Debo comenzar pidiéndole disculpas por enviarle esta carta sin que nos conozcamos. En un primer momento me propuse visitarla en su casa y contarle en persona lo que aquí voy a escribir, pero después pensé que esta opción sería más adecuada: nos pone a ambos en una situación mucho menos incómoda y me permite escoger mejor las palabras. En cualquier caso, confío en que sabrá perdonar mis más que probables vacilaciones. Cuando haya terminado usted de leer las presentes líneas y meditado sobre lo recogido en ellas, si lo cree pertinente, no dude, por favor, en ponerse en contacto conmigo a través del número de teléfono que le adjunto más adelante. A continuación debo pedirle disculpas de nuevo, esta vez por empezar mi historia con algo tan doloroso como la enfermedad y muerte de mi mujer. No puedo saber si usted y Sara se conocían. Seguramente coincidieran al llevar a los niños al colegio, o cuando iban a recogerlos. No lo sé. Mientras su salud se lo permitió, Sara se hizo cargo siempre de esas tareas. Si en efecto se conocían y alguna vez ella la mencionó a usted, no soy capaz de recordarlo. La enfermedad no llegó precedida por ningún malestar ni síntoma apreciable, sino que fue descubierta durante una revisión ginecológica de rutina. Para entonces el mal estaba extendido en una medida que se contradecía con lo bien que se sentía Sara. A partir de aquel momento, sin embargo, las cosas se desarrollaron con rapidez. Sara tuvo que abandonar su trabajo y centrarse en la recuperación. Nosotros lo llamábamos recuperación. Los médicos lo denominaban tratamiento, término mucho menos comprometido. A nuestro hijo no le ocultamos lo que pasaba, si bien no llegamos a revelarle lo grave de la situación. Tiene diez años, edad suficiente para darse cuenta de que algo no iba bien. El declive físico de Sara pronto fue apreciable y ella no podía dedicarle tanta atención como antes. Poco después apenas era capaz de prestarle ninguna atención. Yo solicité una excedencia para cuidar de ella y pasar juntos todo el tiempo posible. También me ocupaba de nuestro hijo, en la medida que el ánimo y mis capacidades me lo permitían. Al principio no me puso las cosas difíciles. Siempre ha sido un niño callado e introvertido, con tendencia a enfrascarse en fantasías personales. Le gusta leer y dibujar. Puede pasar horas en su habitación, entretenido sin necesidad de nadie más. Yo le dedicaba un rato cada tarde. Lo visitaba en su cuarto. Quería hacerle saber que seguíamos preocupándonos por él, a pesar de lo que sucedía. Le preguntaba por sus clases. Lo cierto es que no era fácil hablar con él. Resultaba imposible sacarle dos frases seguidas. Al poco rato ninguno sabía qué más decir y nos quedábamos callados. Yo buscaba disculpas para continuar en su habitación, pero debía de ser evidente que deseaba salir de allí, y creo que él prefería quedarse a solas. Cuando yo era niño me encantaban los juegos de construcciones, y aún me siguen gustando. Bueno, ahora ya no tanto. Un día, cuando regresaba de la farmacia, me detuve en una juguetería y compré a mi hijo una caja de Lego. Con las piezas que contenía podía construirse un camión de volquete. Recibió el regalo sin ninguna emoción, más o menos como es su estilo. Abrió la caja sobre la mesa de su cuarto y contempló las piezas como si no supiera qué hacer con ellas. Le propuse montar el camión entre los dos y, temiendo que me contestara que no, me puse a ello sin esperar su respuesta. Hice la mayor parte del trabajo, aunque iba explicándole cada paso que daba, señalándole los gráficos de las instrucciones. Era un bonito camión. La caja basculaba para desalojar la carga. Fui a la cocina y la llené de arroz, como si el vehículo transportara un cargamento de grava. Pregunté a mi hijo si le gustaba y respondió que sí. Al día siguiente, cuando entré en su habitación, el camión de Lego seguía en la mesa, aunque arrinconado. Le pregunté