Debería verlo antes de partir -me dijo Wordsworth- Es algo que no se puede perder… Si se atreve, claro.
Wordsworth solía ponerse pedante a ciertas horas de la madrugada, cuando ya sólo quedábamos los solteros y los decididamente alcohólicos en el bar del Grand Hotel des Wagons Lits. En realidad, yo detestaba a ese tipo. Me molestaban su arrogancia y sus aires de superioridad. Pero en el Pekín de 1937, no había mucha gente más con quién compartir una noche de copas. Los japoneses acampaban a pocas millas de la ciudad, preparando la invasión. El gobierno había trasladado la capital. Los occidentales se marchaban. Los pocos que quedábamos vivíamos encerrados en el barrio de las legaciones. Salir de noche se consideraba un suicidio. Aún así, le dije:
-Lléveme. Vamos ahora.
-No me haga sacar el coche si luego va a echarse atrás -dijo Wordsworth, tras una pantalla de humo de cigarrillos.
-¿No me ha oído? He dicho que nos vamos.
En esos tiempos, todo el mundo hablaba del club del Loto. Supuestamente era el más exclusivo de Pekín, pero por eso mismo, nadie admitía ser miembro. Era tal la leyenda del club que yo pensaba que no existía en realidad. Pero Wordsworth, con su enorme boca y su borrachera, acababa de admitir que era socio, y se había ofrecido a llevarme.
-Sólo hay una condición -advirtió-: debe jurar que no contará a nadie lo que ocurra ahí.
-¿Por qué? -preguntaba yo- ¿Qué pasa ahí que sea tan importante?
-He jurado no contarlo -respondía Wordsworth, enigmáticamente.
-¿Y qué pasa si un socio traiciona el juramento?
-A nadie se le ocurriría -sonrió.
Yo también me marchaba. Al día siguiente. Acababa de vender todos los negocios de mi familia en la ciudad. En Londres me esperaba mi prometida Mina, cuya familia poseía un patrimonio considerable. Me preparaba para una vida cómoda pero aburrida. Echaría de menos los fumaderos de opio contrabandeado de Manchuria, las brochetas de alacranes y las prostitutas coreanas. Así que esa noche, no quería dormir. Quería saborear cada segundo en Pekín. Quería aventuras. Y acepté su condición.
-Está bien, lo llevaré -dijo Wordsworth ahora, aplastando su colilla contra un ostentoso cenicero de porcelana-. Será un regalo de despedida. Supongo que se lo ha ganado.
Montados en su Voisin blanco, abandonamos el barrio de las legaciones y penetramos en la China real, entre lámparas rojas de papel y patrullas militares. Wordsworth condujo hasta los hutongs cercanos a la Ciudad Prohibida y se detuvo en uno de ellos, ante una construcción gris y silenciosa.
-¿Está usted seguro? -me dijo mientras apagaba el motor.
Yo asentí con la cabeza.
Nos internamos por un callejón miserable lleno de curvas y bifurcaciones. La luna brillaba intensamente esa noche, y avanzábamos sin dificultad. En algunas esquinas había mendigos durmiendo. Uno de ellos se sacudió bruscamente cuando nos acercamos, y descubrí que estaba lisiado, pero no trató de impedirnos el paso. También escuché el ladrido de algunos perros salvajes, y el sonido de sus mandíbulas cerrándose sobre algo, aunque no conseguí verlos.
Wordsworth se detuvo frente a una puerta, que parecía la más miserable de todo el callejón. Temí que el club fuese un fiasco, un fumadero sórdido para millonarios aburridos. Pero no dije nada. Mi acompañante tocó cinco veces con los nudillos y esperamos mientras el tiempo se congelaba a nuestro alrededor. Tras una breve eternidad, alguien abrió una rejilla del otro lado. A mis oídos llegó un ruido de copas y risas apenas perceptibles. Wordsworth no dijo nada, pero hizo un gesto con la mano, una especie de contraseña visual. Y la puerta se abrió.
Entramos en la sala más lujosa que he visto en mi vida. Arañas de cristal colgaban de los techos, que contra todo pronóstico, eran muy altos, como si la casa fuera más grande por dentro que por fuera. Las paredes estaban cubiertas de mármol y espejos enmarcados en pan de oro. En ese escenario espectacular se celebraba un cóctel. Los caballeros presentes sostenían copas de champán y las damas relucían, forradas en diamantes y terciopelos. Reconocí al embajador francés, al director de la policía, a varios generales del Kuomintang y a algunos rusos blancos adinerados. Si el propio Chang Kai Shek hubiese dado una fiesta, los invitados serían los mismos.
Wordsworth y yo nos mezclamos entre los invitados. Algunos se sorprendían al verme y se alegraban de darme la bienvenida. Pero a mí no me impresionaban especialmente. En cuestión de veinticuatro horas, ellos ya no significarían nada para mí.
-¿Esto es todo? -le pregunté a Wordsworth al oído- ¿El gran club del Loto? Hay fiestas mejores en nuestro barrio.
-Usted no tiene paciencia ¿verdad? -me regañó. Y luego, volviéndose hacia un camarero con una bandeja de whisky, le preguntó-. Mi amigo quiere ver el pozo ¿lo puedes llevar?
El camarero asintió. Dejó la bandeja en una mesa y me guió hacia un patio central, y luego a través de otro salón ricamente decorado con jarrones y dragones de porcelana. Finalmente se detuvo ante una habitación y abrió la puerta. Me invitó a pasar.
Adentro de la habitación, no había muebles. Sólo una lámpara de papel roja colgaba en medio del techo. Y abajo de ella, un pozo.
Me arrodillé en el suelo para asomarme. El pozo tenía unos cinco metros de profundidad y en el fondo, había un hombre, sentado con las manos y pies atados. Pensé que sería un japonés capturado, al que exhibían por morbo y por decadencia. Estaba sollozando. Lo llamé:
-¡Eh! ¿Quién lo ha metido ahí?
El hombre pareció revivir. Alzó las manos y la cabeza, haciendo sonar las cadenas.
-¡Por favor, sáqueme de aquí! ¡Sálveme de esta gente! ¡Están locos!
La voz tenía acento londinense, y de hecho me sonaba familiar. Mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad del pozo. Y sólo entonces lo vi con claridad. Y con horror.
Era yo.
-¡Vendrán en cualquier momento! -siguió rogando. Iba vestido con mi misma ropa, y tenía mi rostro y mi pelo. Era yo, cada centímetro de mí, como en un espejo infernal- ¡Por favor, sáqueme! Le pagaré.
No quise seguir escuchando. Salí corriendo de esa habitación. Atravesé de vuelta el patio, y la reunión. Me perdí en el laberinto hasta que encontré la salida. Y seguí corriendo, mientras amanecía, hasta llegar a mi hotel.
Dos días después, los japoneses entraron en Pekín.
Yo nunca volví a esa ciudad.
*Imagen: Matthew Spiegelman