su madre está de acuerdo? ¿Por qué te crees con derecho a decidir lo que es bueno o malo para él? ¿Quieres ahorrarle daño a él o a ti misma?
Y yo pensaba: cómo podría él pedir ir a esa charla de educación sexual si no se la hubiesen ofrecido, y a quién se le ocurrió ofrecérsela, y cómo iba él a decir que no, y su madre cómo iba a decir que no, si todo en ella eran sonrisas, era agradecimiento, su vida entera centrada en sacar a su hijo de allí y que lo vieran y lo quisieran, y toda aquella aventura de la unidad móvil, los enfermeros de la administración enviados allí específicamente, y una ambulancia, y la salida de su rutina asfixiante, todo para que el chico viese cómo se coloca un condón, no, cómo tienen que hacer los demás, pero él no, para colocarse un condón.
–Bajo esa misma lógica, que venga al patio a participar en la gymkhana de fin de curso.
–También lo hemos pensado.
¿Lo habían pensado? ¿De verdad no estaba bromeando? ¿El chico en su camilla inclinada, como si fuese un libro en un atril, con su cráneo achatado y el cuerpo inmóvil, allí en el patio para poder ver a los demás corriendo, saltando, lanzándose globos de agua unos a otros, brillando, tonteando, deseándose, y él mientras tanto levantando unos milímetros las pupilas para decir, sí, TODO MUY DIVERTIDO? Durante un momento me invadió la ira, luego la risa, después pasé por unos instantes de duda: por qué el director y todos los demás, según me decía, la de lengua, el de plástica, por qué todos lo veían tan claro y yo tan oscuro, ahí estaba de nuevo, quizá, mi maldita capacidad de ver siempre las cosas desde el ángulo podrido, ésas eran las palabras exactas que una vez me dijo alguien a quien quise mucho, «la capacidad de ver siempre las cosas desde el ángulo podrido», pero pensé también que no ganaba nada oponiéndome a los deseos de ellos, a los deseos del propio chico y de su madre, según aseguraba el director, que insistía ahora en decirme, con tono categórico, que el chico participaría en todas las actividades posibles, que me fuese acostumbrando a ello –el matiz era amenazante–, que se fuese acostumbrando toda la sociedad, la sociedad al completo, la sociedad a la que le incomoda lo diferente, la sociedad que se pone la venda ante los ojos para no ver que existen otros seres humanos distintos a nosotros, la sociedad festiva y hedonista que no asume el sufrimiento y el sacrificio y la vitalidad de otros, de los que están abajo, de los que considera inservibles, inútiles, incapaces, feos, y me sermoneaba, me daba lecciones, yo me daba perfecta cuenta de ello, pero agachaba la cabeza porque también pensaba que había una parte de razón en sus palabras, lo referido al menos a la negativa a mirar, yo no quería realmente mirar al chico, prefería pensar que no existía, prefería que no hubiese nacido, y el director siempre tuvo capacidad retórica, hablaba bien, articulaba bien los argumentos, y yo no, yo era torpe expresándome, me ponía demasiado nerviosa, me faltaba vocabulario, y él me sobrepasaba, casi me convencía, y sí, terminé dándole la razón, quizá yo estaba equivocada, le dije, aunque no lo creía así realmente, no al menos con rotundidad, añadí que solamente había pensado en el bien del chico, pero él seguía, sabiéndose ganador ya no aceptaba disculpas, el bien del chico era que formase parte de la vida del instituto, por difícil que fuese, por duro que fuese, y ésa era la meta, y no iba a consentir que nadie cuestionase la meta, y todo
estaba ya cerrado, y lo único que yo tenía que hacer era colaborar y no poner trabas, y ya estaba todo dicho, y yo dije de acuerdo, dije de acuerdo, dije de acuerdo, y salí.
Luego corrí hacia el coche con una cosquilleante sensación de incomodidad en el estómago, aunque cuando arranqué me olvidé de inmediato del chico, sólo me fijé en un anuncio que alguien había puesto en mi parabrisas, «quitamos multas, reunificación de deudas, asesoría fiscal, consulte nuestros servicios», todo lo hacían, y vi que la lluvia había ablandado el anuncio y lo había pegado en el cristal, de modo que cuando activé el limpiaparabrisas se formó una papilla de papel con la tinta corrida, «consult deud fisc mult quit», un engrudo que sólo se desprendió, pedazo a pedazo, a medida que el coche iba ganando velocidad hacia mi casa.