si quería que construyéramos algo más; las instrucciones ofrecían un par de alternativas, menos llamativas que el camión de volquete, que podían realizarse con las mismas piezas. Tuve que insistir para que aceptara mi propuesta. Desmontamos el camión y escogimos una de las alternativas posibles. Esta vez participó más. De hecho lo hizo casi todo. Yo, con las instrucciones en la mano, iba indicándole los pasos. Adquirimos la costumbre de construir cosas entre los dos. Yo le compraba uno o dos Lego cada semana. Mientras encajábamos las piezas charlábamos, aunque no mucho. Siguiendo el precedente del camión de volquete le llevé otros vehículos de construcción: una apisonadora, una grúa, una excavadora… Después pasamos a las réplicas de arquitectura. En una juguetería del centro encontré una réplica de la Casa de la Cascada de Frank Lloyd Wright. Y luego el Guggenheim de Nueva York y el edificio Empire State. Llegué a esperar con ansiedad aquellos ratos que pasábamos juntos. Una tarde entré en su habitación y, para mi sorpresa, vi que estaba construyendo algo por su cuenta. Lo habitual era que le tuviera que pedir una o dos veces que dejara lo que estuviera haciendo para que nos pusiéramos a jugar con los Lego. Sin embargo, aquella tarde él había reunido en un montón todas las piezas de todas las cajas que yo le había regalado y construía algo que no fui capaz de distinguir. Trabajaba sin ayuda de instrucciones, tan concentrado que no se percató de mi presencia. Preferí no molestarlo. Ese día Sara sufría más de lo habitual y creí mejor estar con ella. El malestar de Sara empeoró en las fechas siguientes, por lo que apenas tuve ocasión de estar con el niño, que pasaba en su habitación casi todo el tiempo que estaba en casa. En las breves visitas que le hice comprobé que seguía con su proyecto de construcción. Lo que estaba haciendo no se parecía a nada reconocible, una mera acumulación sin sentido de piezas, semejante a una torre de la que brotaban salientes diversos, sin pauta ni función apreciables. La mezcla de colores de las piezas, en la que tampoco podía apreciarse ninguna pauta, hacía el conjunto aún más desconcertante y feo. El estado de Sara se agravó tanto que tuvo que ser trasladada al hospital. Mi madre vino a casa para ocuparse del niño. Yo casi dejé de verlo, centrado como estaba en hacer compañía a Sara. Mi mujer fallecía una semana después. Siguieron unos días que, aunque su narración fuera imprescindible para el propósito de esta carta, no me vería capaz de rememorar. Durante ese tiempo, aquella cosa construida por mi hijo permaneció sobre la mesa de su habitación. Imposible no fijarse en ella. Medía medio metro de alto y otro tanto de ancho. Su sección era más o menos circular. Tenía aspecto macizo. No le presté importancia. Para mí la época de nuestras construcciones de Lego había quedado atrás, al igual que tantas otras cosas. Di por sentado que él pensaba del mismo modo y que si no se libraba de aquello era por la pereza de desmontar la gran cantidad de piezas que lo formaban. Regresé al trabajo. Tenía que mantenerme ocupado. Mientras tanto mi hijo se volvía más y más introvertido y yo era consciente de ello y no tenía fuerzas para remediarlo. Lo visitaba en su cuarto, me sentaba junto a él, intercambiábamos algunas palabras. Yo le acariciaba la cabeza como quien frota con desgana una lámpara encontrada en un desván, por si pudiera salir un genio. No trato de disculparme. Ante aquella situación comprenderá usted que me alegrara el día que llegué a casa y lo encontré jugando con otro niño, un compañero del colegio. Hacía semanas que mi hijo no estaba tan alegre. Se entretenían con la construcción de Lego, añadiéndole nuevas piezas. No pregunté de dónde las habían sacado. Desde el pasillo los oí cuchichear animadamente. Al día siguiente mi hijo volvía a jugar solo. Le pregunté por su amigo y me dijo que esa tarde tenía