חואן קרדנס

Por la trocha

חואן קרדנס

Por la trocha

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Casi, casi pero no pude. Algo me despierta, un ruido. Tengo la entrepierna toda empapada, no alcancé, sigo medio dormida. Casi, casi pero no. El viento sopla en el cafetal, quizás la rama de un árbol que cayó sobre los arbustos. Me da risa y un poco de vergüenza porque estaba soñando con Johnnier, el muchacho que cuida la finca entre semana.

Por la tarde fui a pedirle las llaves de la casa y sentí algo raro en su manera de extender la mano. Algo en su olor, en esos andares suyos como de simio que normalmente usa para intimidar a los demás. Solo que esta vez parecía caminar así para agradarme, con un tumbao medio irónico, la ironía dirigida contra él mismo, coqueto, como si dijera: ¿te has dado cuenta de que camino así, tipo simio? ¿Te has dado cuenta de que utilizo muy bien esta pose de bestia y que consigo parecer menos avispado de lo que realmente soy?

Quizás me estoy inventando todo. Sigo medio dormida. Debería abrir los ojos y asomarme a la ventana o al pasillo para ver qué fue ese ruido. No es la primera vez que me equivoco leyendo rituales de apareamiento donde no los hay. Luego voy, me lanzo y hago el ridículo, me expongo mucho, hago que mi deseo salga así nomás, sin filtro. La cantidad de chascos que me he llevado. Mis amigas dicen que una mujer tiene que hacerse desear. Yo nunca supe cómo ni por qué una mujer se hace desear. Si yo quiero algo lo pido. A mis amigas les parece que esa actitud desafiante es más propia de un hombre. Johnnier, lo veo ahora con absoluta claridad, es mucho más inteligente de lo que aparenta. ¿Y si fuera a buscarlo a su casa? ¿Y si me levantara, si saliera a la oscuridad y ensillara la yegua y cabalgara en plena noche para ir hasta su casa? Es mucho trabajo, sobre todo porque la yegua está descansando y sé que no le gusta que la despierten a deshoras. Se enoja, se pone arisca y revira. Pero, ¿y si me animara a hacerlo? Nada me lo impediría. Nada. ¿Si me fuera por el camino estrecho, el que baja por la loma, atraviesa el potrero malo junto a la ruina de la antigua casa, bordea el río, lo cruza por un puente de guadua y, después de remontar otra loma empinada, llega hasta la casa de Johnnier, si llegara a la casa de Johnnier y llamara a su puerta y, después de inventarme alguna excusa para estar allí a esa hora, si él me hiciera pasar y me ofreciera un tinto o lo que fuera, o incluso un aguardiente? La idea de hacer eso me despierta, ahora sí, del todo. Los ojos abiertotes en la oscuridad animal de mi plan: cabalgar en medio de la noche para ir a tocarle la puerta a un campesino y encamarme con él. Cumplir en la vida real lo que hace unos segundos estaba paladeando en sueños. La verga durísima de Johnnier en mi mano. En mi boca. En otras circunstancias me parecería una osadía, pero estamos en el campo. Aquí hay otras reglas. En el campo, si vos querés, podés.

Ahora que lo pienso, tengo una arrechera que no es normal. No es la arrechera que germina desde el interior del cuerpo, no son esas ganas de cualquier día. Esta arrechera viene de afuera. Está aquí adentro de la pieza, sube de la superficie de la tierra y ahora, con los ojos bien abiertos, me parece ver una neblina negra, un poco más negra que la negrura del ambiente, que se va metiendo dentro del cuerpo y luego, por puro capricho, sale por mi boca y se retuerce en las tallas de la cabecera para ir deslizándose sobre las cobijas otra vez, donde por fin vuelve a entrar en el cuerpo como pasada por un cedazo. Está aquí adentro pero viene de afuera. Por el enorme peso del mundo que se hace sentir ahí afuera, uno entiende que esta arrechera se forma en lo profundo del cafetal, en el ruido de pasos sobre las hojas secas, en la piedra recalentada que se fue enfriando con el avance de la oscuridad, en el nido inexplicablemente vacío que deja el azulejo entre las ramas de un guamo. Una rama podrida que cae y me despierta.