Luego ya vino todo lo demás. Las miradas por los pasillos. Los cuchicheos, el rumor constante. Ella se opuso, ella era la que no quería, todo ha pasado por culpa de ella, no preparó a los alumnos, tiene que haber un filtro previo, ella no hizo nada, ella lo hizo todo. Y, sin embargo, no es sorprendente que sucediera lo que sucedió. Pusimos el pie al borde del precipicio y nos caímos, eso fue todo, eso es lo que pienso. La chica encargada de la clase, la sexóloga-psicóloga-o-lo-que-fuera, había asentido con profesionalidad cuando la avisé, por supuesto que no había problema, dijo, la psicología aplicada a la educación sexual contempla todo tipo de casos, no había que preocuparse. Él no puede mover nada, expliqué, ni una sola parte de su cuerpo, su estado es muy grave, «vegetal», iba a decir –aunque no lo dije–: ella hizo un movimiento apaciguador con la mano, también impaciente, tranquila, en serio, me he visto en peores. ¿En peores? Tuve que reírme para mis adentros. Luego la escruté cuando él llegaba, inspeccioné su cara para rastrear en ella una reacción de sorpresa, o de miedo, quizá los pequeños movimientos de la mandíbula, o el tamaño de las pupilas, y lo hice lo más discretamente que pude, pero aun así, supongo, siendo un poco descarada, y, en efecto, ella no pareció inmutarse lo más mínimo ante aquella parafernalia, la ambulancia entrando en el patio de recreo, los enfermeros alrededor, la salida de la camilla, la visión del cuerpo acercándose bajo el sol, con esa tonalidad blanquecina que hacía pensar más en goma que en carne humana, el traqueteo de los hierros, los tubos, la madre alrededor, los profesores alrededor, los alumnos ya asomados por las ventanas de las aulas. Y luego, en la clase, los giros, las risitas, codazos y empujones, pero a qué eran debidos, pensé, al fin y al cabo en estas charlas siempre hay risitas, todo podía ser equívoco, todo era equívoco, menos el chico en un lateral del aula como una realidad inequívoca, reclinado hacia adelante pero aun así sin poder ver del todo, sin poder soltar él mismo alguna risa, cerrado y enigmático. La sexóloga-psicóloga-o-lo-que-fuera preguntaba a los demás, los hacía participar, les pedía que hablaran, organizaba el turno de preguntas, mientras la pedagoga se sentaba a su lado, preparada con la tabla y el puntero por si acaso le preguntaban al chico si conocía los anticonceptivos masculinos o los femeninos, si sabía dónde se dispensa la píldora del día después y cómo y sus riesgos, si de verdad creía que la primera vez no puede producirse un embarazo, preparada por si acaso, pero la sexóloga-psicóloga-o-lo-que-fuera, hábilmente, acabó con el clima participativo y dejó de preguntar, y ya todo fue charla pura, en un tono dinámico, eso sí, juvenil y cercano, como es habitual en estas cosas. Mientras tanto, la madre esperaba fuera, sentada en un banco del pasillo, tomándose el café que le ofrecieron en la sala de profesores, y los de la ambulancia miraban a las chicas de bachillerato jugar al baloncesto en la cancha nueva, tan reluciente.
Todo en el aire lo estaba presagiando, y no supimos verlo.
Primero fue la chica, una de las repetidoras, morena, con su chicle, los pendientes largos, el pelo largo, las uñas largas, una chica ordinaria y preciosa a la vez, la que empezó a reírse, sacudiendo los hombros ya sin disimulo, los ojos achinados por la risa, justo en el momento en que la sexóloga-psicóloga-o-lo-que-fuera se había acercado hasta el borde de la camilla para que el chico pudiese ver bien la burda representación del pene y el condón –ella decía «profiláctico»–, y cómo no reírse, pensé yo, después de todo fue una risa nerviosa, casi catártica, algo probablemente inevitable que alguien tenía que hacer porque estábamos todos muy tensos, todos menos quizá la pedagoga, que seguía con su tabla preparada, y si al menos se hubiese callado, si al menos, pienso yo, hubiésemos seguido todos representando la comedia como si nada, fingiendo que no habíamos oído la risa, pero no, tuvo que levantarse, tuvo que acercarse a la chica –una leona, como yo ya tenía más que sabido– y encararse con ella, y preguntarle qué pasaba, de qué se reía, qué era aquello tan gracioso, gritándole directamente a la leona, a lo que ella respondió enseguida –no iba a callarse, nunca se callaba– diciendo lo que todos estábamos pensando, que para qué enseñarle aquello al chico si jamás iba a poder hacerlo.
–Nunca se sabe lo que vamos a hacer en la vida. A lo mejor a ti luego te atropella un autobús y te mata y tampoco puedes hacerlo.
La chica se dio una palmada en el muslo.
–Poh vale –dijo–. ¡Yo ya lo he hecho un montón de veces! ¡Que me quiten lo follao!