clase de kárate. Unos días después, cuando le hice la misma pregunta, se limitó a encogerse de hombros. No insistí más. Poco más tarde, no obstante, otro niño fue a jugar a casa, otro compañero del colegio. También jugaron con la construcción de Lego. El nuevo amigo le añadió piezas que fue sacando de una arrugada bolsa de supermercado. Las colocaba obedientemente donde mi hijo le indicaba. Al igual que el anterior niño, éste sólo visitó nuestra casa una vez. Incorporó a la construcción las piezas que había llevado y no volví a verlo. Hubo más visitas, igual de fugaces. Todos los niños aportaban piezas. Unos, cajas enteras; otros, apenas un puñado, que transportaban en el bolsillo. Pregunté si no tendrían problemas para saber de quién era cada una cuando desmontaran lo que estaban construyendo. Mi hijo me miró como si no hubiera pensado en ello, pero dijo que no sería un problema. Le pregunté también qué era lo que estaban haciendo y respondió que no estaba seguro. Le pregunté si intentaban averiguar hasta dónde podían llegar juntando piezas y piezas y respondió que sí, que eso era lo que estaban haciendo. Días después entré en la habitación de mi hijo mientras él no estaba en casa. Necesitaba un bolígrafo y pensé que encontraría alguno entre sus cosas. La construcción de Lego abarcaba toda la mesa y ya medía más de un metro de alto. Debo reconocer que era impresionante. Mientras buscaba en los cajones tropecé con ella. Lo difícil habría sido no hacerlo. Asomaba de ella gran número de brazos, algunos de los cuales se proyectaban más allá de los límites de la mesa. Fue con uno de ellos con lo que tropecé, uno de los superiores y por tanto una de las últimas partes sumadas a la construcción. El brazo se desprendió y cayó al suelo. Me apresuré a recogerlo. Pero antes de colocarlo de nuevo vi algo que llamó mi atención. También se habían desprendido varias piezas de la zona donde el brazo entroncaba con la construcción, y al hacerlo habían dejado a la vista un espacio hueco, poco mayor que una caja de cerillas, en el interior de aquella cosa. Dentro había algo. Tuve que desmontar algunas piezas más para sacarlo. Era un papel, doblado una y otra vez. Lo desplegué: una página arrancada de un cuaderno. En la parte superior aparecía escrito: «quiero un reloj nuevo». Debajo figuraba el dibujo de un reloj digital con muchos botones. La caligrafía era infantil. El dibujo había sido hecho con lápices de cera. La petición estaba subrayada varias veces y alrededor de la misma, así como del reloj, había dibujados unos rayos que brotaban de ellos, como si las palabras y el reloj brillaran. La caligrafía no era la de mi hijo, y el dibujo tampoco era suyo; él dibuja mucho mejor. Supuse que el autor fue uno de los niños que habían pasado últimamente por allí. Con cuidado, desmonté más partes de la construcción en busca de nuevas cámaras interiores. Encontré dos, con sus correspondientes papeles doblados y vueltos a doblar: «quiero ser más alto» y «quiero que no se rían de mí». Ambas peticiones iban acompañadas por su correspondiente dibujo. En la primera: un monigote con unas piernas larguísimas; en la segunda, otro monigote, éste de anchas espaldas y puños desproporcionadamente grandes, y a sus pies otros monigotes más pequeños, del tamaño de hormigas. También en ambos casos aparecían los rayos, amarillos y naranjas, brotando de palabras y dibujos. Las caligrafías eran diferentes entre sí y diferentes a la del primer papel. Ninguna correspondía a mi hijo. Lo interpreté como un juego. Cosas de críos. Cuando yo era pequeño también hacíamos cosas así. Sobre todo las hacían las niñas. Escribían peticiones y las metían en cajitas o botellas y enterraban éstas entre las raíces de un árbol. Preferí no seguir buscando. Corría el riesgo de no saber recomponer la construcción. Devolví los papeles a sus cámaras secretas y monté las piezas retiradas. En las semanas