La luz del sol se deslizaba dentro del cuarto, formando un marco blanco alrededor de la cortina negra y corta que apenas cubría la ventana. El resplandor alrededor de la ventana oscurecida le recordaba al cuadrado negro de Malevich. Suspiró. Vera se hubiera reído de esta ridícula idea. Se sentó a la orilla de la cama, preocupado por sus planes. La caja se encontraba en la sala y él quería salir, abrirla y tener una experiencia mística.
Decidió que cubriría todas las ventanas de la casa. No quería que este momento se convirtiera en un momento para enfrentar la realidad, sino para huir de ella. ¿Quizá debería de cambiarse de ropa? Se había disculpado del trabajo el día de hoy y se había puesto su ropa de ocio por costumbre. Pero, ¿acaso era apropiado? Tal vez lo era. Después de todo, habían pasado la mayoría de su tiempo juntos en los días feriados y fines de semana.
Comenzó su tarea cubriendo cada espejo con un cuidado meticuloso. Una vez que terminó, desempolvó la otomana en la que le encantaba sentarse a Vera.
Tomó el paquete y lo depositó cuidadosamente a un lado de la otomana. Abrió la caja y encontró otra adentro. En el cartón más pequeño estaba una cabeza de unicel que mantenía a la peluca en su lugar. La tomó y respiró profundamente. No olía como ella, pero lucía perfecta. Colocó la peluca sobre su cabello cuidadosamente cepillado. Sentado en silencio leyó la nota escrita en la factura:
“De acuerdo a sus indicaciones, hemos arreglado el cabello de su esposa como en la fotografía que nos ha enviado.”