Había pasado toda la mañana en la cocina terminando tres tortas que debía entregar esa tarde. A su espalda el televisor repetía las imágenes del atentado, siempre las mismas desde hacía dos horas. Amanda no prestaba atención a lo que estaban diciendo. Sus dos hijas, en cambio, tenían la vista fija en la pantalla. A veces Amanda las veía como si fueran dos cajitas de piel caliente y hubiera querido abrirles la cabeza para saber en qué pensaban.
Desde el divorcio, las chicas no mostraban interés por nada, salvo por la televisión y por la ropa. El televisor tenía que estar siempre encendido, clavado en el canal 57 (el canal de noticias de la televisión británica), y cada mañana tenían que tener un conjunto de ropa limpia para ponerse: bombachas, medias, pantalones, camisetas y el delantal de la escuela. Todo tenía que oler como recién salido del lavarropas. No habían necesitado pedirlo, ni dijeron nada. Hacía meses que sus hijas no le hablaban ni conversaban entre ellas cuando Amanda estaba ahí. Simplemente habían empezado a olfatear la ropa que les dejaba sobre la cama y se negaban a ponerse lo que ya habían usado. Amanda tardó solo un par de mañanas en entender lo que querían y, quizá para que un capricho no se convirtiera en un drama más, se adaptó a la nueva rutina sin discusiones. Alguna vez pensó en dejarles algo sucio para ver qué pasaba; quizá le hablaran, o se pusieran a llorar. Cualquier cosa. Porque en el fondo extrañaba sus vocecitas. Las voces de las niñas le resultaban una especie de ficción. Demasiado dulces, y agudas, y parecidas entre sí. Eran, para ella, como las voces de mujeres en miniatura. De noche Amanda pegaba la oreja a la puerta del cuarto de las chicas para escucharlas.
Sus hijas intentaban comunicarse entre ellas en inglés. Era una conversación torpe, interrumpida por preguntas y correcciones. Amanda no sabía inglés, pero era fácil darse cuenta de que se ponían de acuerdo anticipándose a lo que podría pasar al día siguiente. La mayor era la que más hablaba, incluso pensó que se estaba volviendo un poco autoritaria, y también era la que sabía cuándo bajar la voz para que Amanda no escuchara nada de verdad importante. Una noche las escuchó hablar del padre. Amanda entendió una sola palabra y le sobró.
Dos semanas atrás, recorriendo las góndolas del supermercado, Amanda había descubierto un desodorante para la ropa. El envase era de plástico y desde la etiqueta una pareja sonreía mirando a cámara. Ella tenía el ojo izquierdo ligeramente extraviado. A esa hora sus hijas estaban en la escuela, a quince cuadras del supermercado, pero Amanda miró a los costados como si temiera ser descubierta probando el perfume en una esquina de su camisa. Olía a suavizante para la ropa, un aroma dulce y artificial. A la mañana siguiente, antes de despertar a las chicas, roció con el perfume la ropa que habían usado el día anterior y la planchó para que perdiera la humedad y para que el olor no estuviera tan concentrado. Las chicas olfatearon cada prenda y se vistieron como si nada. Amanda sintió que el alivio se le instalaba en el estómago y preparó un buen desayuno. Luego pasó quince minutos peinándolas hasta que quedaron conformes. Cuando terminó, una trenza perfecta colgaba de la cabeza de cada una de sus hijas y hasta los hombros. Desde el balcón del cuarto piso, las vio caminar rumbo a la escuela. Iban de la mano, la trenza de cada una se movía como un péndulo, dos péndulos idénticos y sincronizados. Amanda imaginó que eran dos ratones a cuerda. Las chicas pararon a mitad de cuadra, intercambiaron una mirada y se soltaron el pelo. A Amanda le pareció que se reían. Hacía meses que tampoco las escuchaba reír.
Cuando las tortas estuvieron listas, las guardó en sus cajas, protegiendo la decoración con unas tiras de cartón, y llamó a la clienta. No hacía falta que fuera personalmente, le dijo, mandaría un remís a su casa para retirarlas. La clienta le daría un sobre al chofer con el cheque.