siguientes, cada vez que un niño se presentaba en casa con nuevas ofrendas en forma de piezas de Lego y con un papelito doblado en el bolsillo, yo me divertía adivinando qué pediría. ¿No llevar gafas? ¿Que sus padres le compraran ropa mejor? ¿Tener las orejas más pequeñas? Cuando mi hijo no estaba en casa, yo desmontaba los últimos añadidos a la construcción en busca de las peticiones. Algunas veces coincidían con lo predicho. Otras no: «quiero ver desnudas a las mujeres que yo quiera», «quiero que la gente no hable tan alto». En cualquier caso, siempre eran niñerías. No me preocupé. Empecé a hacerlo cuando llegó un niño que no se limitó a incorporar nuevas piezas a la construcción y luego desaparecer, sino que sus visitas se convirtieron en rutina. Me encontraba con él casi a diario. Siempre traía nuevas ofrendas en forma de piezas adicionales. Un niño alto para su edad, silencioso, educado. No me extrañó que mi hijo y él hicieran buenas migas. Por si albergara usted alguna duda, ese niño era su hijo, además del motivo por el que le escribo esta carta. Pasaron varios días hasta que tuve ocasión de entrar en la habitación del niño, desmontar parte de la construcción y leer las nuevas peticiones. Sólo había una. Di por sentado que era la depositada por su hijo. En el papel decía: «quiero que mis padres se mueran». El dibujo adjunto ilustraba perfectamente esas palabras: dos cuerpos despedazados, extremidades y cabezas separadas de los torsos, abundante sangre y los habituales rayos de poder que emanaban de todo ello. Un letrero aclaratorio, «Mamá», figuraba junto a una de las cabezas, una con el pelo largo; otro: «Papá», estaba al lado de la segunda. Ahora comprenderá usted mi decisión de escribirle esta carta en lugar de reunirnos y hablar cara a cara. Si ése hubiera sido el caso, llegado al punto que acabo de referirle, muy probablemente usted me habría ordenado callar, incrédula y escandalizada. Me habría echado de su casa sin querer oír una palabra más, lo que habría sido una reacción comprensible. En el mejor de los casos, usted me habría exigido unas explicaciones que no puedo facilitarle. De este modo, por el contrario, la indignación quizá le haga abandonar la lectura, incluso arrugar estas páginas y arrojarlas a la papelera. Pero también puede suceder, y confío en que así sea, que más tarde, cuando su enfado haya remitido, la curiosidad la empuje a terminar de leer lo que debo contarle. Esa misma noche, después de cenar, hablé con mi hijo. Dije que me había fijado en que había un niño que venía bastante a casa. Le pregunté quién era. Su respuesta fue la habitual: un compañero del colegio. Añadió que en realidad no eran amigos, sólo jugaban juntos. Le pregunté si había estado alguna vez en la casa de su compañero y me dijo que no. Mientras hablábamos, él hojeaba un cómic. Sus respuestas se demoraban unos instantes, como si debiera pensarlas o, simplemente, no le interesara nuestra conversación. Continué diciendo que, aunque no hubiera estado en su casa, seguramente conocería a sus padres. Al parecer no era así. Le pregunté si su compañero de juegos hablaba de ellos. No lo hacía o mi hijo no lo recordaba. Le pregunté si él los había visto alguna vez. En este caso la respuesta fue afirmativa. Los había visto varias veces, cuando iban a recoger a su hijo al colegio; unas veces el padre, otras la madre. Le pregunté cómo eran. Mi hijo se encogió de hombros, limitándose a decir que eran normales. Me quedé rumiando la respuesta. Él siguió leyendo su cómic. Me sentía cada vez más enfadado y harto de aquella historia. Él debió de notarlo porque lo sorprendí mirándome de reojo y a continuación se levantó con intención de abandonar la habitación. Le ordené que no se moviera. Volví a preguntarle qué era eso que estaban construyendo y me respondió como había hecho antes; dijo que no sabía lo que era, sólo un juego en el que juntaban piezas