Hacerse desear. ¿Tendrá razón mi madre? O sea, saber callar, saber atraer la atención sin estridencias, capturar la mirada del otro y quedarse quieta como una cosa linda y pasiva. La inmovilidad y el silencio, la hábil administración de estas dos variables parece estar en el corazón del método. Normalmente me repugnaría asumir esa postura con cualquier hombre de la ciudad, lo encontraría denigrante, pero, ¿no fue eso mismo lo que hice esta tarde cuando Johnnier me estaba entregando las llaves y se pavoneaba como un simio? Fui cordial y distante, cualquiera diría que fui seca. Y a la vez, me dejé observar, dosifiqué sonrisas, me quedé perfectamente inmóvil para reducirme a una cosa linda que mira y, sobre todo, callé con dulzura y callé con firmeza porque la finca es mía, la compré yo con mi trabajo, con mi esfuerzo, con mi independencia. Yo soy la patrona, así que vamos jalándole al respetico. Algo así debí de transmitir con la mirada. Pero quizás me demoré más de la cuenta admirando la corpulencia de Johnnier, ese modo amenazante y cadencioso de dejarse caer para un lado y para el otro, el rostro como una superposición de transparencias con las fisonomías de varios animales, un oso encima de un murciélago encima de un caimán encima de un gato. El viento sacude el cafetal en rachas impredecibles que se intercalan con un silencio seco y largo. Tengo la entrepierna muy mojada, la arrechera no cesa, al contrario, se desparrama en la hondura de la oscuridad.   

Vaya a saber en qué momento me levanto de la cama y a tientas busco la ropa, lo primero que encuentro por ahí tirado, los bluyines salpicados de barro, un saco de lana, las botas de caucho, la ruana cortaviento, el morral con cosas y el machete por si acaso, uno nunca sabe.