Amanda lavó los últimos platos, se sacó el delantal y se sentó al lado de sus hijas, que seguían las imágenes del atentado. Por lo que pudo entender, había estallado una bomba en un shopping de Londres. Todo había pasado ese sábado a la mañana, cuando los negocios estaban abarrotados de clientes. Hasta el momento contaban al menos quince muertos y decenas de heridos.
Las imágenes le llamaron la atención. Casi no había sangre, ni escombros, ni humo. Las cámaras evidentemente no habían podido llegar hasta el shopping y los del informativo tenían que arreglarse con lo poco que se podía filmar a más de dos cuadras del atentado, con los testimonios de los testigos, sobrevivientes y autoridades y con los pocos videos caseros que habían ido llegando al canal. Lo que pensó fue que a todo eso le faltaba realidad. Amanda lo dijo pero sus hijas la miraron como si no la entendieran, como si fuera ella y no la conductora del noticiero la que hablaba en otro idioma.
El timbre la hizo saltar de la silla. Era el remís.
Amanda bajó con las dos primeras tortas y, ya en la calle, se quedó mirando al chofer del Peugeot azul. Era un hombre de unos cincuenta años, grueso y morocho, de bigotes anchos. El ojo izquierdo le temblaba y el derecho brillaba con picardía infantil. El hombre abrió la puerta trasera del auto y señaló el asiento invitándola a subir.
–Son solo las tortas –dijo Amanda–. Tres tortas.
El chofer sonrió.
–Se pierde el paseo –dijo.
–¿Cómo va a hacer para que no se muevan? Si se llegan a caer es un desastre.
–Les ponemos cinturón de seguridad.
–Qué gracioso.
Amanda apoyó las tortas en el techo del auto y fue a buscar la que faltaba.
En el departamento, la tele seguía encendida, pero sus hijas ya no estaban en la cocina. Llamó a la mayor por costumbre, porque no le gustaba que estuvieran fuera de su vista. No respondió. Volvió a la calle y descubrió que el chofer tenía resuelto el problema: las dos primeras tortas estaban en el baúl del auto –un baúl tan impecable y perfumado que le recordó el cajón de su ropa interior–, acomodadas en una bandeja de plástico en la que iban a entrar las tres tortas sin tocarse y protegiéndose unas a otras de los vaivenes del viaje.
–Sugerencia de la señora –dijo el chofer con una sonrisa–. Piensa en todo.
–Bien.
Cinco minutos más tarde, las tortas estaban en camino y Amanda volvía al departamento con el cheque en el bolsillo de su jean. Entonces descubrió que el televisor ya no estaba en la cocina. El silencio era incómodo. Un cable negro y grueso atravesaba el living cortándolo en dos y entraba al dormitorio de sus hijas. Amanda golpeó pero no le respondieron. Aunque el volumen estaba bajo, aún podía escuchar la voz de la periodista británica. Golpeó una vez más y tampoco respondieron. Se quedó parada junto a la puerta, en silencio. Podía ver cada centímetro de ese dormitorio al que no la dejaban entrar, pero necesitaba saber dónde habían colocado el aparato, dónde estaban sentadas ellas, cuánto había cambiado el cuarto rosa de sus hijas con esa intrusión. Tuvo ganas de llorar y al mismo tiempo sintió que la habían liberado.
Volvió a la cocina. Ahora podían entrar los sonidos de la calle. Abrió la ventana del lavadero para que también entrara algo de aire fresco y se sentó en una de las banquetas. Tenía puestas unas sandalias de cuero marrón que le sujetaban el empeine y dejaban los dedos a la vista. El segundo dedo era más largo y le daba a la punta de sus pies una forma triangular. Era una marca de familia. Su padre, sus hijas, y alguien le había dicho que incluso su abuela, tenían exactamente los mismos pies flacos y triangulares. La piel blanca dejaba traslucir una vena gruesa y azul que cruzaba el empeine y latía cerca del talón. Amanda se inclinó para apretarla y sintió la presión de la sangre. Apretó más fuerte y el latido se convirtió en un dolor soportable.
Sonó el teléfono.
–¿Hola?
–Divinas, quedaron divinas. Y preparate, porque si están como las otras, mis amigas se van a caer de espaldas. En una semana te llenás de trabajo.
–Ojalá.
–¿El cheque estaba bien?
–Perfecto.
–Bueno, corazón, trabajá todo lo que quieras, pero acordate que en tres meses es lo de Mariana y te quiero toda para mí. La semana que viene vamos a elegir el menú.