y piezas. Le pregunté entonces, sin ocultar mi irritación, que hasta cuándo iba a durar ese juego. Me miró confuso, por lo visto no lo sabía. ¿Cómo sabrás cuándo ha terminado? ¿Cómo sabrás cuándo no tenéis que poner más piezas? Eso fue lo que le pregunté. Le dije que quería una respuesta concreta pero se quedó mirándome en silencio. A continuación le dije que su juego no me gustaba, que estaba harto de aquella cosa y le ordené desmontarla. Se quejó y se hizo el remolón. Me preguntó si no podía dejarla allí un poco más. Pregunté que cuánto tiempo más y para qué. Me dijo que unos días. Por supuesto, respondí que no. Le dije que empezara a desmontarla en ese mismo instante. Se encerró en su habitación. Un rato después fui a decirle que ya era hora de irse a la cama. Lo encontré sentado ante la mesa, con una pieza de Lego entre las manos. Canturreaba, mirándola ensimismado. Había desmontado dos extremidades de la construcción y parte de una tercera. La zona central, donde se albergaban las peticiones, permanecía intacta. Cuando me quejé de que sólo hubiera hecho eso respondió que era más difícil de lo que parecía, que algunas piezas estaban pegadas y costaba mucho soltarlas. Le ordené cepillarse los dientes y meterse en la cama. A la mañana siguiente llamé al trabajo para decir que llegaría tarde. Esperé hasta que el niño se fue al colegio y entré en su habitación. Yo mismo me encargaría de desmontar aquello. Me llevó mucho más tiempo del que esperaba. En efecto, algunas piezas parecían soldadas entre sí. A medida que iba encontrándome con las peticiones, las guardaba para deshacerme luego de ellas. Las piezas fueron formando una pila sobre la alfombra, en mitad de la habitación. Por fin llegué a la parte inferior, la formada por las piezas de los Lego que yo había comprado. Y entonces encontré un nuevo papel, uno que no había visto antes. En este caso la caligrafía sí era la de mi hijo. Su petición era: «quiero que mi madre se muera de una puta vez». Prefiero no describir el dibujo que acompañaba estas palabras. Como ya he dicho, mi hijo dibuja muy bien. Esa petición, la primera, estaba enterrada bajo una infinidad de piezas traídas por otros niños. La leí varias veces. Luego la guardé y terminé de desmontar la construcción. En realidad no la desmonté. La arrojé contra la pared, una vez tras otra, hasta que se deshizo. Tiré las peticiones, menos la de mi hijo. Ahora me doy cuenta de que también debería haber conservado la del suyo, pero espero que confíe usted en mi palabra. Cuando mi hijo volvió aquella tarde del colegio estaba esperándolo. Aguardé a que entrara en su habitación y un momento después fui tras él. Mi hijo estaba de pie en el umbral y contemplaba el montón de piezas de Lego que se alzaba en la alfombra. Le dije que le había ahorrado el trabajo de desmontar. Él, al contrario de lo que yo esperaba, se mostró sereno. Le pregunté si le importaba que lo hubiera hecho y murmuró que no. A continuación me preguntó si eso era todo. Hizo la pregunta señalando las piezas. Le dije que claro que eso era todo. ¿Qué más iba a haber? Me miró fijamente y repitió su pregunta. Yo respondí que en aquel montón estaba todo lo que había en la construcción. No faltaba nada. Él volvió a mirar las piezas, pensativo, y asintió. Luego las recojo, dijo. ¿Por qué iba a mostrarse molesto? Yo no había destruido nada importante, una mera imagen de aquello a lo que él y los demás niños, incluido su hijo, dedicaban sus peticiones. Mi acción tuvo el mismo efecto que podría tener romper en pedazos una estampa de la Virgen. Entenderá ahora mi necesidad de contarle todo esto. Porque estoy plenamente seguro de que ni usted ni su marido se merecen lo que les desea su hijo, de la misma manera que no se lo merecía Sara. Porque son ustedes normales, al igual que lo era ella y lo soy yo.
*Este cuento fue publicado en "Física Familiar", Editorial Salto de página, 2014.