Salgo de la casa, atravieso el corredor sin encender ninguna luz, me acerco al establo. No quiero que la yegua se sobresalte, que recele de mí. Bastante me ha costado congeniar con ella, aprender a montarla sin provocar entre los jornaleros una risita jocosa. Pero la yegua ya está despierta y al ver la gelatina de sus ojos abiertos en la oscuridad tengo la impresión de que lleva todo este rato esperándome. Aparto la reja mientras hago chasquear mi lengua y palpo con la boca el olor a bestia noble que lleva concentrándose toda la noche en el establo. Le acaricio el pelo de la nuca. Parece cómoda, lista para emprender la aventura. La ensillo sin problema, luego la saco del establo tirando de la brida. A la luz de la luna, se deja montar, el peso de mi cuerpo menudito no la mueve ni un centímetro, apenas resopla. Qué delicia cabalgar en una noche clara. Cualquier atarván se pondría a silbar. Yo prefiero que el ruido nocturno me vaya dictando el paso. Oculta detrás de unos cafetos que debo apartar con el machete, se abre la trocha seca, un poco polvorienta porque hace días que no llueve. La yegua se va internando por ahí, maciza, briosa pero lenta. Sabe adónde vamos, sabe por dónde. Y como ella se hace cargo de llevarme, yo me distraigo y mi cabeza se va volando como a lomos de otro animal y así cobra forma un pensamiento extraño: esta finca no es mía. O sea, yo soy la propietaria. Yo la compré con mucho esfuerzo hará cosa de un año. Las escrituras están a mi nombre. Pero esta finca no es mía. La propiedad es un sentimiento. A veces de arraigo, a veces de dominación o una mezcla de ambas cosas. Pero yo en el fondo no siento nada de eso. No me siento ni arraigada ni dueña. Eso me lo puedo decir a mí misma con total libertad ahora que voy cabalgando en la oscuridad, alimentando la sensación de que me estoy metiendo en el interior del paisaje, vale decir, en el cuarto de máquinas del paisaje donde ahora, con el ojo acostumbrado a la tiniebla, me parece que puedo ver por fin el funcionamiento de sus engranajes, su complejo sistema de apariencias. El centro mismo, la fábrica donde se produce eso que de día nos parece tan pintoresco y tan bonito, tan inmóvil, haciéndose desear bajo la luz, en silencio, devolviéndonos la mirada. ¿Por qué compré esta finca? ¿Por qué me vengo para acá todos los fines de semana, muchas veces sin ninguna compañía civilizada? Y esta arrechera tan brava, ¿de dónde viene? La musculatura de la yegua mantiene la carga eléctrica viva entre mis piernas. Ya voy, Johnnier, ya llego. Voy a llegar a tu puerta, voy a llamar, primero con golpes suaves. Te voy a despertar, quizás. O quizás ya estés despierto, pensando en mí, esperándome. Dudando si deberías o no ensillar tu caballo para ir a buscarme, aunque yo sé que no te atrevés, sé que a pesar de todo me tenés respeto y un poquito de miedo porque sabés que yo soy la que manda. La arrechera forma palabras que se superponen dentro de mí como el follaje entre las sombras. La yegua avanza y avanza por el cafetal, recorriendo de memoria la trocha y casi me parece mentira que yo esté aquí, haciendo esto, a esta hora. Otra idea loca que se va destilando: que esta maquinaria secreta del paisaje podría ser parte del sueño de otra persona, las figuras, los arquetipos de un inconsciente ajeno. Que este paseo nocturno a caballo podría ser la fantasía misógina de alguien más que en este momento duerme y me sueña. O podría ser yo misma quien sueña. Podría ser yo misma otra persona, ahora mismo, un hombre, por ejemplo, que inventa todas estas cosas en una pesadilla. Y entonces esta yegua ya no sería una yegua sino mi pene. Y la trocha en el cafetal ya no sería una simple trocha que atraviesa un cafetal sino una alegoría. Algo más. Otra cosa. El emblema de quién sabe qué trauma. Esta idea, no sé por qué, me recuerda que traigo una linterna en el morral. Pruebo a ver si funciona y funciona, un chorrito desvaído de luz amarillosa huye espantado del aparato como el genio bobo de una lámpara. El follaje muestra algo de su color, inmovilizado por la sorpresa, aunque a la vez todo parece retorcerse de disgusto por la fealdad de la luz. Antes de apagar la linterna y sin ningún motivo en particular, alumbro varias porciones de mi entorno: las copas de unos árboles, una cerca de alambre de púa, el suelo. Este pequeño acto de magia hace que se me venga a la cabeza otro tiempo lejano, un recuerdo que llega como caído de una rama. Yo era niña, debía de tener unos siete años, y mi papá me había llevado de paseo a un lugar muy parecido a este. Mi papá trabajaba como abogado en una empresa pequeña que vendía repuestos para camiones de carga pesada. Una vez al año, el dueño de la empresa organizaba un paseo a alguna de sus propiedades, pero solo invitaba a un pequeño grupo de empleados que, según su concepto, habían hecho méritos suficientes. Ese año le tocó a mi papá, por primera y última vez, formar parte de la comitiva, y él prefirió llevarme a mí antes que a mi mamá, porque solo se podía llevar un acompañante y a mi papá le pareció que yo disfrutaría mucho más de ese paseo en el que podría ver el campo, jugar con otros niños, nadar en el río y quizás, solo quizás, montar a caballo. No recuerdo haber hecho nada de eso, ni siquiera recuerdo que hubiera más niños. Solo otros empleados con sus esposas, comiendo un plato de sancocho detrás de otro, tomando cerveza y aguardiente. Por la tarde ya estaban borrachos, incluido mi papá, que llevaba todo el día incómodo, hablando solo por los rincones, caminando de un lado a otro de un corredor con una botella de cerveza en la mano, fumando sin parar. Yo jugaba sola en un costado de la casa y estaba empezando a aburrirme de mí misma cuando vi que mi papá se apartaba de los demás y se sentaba encima de una piedra enorme al borde de un barranco. Ya había visto a mi padre borracho y triste muchas veces, pero nunca antes lo había visto así de pensativo, como si la parte más dura de su espíritu estuviera siendo triturada, reducida a polvo en un mortero. Me acerqué y me acuclillé a su lado, pero no pronuncié palabra. Mi viejo me miró con una sonrisa amarga. Desde el borde de ese desbarrancadero se veía un paisaje lindo, muy parecido a este de aquí, las colinas de cafetales, los guamos, los guaduales, los guayacanes florecidos y algunos potreros con vaquitas. Los ojos de mi papá se bebían ese paisaje. Fumaba y bebía, fumaba y bebía. Allí, me dijo de pronto señalando hacia el barranco, ¿ves ese árbol quemado? Está quemado porque le cayó un rayo en el 47. Tu bisabuelo pidió que lo enterraran debajo de ese tronco chamuscado y allí está, si es que a algún gañán no se le ha ocurrido abrir la tumba pa buscar una guaca. Y aquí, al pie del barranco, donde están esas barras de hierro y esas poleas viejas, allí paraba el tren y se subía la carga de café que luego se llevaba en ferrocarril hasta Buenaventura. Un café de primera sacábamos aquí. Y por toneladas. Y estas fincas producían lo que usté quisiera, desde panela hasta plátano, yuca, carne, huevos, de todo. Se daba lo que uno sembrara. Mi bisabuelo llegó aquí con una mano atrás y otra adelante y después de batear oro en unas quebraditas por allá por Bolívar, con mucho esfuerzo, juntó y juntó de a poquitos hasta que pudo comprar las primeras tierras. Luego compró las de al lado y así hizo crecer la finca. Qué felicidad tan berraca la que vivimos aquí en esos años. Vos no te podés imaginar lo que era eso. Lo que pasa es que nada es para siempre. La felicidad dura muy poquito. Perdimos todo. Mejor dicho, nos lo quitaron. Al abuelo lo mataron. A sus hermanos también. Solo quedaron las mujeres y los niños. Y claro, uno sin tierra no es nadie. Oíme bien, uno sin tierra no es nada, es menos que nada, uno sin tierra es menos que un animal.

