Después de leer los letreros que anunciaban la cercanía de Natchez Trace, Jorge le dijo a su padre que se hallaban a punto de entrar en reserva y que lo más conveniente era llenar el tanque. Su padre asintió. Mientras me encuentre en este país, dijo, tú decides. Jorge lo miró por un instante y supo que no había caso, que a pesar de todas sus esperanzas él jamás cambiaría. Apenas vio una gasolinera, disminuyó la velocidad.
Una vez apagado el motor del Chevrolet Cavalier rojo, Jorge le preguntó a su padre si quería algo. Un paquete de Marlboro. Bajó del auto, llenó el tanque y entro a la tienda. Se acercó a la cajera, una obesa mujer que poseía, como única y suficiente belleza exterior, un par de ojos verdes de conmovedora, intensa dulzura.
–Would that be all? –preguntó ella. Jorge pidió un paquete de Marlboro. Luego pagó.
–Have a nice day.
–You too –respondío saliendo de la tienda y retornando al Chevrolet. Hacía calor, la humedad adhería la camisa a su cuerpo, las nubes se habían ido disipando a medida que avanzaba la mañana. Gracias, dijo su padre, y encendió un cigarillo. Jorge reanudó la marcha.
–Allá vamos, Willy –dijo.
Jorge obtenía en cuatro días el BA en periodismo y su padre había venido desde Bolivia para asistir la ceremonia. Con lo poco por ver ya visto en Huntsville, la ciudad donde se hallaba su universidad, Jorge había propuesto viajar a Oxford, Mississippi, a conocer la ciudad de William Faulkner. Eran sólo cuatro horas de viaje. Su padre había aceptado. Jorge se había emocionado mucho con la idea, tanto que la tensa felicidad del reencuentro con su padre y la cercana graduación habían pasado por un momento a segundo plano: siempre había querido visitar la ciudad (y siempre algo se lo había impedido) del escritor que más admiraba, del hombre cuyo ejemplo lo incitaba a consumirse en noches y madrugadas escribiendo y a soñar con tornarse escritor algún día. Pero ahora, en la Natchez Trace, rodeado de bosques de pinos y cada vez más cerca de Oxford, Faulkner se había escondido en algún recodo de su mente y sus pensamientos y sensaciones merodeaban en torno a su padre.
Repitiendo un gesto de adolescencia, lo miró de reojo. ¿Es que siempre lo tenía que mirar de reojo? Por un tiempo, después de recibir su llamado tres semanas atrás comunicándole que asistiría a su graduación, Jorge había pensado en la posibilidad de una reconciliación. Tiene que haber cambiado, se decía, después de todo, está viniendo. Hizo planes que incluían largas charlas en algún bar, el calor de buen jazz y cerveza de barril. Le contaría de sus planes y le preguntaría acerca de su vida: ¿Cómo había sido su infancia? ¿Había participado en la revolución del 52? ¿Cómo había vivido su primer amor? ¿Y qué de sus años de exilio en Buenos Aires? ¿Todavía amaba a su madre? Eran tantas las cosas que podía preguntarle que se sintió avergonzado de saber tan poco de él: sí, había sido un imbécil incapaz del primer paso. Recordó la tarde en que había golpeado la puerta cerrada de su despacho, y una voz quebrada le preguntó qué quería, y él dijo que si le podía dar algunos pesos para el cine, y la voz respondió que sí, por supuesto que sí, y cuando se abrió la puerta Jorge vio un rostro de inconsolable tristeza, pero al rato sintió las monedas en su mano y se despidió. Nunca más, hasta ahora, había vuelto a recordar aquel rostro.
La desolación era excesiva en Natchez Trace: uno que otro auto de rato en rato, una que otra ardilla. A los bordes del camino, en extraña y fascinante combinación, árboles secos color polvo, dignos del otoño, alternaban con el esplendor primaveral de árboles pródigos en verde. Jorge se hallaba cansado de manejar. Volvió a mirar a su padre que, en silencio, fumaba y contemplaba el paisaje. Pensó que si de algo estaba seguro era de no haber sido él el culpable del distanciamiento. Recordó el encuentro en el aeropuerto, el abrazo frugal, las escasas palabras; recordó los dos días siguientes hasta el día de hoy, el retorno de esa sensación de la inminencia de una comunicación que siempre tenía cuando se encontraba con su padre: comunicación que muy pocas veces se realizaba: en general, la elusividad los regía, las palabras no eran pronunicadas, los sentimientos no eran expresados. Él no lo hacía porque esperaba que su padre tomara la iniciativa. Y su padre, ¿por qué no lo hacía? Al venir hasta acá, ¿no lo había hecho? Esa había sido la primera conclusión, pero ahora Jorge no podía menos que pensar que su padre había decidido asistir a la graduación porque quizás se sentía obligado a estar presente en ella.
