a Isa y Germán
Que iba a casarse, nos dijo.
Y luego se echó a reír.
Que ella había decidido dejar la universidad y abandonar los estudios en mitad de la carrera para casarse, menuda sorpresa, eh, nos dijo Sofía sin tomar aliento para respirar, no nos lo preguntó, y que estaba enamorada de un vecino con gafas de ajedrecista a quien enviaban a trabajar fuera, con una beca extranjera de investigación, y que antes de separarse ella prefería casarse con él, con el vecino, marcharse a vivir juntos, lejos, a Melbourne o por ahí, y dejar plantados los libros y mandarlo todo al cuerno, a paseo.
Eso dijo Sofía. Y a nosotros tres nos extrañó que nos contase aquello por las buenas, Sofía, si apenas la conocíamos de vista ni teníamos confianza, nos cruzábamos con ella de vez en cuando en el ascensor o por los pasillos de la facultad de Pedagogía, hola y adiós, siempre nerviosa, agitada, cargada de apuntes, soplándose el flequillo de la frente, que volvía a caer de nuevo vencido por su propio peso, tapándole los ojos. Ay, aquel flequillo rebelde. Habíamos desarrollado la capacidad intuitiva de casi no verla cuando el azar nos deparaba la coincidencia de un encuentro social en una mesa compartida del comedor estudiantil o un rato de lectura en el laboratorio de idiomas.
Un día llegó a clase con una cesta llena de tortugas.
No nos caía ni bien ni mal, era ella, Sofía Ardiles, con su expediente académico, sus apuntes, sus nervios a flor de piel, sus uñas pintadas de verde, su flequillo indomable cayéndole sobre los ojos, mientras que nosotros tres éramos amigos desde la infancia, inseparables los tres, desde la guardería hasta ser compañeros de piso en un apartamento alquilado de estudiantes universitarios, siempre juntos, clonados y opuestos, los tres, igual que islas unidas por aquello mismo que las separa. Una sola historia, Rodrigo, Mario y Samuel, y los tres nos miramos unos a otros con una larga mirada cómplice, somos amigos íntimos, no necesitamos palabras para entendernos.
Pero allí estaba ella, Sofía, insistiendo con terquedad en invitarnos a su boda, para una vez que se casa una, nos dijo, casi sin respirar, soplándose el flequillo de la frente, que volvió a caer de inmediato, velándole la mirada, como si eso significase algo, y tal vez significase, quién sabe. Ella sacaba papeles del bolso con cierto aire abstemio de espía y desplegaba susurrantes mapas de carreteras para explicarnos ahí mismo rutas, teléfonos de albergues juveniles, cámpings, autopistas de peaje, puentes, desvíos, tarjetones impresos con fechas e itinerarios resaltados con rotulador fluorescente, todo con tal de convencernos y que aceptáramos su invitación, por favor por favor por favor, no podíamos faltar, cualquier cosa para facilitarnos el viaje hasta Mudela del Valle, el lugar elegido para el enlace, a unos seiscientos kilómetros al norte de la ciudad, un paisaje de montaña, rocas y vacas, el sitio no tiene pérdida.
¿Asistir a la boda de una desconocida?, pensó Rodrigo. ¿Y por qué no?, pensó Mario. Aquel fin de semana quedaba todavía lejos y no teníamos nada mejor que hacer, pensó Samuel. No necesitamos considerarlo mucho, en esa época aprovechábamos cualquier excusa para alejarnos y huir, una boda es una excusa, nos dijimos, no tiene mayor importancia.
Ningún plan especial, ni chicas ni exámenes a la vista, de modo que un viernes después de cenar pusimos un fondo común para comprarle un regalo a Sofía, echamos tres trajes oscuros en el maletero del coche, zapatos nuevos, camisas blancas, corbatas negras, llenamos un termo de café cargado, metimos unos cuantos cedés en la guantera, que no faltase la música, y emprendimos en silencio el largo viaje en dirección norte hacia aquella aventura irreflexiva de la boda de Sofía en Mudela del Valle, sin conocer muy bien las razones profundas que nos impulsaban a participar ni con qué íbamos a encontrarnos.
Viajábamos expectantes, turnándonos para conducir el descapotable color mostaza prestado por el padre de Mario, y que se lo cuidásemos bien, y que no hiciésemos gamberradas, sobre todo no quería saber nada de arañazos ni rozaduras, ¿eh?, aquí están las llaves, relampaguearon un instante entre sus dedos, Rodrigo, Mario y Samuel, y los tres éramos amigos inseparables desde el jardín de infancia.
Color mostaza.
Lo compartíamos todo, nosotros tres, de la mañana a la noche, secretos y deudas, alegrías y resacas, lecturas y altibajos, domingos ensuciados de tristeza, días de mirarse mucho las manos, alguna que otra novia ocasional, todo por triplicado, incluida aquella tarde inolvidable cuando descubrimos, poseídos por cierto entusiasmo anfetamínico, la Gran Vía de Madrid con todos sus letreros encendidos contra el cielo verde de gas y el desfiladero de casas llameando como cuarzo en medio de una luz de cromo y desierto; la luz enloqueció de golpe, se puso ronca e idiota, se convirtió en una luz bipolar; y en ese momento, justo en ese momento, comenzó a arderle el pelo a una mujer china.
