A principios de la década de los noventa, Playa del Muerto era apenas una franja de arena grisácea, ubicada en la cabecera de Boca del Río, municipio gemelo de Veracruz. Sus dunas ardientes estaban repletas de matorrales llenos de espinas en los que quedaban atrapados troncos secos y botellas de cloro que el río arrojaba durante la temporada de huracanes. No era una playa muy concurrida ni particularmente hermosa (si es que alguna playa en Veracruz lo es realmente): había veces –especialmente durante la pleamar o los temporales– que la playa desaparecía, y ni siquiera las escolleras impedían que las olas invadieran la carretera que unía a las dos ciudades.
Los locales la evitaban: decenas de valientes, chilangos sobre todo, hallaban cada año la muerte en sus aguas traicioneras. “Prohibido nadar” decían carteles coloca- dos a pocos metros del agua; “Peligro Ay Posas”, podía leerse debajo de una burda calavera pintada a mano. La poderosa resaca que empujaba el caudal del río hacia la punta de Antón Lizardo –hogar de la Heroica Escuela Naval Militar– sembraba las escolleras de Playa del Muerto de pozas en donde era fácil ahogarse.
Yo tenía nueve años cuando vi las luces, brillantes como cocuyos contra el lienzo negro de la playa. El otro testigo fue Julio, mi hermano, a quien le faltaban seis meses para cumplir los siete. Destruíamos el hogar de una jaiba celeste, hurgando en la arena con un palo, cuando un breve resplandor nos hizo mirar hacia el cielo: cinco luces brillantes parecieron salir del mar, flotaron unos segundos sobre nuestras cabezas y después huyeron tierra dentro, hacia el estuario.
–¿Vistes? –inquirió Julio, apuntando al horizonte.
–Claro que sí. No estoy ciega.
–Pero, ¿qué es?
–Es una nave extraterrestre –le dije.
Pero ninguno de los adultos nos hizo caso cuando regresamos corriendo hacia la fogata, ni siquiera nuestros padres. Alejados de la fogata, del resto de la gente, nos mandaron lejos antes siquiera de escucharnos.
El Ovni
Nadie recordaba la guerra del desierto, aquel jueves once de julio; mucho menos los escombros del muro de Berlín. Muy lejos estaban la lumbre y la metralla que partían Europa del Este hasta volverla un racimo de llagas. ¿Sendero luminoso atacaba de nuevo? ¿Los campesinos morían de tifoidea y dengue al sur del país? Nada de eso resultaba importante: los ojos de México estaban fijos en el firmamento, esperando el milagro que convertiría al sol en un aro de fuego y a la luna en una mancha. No había otra cosa en la televisión que no fueran tomas del cielo, de las multitudes que esperaban el momento del eclipse total, de pie sobre las azoteas, cuidando de no mirar directamente al sol, como prevenían en los noticieros.
En la ciudad de México, al sur del Periférico, Guillermo Arreguín filmaba el cielo desde su balcón. No le interesaba tanto el clímax del eclipse sino los planetas y estrellas que, según había leído, brillarían con más esplendor gracias al crepúsculo forzado. Cuando la oscuridad fue absoluta, Arreguín hizo un paneo hacia la derecha de su balcón. Ahí fue donde filmó “el objeto brillante”.
El video llegó al noticiero 24 Horas esa misma noche. Para el sábado trece, en un artículo de La Prensa, se hablaba ya de “un objeto sólido”, “metálico”, rodeado de “anillos de plata”. Pero la palabra “extraterrestre” no haría su triunfante aparición antes del viernes diecinueve, en una emisión del programa Y usted… ¿qué opina? Dedicada a debatir la supuesta presencia de alienígenas en la Tierra (con una duración récord de once horas y diez minutos en vivo). En ella, un ufólogo (así se hacía llamar) de apellido Maussán afirmó haber recolectado quince grabaciones adicionales, todas realizadas por personas distintas el mismo día del eclipse. Aseguraba que los videos habían sido sometidos a pruebas que demostraban que el “objeto” en ellos registrado era, en efecto, una nave.
Así comenzó la Oleada ovni en México.