Ahora, sí, fue la risotada, el alboroto extendiéndose, una marea de voces, de risas, de reproches y silbidos, y yo también me levanté, le pedí a la chica que se callara, mientras la sexóloga-psicóloga-o-lo-que-fuera continuaba boquiabierta con el condón en la mano, todavía sin enfundar en el pene de plástico, y la pedagoga alzaba la voz, debería darte vergüenza, y la otra, qué quieres, maestra, el nota me da pena, ¿cómo pena?, te vamos a expulsar por lo que has dicho, y una voz más al fondo, del chulito, el novio quizá o uno de los muchos que rondaban a la leona, defendiéndola, león, pavo real, urogallo él mismo, con su grito de guerra, pero, maestra, si tiene razón, si es que el nota no se puede ni hacer una paja, para qué coño lo habéis traído.
«Para qué coño lo habéis traído.» Aquellas palabras ante las que nos fingimos sordos retumbaban con fuerza en el aula.
Luego vino el silencio. Un silencio brevísimo y hondo, que enseguida dio paso de nuevo a la confusión, como una respiración alterada.
Expulsé a la pareja de la clase. La madre del chico los vio al salir, les sonrió porque no sabía nada de lo que había pasado dentro –quizá aunque lo hubiera sabido, llena de comprensión y generosidad, les habría sonreído del mismo modo–. La pedagoga y la sexóloga-psicóloga-o-lo-que-fuera se alternaron para mostrar su indignación, su pequeña dosis de aleccionamiento añadido para el grupo, y yo intercalé también alguna frase, esto no puede ser, hay que trabajar más en la igualdad, nadie debe reírse de nadie, todos tenemos los mismos derechos, mientras los alumnos se iban apaciguando, algunos incluso francamente avergonzados por lo sucedido, escandalizados por la mala educación de los que ya habían sido expulsados o, como poco, dispuestos a seguir con la clase para que todo se olvidara lo más pronto posible, mirando de reojo al chico, que en su camilla permanecía como si no oyera nada, como si no supiese nada, sin dar la más mínima muestra de nada.
Cuando se hizo el silencio, la charla continuó y, en media hora más, había terminado del todo.
En la puerta esperaba ahora el director, charlando con la madre, o más bien hablándole a la madre, que asentía con expresión ansiosa, de querer comprender y no hacerlo del todo. Cuando sacaron la camilla todos se arremolinaron en torno al chico, y con todos me refiero también a la sexóloga-psicóloga-o-lo-que-fuera, la pedagoga, otros dos o tres profesores que habían dado sus clases en las aulas contiguas, y yo misma. Recuerdo que un rayo de luz, filtrado por uno de los ventanales del techo, caía sobre el rostro del chico, directamente sobre sus ojos, y pensé que quizá le molestaría para mover las pupilas, pero nadie dijo nada, y yo tampoco. La pedagoga sacó su tabla, le acarició el pelo –muy liso, con calvas por detrás debido al roce de la cama–, cogió aire y le hizo la consabida pregunta evaluadora: qué tal todo. Luego vino la enumeración de las letras, a, e, ese, o, erre, ene, el rápido movimiento del puntero, el mensaje que iba tomando forma en nuestras cabezas, el mensaje que nos devolvía a la normalidad de lo anormal, MUY BIEN DISFRUTADO TODO APRENDIDO
MUCHO. –¿Algo más?
La pedagoga se inclinaba hacia el chico con dulzura, sin soltar ni el puntero ni la tabla. También la sexóloga-psicóloga-o-lo-que-fuera le acariciaba ahora la mano, maternal, únicamente con la punta de sus dedos, un roce evasivo y sin compromiso. Las pupilas volvieron a moverse.
GRACIAS
El director me miró de reojo. No hacía falta que me dijera nada: aquella mirada contenía en sí misma toda la rotundidad de su victoria. Tuve la sensación, contradictoria, de que en mi interior se instalaba la culpa, y no sólo la culpa, sino también la certidumbre de que, aunque hubiese hecho justamente lo contrario, aunque hubiese dicho lo opuesto y ejecutado lo opuesto e incluso pensado lo opuesto, esa culpa no me iba a abandonar nunca, pues era una culpa colectiva, la Culpa Con Mayúsculas, la culpa de la salud frente a la enfermedad o, yendo más lejos, diría, la culpa de la vida frente a la muerte, una culpa que latía contenida en apenas unos pocos milímetros, si esto no sonara tan solemne y tan cursi y, al mismo tiempo, si no sonara tan ineludiblemente verdadero.
*Este cuento fue publicado en Mala letra, Anagrama, 2016.