Y aquí estaban, pensó Jorge, alejados del país y sin intercambiar entre ellos nada más que lo necesario, acaso contando los minutos para que la ceremonia de graduación concluyera y ambos pudieran retomar sus vidas. Pensó increparlo, preguntarle qué cuernos le sucedía, si pensaba quedarse callado hasta el día de su entierro. Pero no, sabía que no lo haría: era incapaz de esos desbordes temperamentales. En ese instante, una idea lo estremeció: al reprimirse, ¿no ponía en movimiento una cualidad heredada de su padre? ¿No se parecía a él más de lo que se hallaba dispuesto a aceptar? ¿No se hallaban unidos por medio de una compleja relación especular? Jorge se imaginó a sí mismo dentro de veinte años, sentado en silencio y fumando al lado de su hijo, mientras este manejaba un Chevrolet Cavalier rojo en dirección a Oxford.
–Hace años que no leo a Faulkner –dijo su padre–. Tengo muy buenos recuerdos de él. Un tiempo fue mi gran pasión.
–¿De veras? –dijo Jorge. Un Mazda los sobrepasó a gran velocidad; pudo distinguir que una mujer lo conducía.
–Fue en mis días de exiliado, cuando vivía en una pensión de quinta. Tú tuviste suerte. Yo no tenía un centavo para extras y mi compañero de cuarto era un cordobés que se la pasaba leyendo. Yo leía sus libros. Recuerdo un montón de novelas de Perry Mason y otro tanto de Faulkner, qué combinación. Perry Mason me gustaba mucho: lo leía y punto, todo se acababa ahí. Faulkner era otra cosa, difícil de entender, pero magnífico, magnífico. Y, ¿lo creerías?, hay frases e imágenes que jamás pude olvidar. Recuerdo, sobre todo, un personaje: Bayard Sartoris. Nunca olvidaré su melancolía, sus alocados viajes en auto, en caballo, en aeroplano… También recuerdo a Temple Drake, así creo que se llamaba, ¿no? Y el cuento de la mujer que dormía con el cadáver de su novio. Y ese otro, el del establo que se incendió y el chiquillo que no sabía si ser fiel a su padre, al llamado de la sangre de la familia, o a sí mismo.
Hizo un pausa.
–Oh, sí, Faulkner, el gran Faulkner –continuó–. ¿Sabías que por unos días quise ser escritor? Sí, estoy hablando en serio, el prosaico ingeniero que tú ves aquí quiso un día ser escritor… Pero claro, lo único que hacía era remedar torpemente a Faulkner. Después de unos meses de hacer el ridículo, renuncié. Y, lo que es la vida, al año el cordobés se fue y nunca más volví a leer a Faulkner. Pensé hacerlo varias veces, pero nunca lo hice. Y ya ves, treinta años pasaron como si nada y jamás lo hice.
Jorge quiso decir algo. No supo qué.
–Tu pasión por Faulkner me hizo recordar mucho esos días –continuó su padre, que hablaba sin dejar de mirar hacia el horizonte–. Nunca me mostraste tus escritos, pero confío en que tú no renunciarás. Confío en que lo tuyo no es pasajero y en que escribirás las cosas que yo no pude escribir. Y volverás a decir a todos, porque es necesario volver a decir de tiempo en tiempo, que entre el dolor y la nada es necesario elegir el dolor. Que amor y dolor son una misma cosa y quien paga barato por el amor se está engañando. Que no hay mejor cosa que estar vivos, aunque sea por el poco tiempo en que se nos ha prestado el aliento.
Jorge se desvió del camino y apagó el motor.
–Papá… –dijo–. ¿Me puedes mirar?
El padre, lentamente, giró su cuello y enfrentó sus ojos a los de Jorge.
–Nuestra relación no ha sido precisamente ejemplar, ¿no?
–No tenía por qué haberlo sido. ¿Conoces alguna?
–Pero podía haber sido mejor.
–Podía.
–¿Ya es tarde?
–Hay cosas de las que es mejor no hablar.
–Te quiero mucho, papá. Muchísimo.
–Ya lo sé –dijo el padre, y le tomó el hombro derecho con la mano izquierda. Fue un caricia suave, fugaz–. Ahora vuelve a manejar.
–Me gustaría charlar un rato.
–Podemos charlar mientras manejas.
Jorge hizo una mueca de disgusto, encendió el motor y reanudó la marcha.
El disgusto, sin embargo, no duró mucho. Al rato, pensó que las cosas se habían dado de esa manera y que de nada valía lamentarse por lo no sucedido. No valia la pena amargarse por todas las palabras no pronunciadas y todos los sentimientos no expresados. Más bien, todo ello le daba más fuerza y significado a los escasos encuentros que se daban entre ellos. Habrá más Faulkners, se dijo. Es cuestión de excavar.
Enfrentando con la mirada la excesiva, intimidatoria belleza que los cercaba, Jorge dijo en voz alta que el día era muy hermoso.
–Sí –dijo su padre–. Muy hermoso.
Y Jorge esbozó una sonrisa ambigua, acaso sincera, acaso irónica.