Ese verano aprendí todo lo que había que saber sobre el tema: las abducciones, los complots, la construcción de la Gran Pirámide, los círculos de trigo sobre campos de Inglaterra. Todo aquel fascinante conocimiento se me reveló de dos fuentes: la tele (o más bien, los videos de Luces en el cielo del señor Maussán) y los kilos de comics y tebeos que devoraba cada semana. En cuestión de comics era ñoña hasta lo insufrible: me gustaban Archie, La pequeña Lulú, Las aventuras de Rico McPato y Condorito, y de ahí no salía. Pero la publicación que más me atraía de todo el puesto de periódicos era el Semanario de lo Insólito, esa antología de la morbilidad humana, ese devocionario del espanto, esa enciclopedia acrítica de la foto trucada. Aún ahora recuerdo algunos “reportajes” entrañables: la mantarraya antropófaga voladora gigante de las islas Fidgi; la maestra de primaria con un tercer ojo en la base del cráneo, con el que espiaba las travesuras de sus alumnos; la sombra de Judas ahorcado dentro de uno de los ojos de la virgen pintada en el ayate; y, claro, la autopsia de un cadáver extraterrestre realizada en el pueblo gringo de Roswell.
Gracias a estas edificantes lecturas había podido comprender, a la tierna edad de nueve años, que la extraña luz que había visto en Playa del Muerto en compañía de mi hermano no podía ser otra cosa que una nave interplanetaria, tripulada por pequeños, grises y sapientísimos seres que habían logrado desafiar las leyes del espacio. Posiblemente venían a advertirnos sobre algún próximo cataclismo que destruiría la tierra, ahora que el fin del milenio estaba a la vuelta y la gente seguía enfrascada en guerras estúpidas que mataban gente y chorreaban de petróleo a los pobre pelícanos. Quizás buscaban a una persona que pudiera comprenderlos, alguien a quién legarle su ciencia y sus secretos. Quizás se sentían solos, deambulando por el cosmos en sus naves de plasma y de silicio, buscando, siempre buscan- do un planeta más amable, otros mundos, otros hogares, nuevos amigos en galaxias distantes.
La playa
Después del evento que presenciamos en la playa, Julio y yo tomamos la decisión de vigilar el cielo. Quizás nos tomarían más en serio si grabábamos las pruebas.
Lo malo es que papá se negaba a prestarnos su cámara.
–¿Cómo pueden ser tan pendejos y creer en eso? –decía al vernos con la nariz pegada a la pantalla de la tele, tratando de descifrar los misteriosos signos que dejaban los platos voladores sobre los campos de trigo ingleses.
Papá no soportaba a Maussán. No podía verlo ni en pintura; mucho menos escucharlo repetir sus historias por quincuagésima vez consecutiva. Nos amenazaba con esconder la videocasetera.
–¿No ven la cara de mariguano que tiene?
Pobre papá, no podía comprender. Lo compadecíamos. Pero mamá era diferente. Ella y una amiga suya nos llevaron una noche de vuelta a Playa del Muerto, para que viéramos al ovni.
Había luna llena y el agua, ahí donde se bañaba el reflejo argentino del astro, parecía un enorme espejo. Pero todo había cambiado desde la última vez que estuvimos allí: la playa estaba llena de coches y de gente. Decenas de cuerpos adolescentes cubrían las piedras de las escolleras y se apiñaban en torno a fogatas encendidas con los matorrales secos. Sus autos abarrotaban la plaza de arena, tan cerca de la orilla que el agua salada mojaba las llantas. Los eructos, los bocinazos, los acordes de Soda estéreo ahogaban el murmullo del viento. Los enamorados, amartelados sobre los toldos de los coches, ocultaban sus rostros de los resplandores de las cámaras. Vi hombres de televisoras instalando tripies de acero para filmar el cielo. Vi mujeres gordas destruyendo las dunas a tropezones. Chamacos sangrones señalar el cielo con dedos pringados de helado, preguntando en voz alta: “Mami, ¿a qué horas sale el ovni?”
–Qué chafa –exclamó Julio.
Sin ofrecer explicaciones corrió a jugar al stop nocturno con otros chicos, y yo pensé que no había una manera más cobarde de claudicar a una causa.
Después de unas horas, moría de sueño. Regresé adonde estaba mi madre y me hice ovillo sobre sus piernas. Su aliento olía a vino, sus dedos a tabaco. Hablaba con su amiga del ovni; al parecer unas luces –blancas y rojas– podían verse a lo lejos, pero yo ya no tuve fuerzas para abrir los ojos.
–Tanto desmadre por una avioneta de narcos –dijo mamá.
–Al menos es pretexto pa’ la pachanga –brindó su amiga.