Mi papá se quedó un rato largo en silencio, fumando y bebiendo, fumando y bebiendo y al final me preguntó: ¿vos te imaginás que todo esto que ves aquí fuera tuyo? ¿Te imaginás que ahora mismo podríamos tener caballos y montar por esos potreros, vos y yo, viendo el ganado, los cultivos? Recuerdo haber hecho un gran esfuerzo para imaginármelo.

Unos días después de ese episodio mi papá renunció al trabajo en la empresa de repuestos. O quizás lo despidieron, no sé. Todo iba mal en esa época. Vivíamos muy justos de plata, yo iba a un colegio mal administrado por monjas españolas, mi mamá era cajera en los Almacenes Ley. A los pocos meses mi papá se separó de mi mamá y ya no lo volvimos a ver nunca. Dicen que se fue a vivir al Caquetá con otra mujer y otros hijos. También dicen que se volvió narco en Panamá y que trabajó con los hermanos Rodríguez Orejuela. Dicen que está preso en Estados Unidos y que tiene muchas tierras a nombre de testaferros. En fin, dicen un montón de cosas. Nunca me he preocupado por saber qué ha sido de él realmente. Tampoco le guardo rencor por habernos abandonado. Mi mamá fue feliz sin él y yo también, pude estudiar, dar clases en la universidad, ahorrar y hasta comprar finca.