–Mejor le llevo el catálogo a su casa.
–Regio.
–Espero su llamado entonces.
Amanda sonrió y miró a su alrededor. La mesa estaba llena de fuentones limpios y apilados. Había moldes de aluminio, una manga de plástico, frascos de especias, cucharas relucientes. También había un medidor y una fuente con duraznos, peras, frutillas y guindas que perfumaban el aire. Sobre la mesada, ocho platos de postre, seis tazas, la licuadora, la batidora eléctrica, el frasco con azúcar, la esencia de vainilla, las ramas de canela, el chocolate y el queso. En quince minutos todo estaría en su lugar. En otros quince minutos todo volvería a empezar: se acercaba la hora de la cena.
Amanda caminó por el living y a lo largo del pasillo junto al cable negro del televisor como si fuera una mecha que le indicaría dónde empezaba todo y cuándo iba a terminar. Golpeó la puerta del cuarto de las chicas y esta vez no esperó a que le respondieran sino que intentó abrir. El televisor parecía estar justo del otro lado y se lo impedía. Apoyó una oreja contra la puerta. Escuchó la voz de la periodista y a sus hijas repitiendo cada palabra. Escuchó ruido de papeles, de cajones que se abrían y se cerraban. Después le pareció que movían los muebles.
Quiso preguntar si estaban bien, que le abrieran, quiso golpear la puerta hasta arrastrar el televisor y entrar a ese cuarto para devolver cada cosa a su lugar. Pero volvió a la cocina, abrió la heladera y se quedó mirando el interior. Había carne, huevos, perejil fresco, limones, papas.
Al rato, la pila de milanesas crudas se convirtió poco a poco en una pila de milanesas cocidas y las papas se frieron hasta dorarse. Amanda odiaba el olor de las frituras, que el aceite salpicara los azulejos de la cocina y el humo negro de las últimas cocciones, pero le gustaba la comida crujiente. Preparó una jarra de jugo, cortó unas rodajas de limón y puso en una bandeja dos platos servidos y dos vasos de jugo. Dejó la bandeja junto a la puerta del cuarto de las chicas y volvió a la cocina para cenar sola. Al terminar, lavó todo y recién entonces volvió al pasillo. Ahí estaban la bandeja y los dos platos vacíos.
–¿Estaba rico? –preguntó.
No respondieron.
–Mañana es domingo. Podríamos ir al cine.
Llegaban los murmullos del noticiero y el resto era silencio. Sus hijas ya estaban dormidas.
Antes de acostarse, Amanda quiso darse un baño para sacarse de encima el olor a comida y el cansancio. Se desnudó y apoyó los pies descalzos sobre las baldosas frías. Abrió la canilla del agua caliente de la ducha y el vapor empañó el espejo. Bajo el agua tibia, Amanda sintió que sus músculos se expandían, que se le abría el pecho. Tuvo ganas de fumar. Hacía años que había dejado de fumar, pero en ese momento hubiera encendido un cigarrillo, para ensuciar un poco sus pulmones, el aire, para que se le mancharan los dedos, los dientes, para que el placer dejara una marca.
Entonces se abrió la puerta del baño. Dijo “Ocupado” y pudo ver la silueta de su hija menor que entraba como si no la hubiera escuchado. Tenía puesto el camisón violeta. Su hija mayor estaba parada junto a la puerta. Amanda se quedó inmóvil bajo el agua; en ese momento sintió que sus hijas no sabían que ella estaba ahí y no quería que la descubrieran. La menor se levantó el camisón hasta la cintura, se sentó en el inodoro y cerró los ojos como si para hacer pis necesitara concentrarse. “¿Lista?”, preguntó la mayor. La menor agarró el rollito de papel que le había preparado su hermana, se limpió y tiró de la cadena. La mayor abrió la canilla del lavatorio y la más chica se lavó las manos. Salieron del baño sin cerrar la canilla y dejaron la puerta abierta. En pocos segundos, el calefón se apagó y el agua helada golpeó el cuerpo desnudo de Amanda, que no reaccionó a tiempo.
*Imagen: Ariko inaoka
*Este cuento fue publicado en Carne Viva, Eterna Cadencia Editora, 2011.
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