Los muertos
Los primeros reportes de actividad aeronáutica irregular detectada sobre los municipios del Sotavento (Veracruz, Boca del Río, Alvarado y Tlalixcoyan, entre otros) datan de 1989. Los habitantes de este paisaje agreste, ganaderos y campesinos, estaban ya habituados a la presencia de las luces nocturnas. Los más viejos las llamaban brujas; los otros, avionetas. Incluso conocían el nombre de la brecha en donde las naves descendían, un nido de matorrales y alimañas constantemente vigilado por el ejército: el ejido La víbora.
Era una planicie bordeada de esteros, una pista de aterrizaje natural. Para los habitantes de Tlalixcoyan, era común la presencia de soldados en el terreno: la pista era usada por el ejército para realizar maniobras especiales. Por ello a nadie le extrañó que, a finales de octubre de 1991, llegaran cuadrillas a tusar la maleza baja del llano a golpes de machete.
Una semana después, la mañana del siete de noviembre del mismo año, el Ejército, la Policía Judicial Federal y una avioneta Cessna de origen colombiano se vieron envueltos en un sangriento escándalo que apenas logró burlar el apretado cerco de censura del gobierno: integrantes del 13o Batallón de Infantería abrieron fuego contra un grupo de siete agentes federales que perseguía, a bordo de un King Air, a la Cessna detectada en las costas de Nicaragua por el Servicio de Aduanas estadounidense. La avioneta, supuestamente tripulada por traficantes, aterrizó sobre el llano La víbora a las 6:50 de la mañana, seguida del avión la PJF. Los traficantes, hombre y mujer, abandonaron la avioneta con trescientos cincuenta y cinco kilos de cocaína en costales y huyeron hacia el monte, mientras soldados, apostados en dos columnas, abrían fuego contra los federales hasta neutralizarlos.
De aquel suceso recuerdo dos fotos que aparecieron en el periódico local, el Notiver: en una de ellas, siete hombres yacían en hilera sobre el pasto, bocabajo. Eran los agentes acribillados aquel jueves siete de noviembre por elementos del ejército. Cinco de ellos vestían de oscuro; los otros dos iban de paisano, aunque portaban chamarras negras, sucias de tierra y zacate. Todos habían perdido los zapatos.
La segunda fotografía mostraba a un sujeto sentado en el suelo, con el cañón de un fusil muy cerca de su cara. El hombre, que portaba las siglas de la PGR en el pecho, miraba directo hacia la lente. Su lengua parecía hinchada; sus labios, congelados a mitad de un espasmo: era el único sobreviviente de la masacre.
Era diciembre, o quizás enero o febrero, cuando vi aquellas fotos, en el periódico viejo que extendí en el suelo del patio para envolver las hojas secas que junté con la escoba. Y digo que debió haber sido en estas fe- chas –cuando el viento del norte deja desnudas las copas de los almendros– porque a mí me tocaba la ingrata (por diaria) tarea de recoger las condenadas hojas del patio. Recuerdo haber visto las imágenes, recuerdo haber leído un par de entradas más de aquella sección policía- ca extendida en el suelo (recuerdo haberle preguntado a mi madre que quería decir “violación” aquella misma noche) pero tuvieron que pasar más de diez años para que pudiera unir esas dos fotografías con el ovni que vi en la playa, con aquella nave que no transportaba seres extraterrestres sino cocaína.
El gobierno municipal prohibió las visitas nocturnas a las playas durante algunos meses después de la masacre. Así que no pude volver a Playa del Muerto sino hasta finales de 1992. El sitio, para entonces, había perdido todo su encanto. Nuevas escolleras habían ganado terreno al mar y aquello era un hervidero de vendedores ambulantes y turistas; incluso habían retirado los escabrosos letreros con calaveras. Años después, incluso, la rebautizaron: Playa Los Arcos.
Creo que jamás en la vida volví a creer en algo con tanta fe como creí en los ovnis. Ni siquiera en el Ratón de los dientes, o en el Hombre sin cabeza (del que mi padre contaba que todas las noche se aparecía en el Playón de Hornos buscando en el agua su testa arrancada por un cañonazo), o la mantarraya gigante voladora de las Islas Fidji, y mucho menos en Santa Clos o en dios. Todos eran los papás. Todos eran inventos de los grandes.
Dicen los actuales habitantes de la zona que, cuando la luna está ausente, extrañas luces de colores atraviesan la noche hasta llegar al llano. Pero yo ya no tengo ánimos para buscar extraterrestres. Aquella pequeña y regordeta vigilante intergaláctica ya no existe, como tampoco existe Playa del Muerto, ni los valientes idiotas que ahí se ahogaron.