Ahora la trocha deja el cafetal y empieza a estirarse en lo que aquí llamamos el potrero malo, el potrero donde el ganado no puede pastar porque se enferma. Desde aquí se ven las ruinas de la casa antigua, iluminadas por la luna. ¿Quién habrá vivido allí? O mejor, ¿desde cuándo nadie vive allí? Es la primera vez que me da por pensar en los propietarios anteriores. Durante unos instantes me entretengo en la fantasía de la ruina y, sugestionada, empiezo a ver cosas que se mueven en el hueco de las ventanas de la casa y me parece que oigo sonidos raros cuando las rachas de viento atraviesan lo que queda de la construcción. Voces, murmullos. Me da escalofrío y siento miedo por primera vez desde que se me ocurrió el disparate de salir a esta hora. Prefiero no mirar hacia la casa. Acelero el paso. La yegua también está nerviosa, no sé si porque le he transmitido el miedo o porque ella también percibe algo allí. Tengo pavor de mirar hacia atrás. De repente siento que me vienen siguiendo hace rato. Se me eriza todo el pellejo. Solo puedo mirar hacia adelante y cabalgar. La yegua responde bien. Somos aliadas en esto, me tranquiliza sentirlo así. Pronto acaba el potrero malo y, pasando una zanja poco profunda, ya se ve el río, que en esta época del año baja frío y poco caudaloso. No quiero mirar atrás. Solo quiero llegar a la casa de Johnnier. La yegua ya no trota sino que ya galopa a la luz de la luna. Me asusta que podamos caernos pero me da más miedo detenerme y mirar atrás. Al llegar al puente de guadua, la yegua se detiene bruscamente. Oigo mi respiración agitada creciendo a mi alrededor y por momentos tengo la impresión de que esa respiración se desdobla, que le salen ecos, sombras alrededor, como si hubiera otra persona delante de mí, respirando con la misma fuerza, con el mismo miedo. La yegua sabe que no puede pasar el puente conmigo encima. Sabe que tengo que bajarme y guiarla tirando de la brida. Y eso hago. Desmonto sin mirar atrás, me pongo delante de la yegua. Entonces tengo que decidir sin me conviene más usar la mano libre para iluminarme con la linterna o para blandir el machete. Opto por lo segundo porque no está tan oscuro. Se ven bien las guaduas. Y si alguna amenaza se materializaba en ese momento la linterna no me serviría de mucho a la hora de defenderme. Lo que una tiene que hacer para echarse un polvo en este lejero. Esa idea me hace reír y la risa me calma.

Al llegar al otro lado del puente vuelvo a montar. La yegua también parece más tranquila. Se ve que era yo quien la estaba asustando con mis imaginaciones.

Subo por la pendiente al galope y por fin aparece la casa de Johnnier, que tiene un aspecto apacible. La casa de un hombre bueno y trabajador, pienso. Hay una luz encendida. De todas formas, antes de desmontar, hago pasear a la yegua por delante de la fachada para anunciarme como hace en estos casos la gente de por aquí, con el ruido de los cascos. Nadie sale a asomarse a las ventanas.

Finalmente desmonto, amarro a la yegua y llamo a la puerta. A estas alturas compruebo que no queda en mi cuerpo ni rastro de la arrechera que me trajo hasta aquí. Pero ya es muy tarde, ya hice la locura, ahora toca asumir lo que venga.

La puerta se abre. Johnnier me mira con una cara ilegible. No entiende nada.  

Buenas noches, dice, tímido. Le pregunto si puedo pasar. Él se aparta y me deja entrar. No disimula su perplejidad. Me da miedo dormir en mi casa, digo mientras él me ofrece una silla de madera. Johnnier piensa un rato largo lo que va a decir. Puede dormir aquí, dice. Solo hay una cama, pero yo no tengo problema en dormir hoy en la hamaca. Igual no creo que pueda dormir, dice bajando la voz.

Al rato se pone a colar café. ¿Y de qué le da miedo?, pregunta. Y yo: no sé, me despertó un ruido.

Mientras hierve el agua, Johnnier se sienta frente a mí en otra silla y saca una botella de aguardiente. Me doy cuenta de que lleva horas bebiendo y que está borracho, aunque sabe disimularlo, en parte gracias a su corpulencia y a su habilidad para parecer firme, mirando a los ojos sin decir nada.

Yo también tengo miedo, dice, por eso no puedo dormir. Y yo lo miro sorprendida. ¿Miedo de qué?, pregunto.

Miedo de las brujas, contesta. Me dan miedo las brujas. ¿Qué brujas?, insisto. Pues las brujas, dice, las de aquí. Están por todas partes. Me dan miedo. Mire cómo me dejan, se queja, casi sollozando, y me enseña unas cicatrices que le marcan toda la piel de la espalda. Viven en la casa vieja esas brujas del demonio. Yo ya no puedo más. Mañana mismo me voy de aquí.

 

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