Así que dejamos atrás los brillos de neón y los páramos, las cementeras vacías salpicadas de grafitis y las radiales bordeadas de pinos, huertos inverosímiles empotrados entre dos moles de hormigón, campos de girasoles peinados con raya en medio, el fuego rubio de los cultivos de maíz, avanzando en la oscuridad de la noche siempre hacia el norte, sin más remedio, hacia Sofía y su boda en las montañas que por algún motivo misterioso parecía atraernos hipnóticamente, tirar de nosotros tres a la vez con hilos invisibles, guiarnos en la tiniebla.
La carretera era una cinta transportadora que desplazaba hogueras. Alguien lio un cigarrillo de hierba y lo encendió y empezamos a pasárnoslo, a dar caladas por turnos, a cantar canciones a coro, uno entonaba las primeras notas y los demás le seguían, el humo se retorcía en espirales lentas y se abrían flores de anís en los pulmones y de repente empezó a hacer mucho calor, ¿no os parece que hace mucho calor? Y por eso nos reímos sin motivo los tres a la vez, en el coche, la víspera de la boda, la brasa ardía contra la oscuridad del vidrio en una pequeña antorcha motorizada mientras la noche cepillaba el techo del vehículo. Comenzaron a crecer champiñones en la guantera. La autopista iba desenrollándose a medida que avanzábamos, adoptaba la forma cilíndrica de un tubo que nos succionaba y sorbía, y el aire olía a enjuague bucal mentolado.
El último tramo del viaje resultó bastante más lento y agotador de lo previsto, algunas carreteras comarcales estaban mal señalizadas o en obras y nos perdimos un par de veces, dimos vueltas sin sentido, retrocedimos, creímos orientarnos. Mareados y exhaustos de tanto deambular, aparcamos al final de la noche, para dar al menos una cabezada en los asientos del descapotable, junto a la gasolinera de una aldea poco alumbrada consistente en un pequeño caserío de cubos blancos apretados sin gracia en el arranque de un barranco ceniciento y ladridos dispersos, la aguja de un campanario románico, el cansancio muscular, las revoluciones del cuentakilómetros girando cada vez más despacio, la cinta de carretera interminable que seguía rebobinándose en sueños, una y otra vez, con su línea discontinua de color saurio.
Por pura casualidad, despertamos en Mudela. Habíamos alcanzado nuestro punto de destino cuando ya lo dábamos por perdido. Tuvimos el tiempo justo para asearnos un poco en la gasolinera, mover el vientre, cambiarnos de ropa, afeitarnos a toda prisa y correr por calles de piedra hasta el ayuntamiento, en el centro de la plaza, vigilados por vecinos de mirada agropecuaria y pelo rústico, y unirnos a quienes festejaban a los recién casados con vivas y silbidos y confeti gritado.
Era una hermosa mañana de mayo, sin demasiadas nubes, parecía el día apropiado para reponerse de un viaje fatigoso o, tal vez, contraer matrimonio civil. Quizá, después de todo, el fin de semana no resultase tan desaprovechado. Estábamos en la boda y seguíamos viajando, devorando kilómetros, consultando mapas de carreteras, viendo deslizarse hacia atrás señales de tráfico y caras de invitados, luces intermitentes y galletitas saladas, arcenes y escotes, en una simultaneidad intrigante.
Mesas. Sillas. Árboles con cuello de jirafa. Un dedo con un esparadrapo, señalando algo a lo lejos: allí. El parche azul de un lago entre montañas. Un cielo alto y dormido, conquistado por una gran nube operística. A su lado, más tímida, otra nube desenfocada, con colores desplazados, como cuando se mira una foto en 3D sin las gafas.
Somos muchos, cerca de doscientos. Cuatro grandes parrillas asan sin interrupción carne y pescado. Como no conocemos a nadie y nadie nos conoce a nosotros, nos colocan en la mesa de los solteros, rodeados de solteros y solteras, ni muy lejos ni muy cerca de la tarta nupcial de cuatro pisos.
Así pasaron las horas, y el cielo fue cargándose de más nubes y cambiando de color gradualmente, las aguas del lago temblaron y se arrugaron y volvieron a alisarse, infinitas veces, a lo largo de todo el día y de toda la noche, y todos nosotros fuimos un poco listos y un poco tontos, un poco guapos y un poco feos, un poco rápidos y un poco lentos. Bajo la carpa iluminada con farolillos de papel se sucedieron las bromas y los juegos, los taponazos del descorche de botellas y el bullicio y los berrinches procedentes de la mesa de los niños.
Y las mariposas entraban y salían de la jaima, revoloteando entre los comensales, batiendo sus alas por un instante en el reflejo irisado de una copa de vino o hipnotizadas por el centelleo fulgurante de un tenedor.
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Un hermano del novio con un brazo en cabestrillo se acercó al micro y recitó con buena voz un poema compuesto por él mismo para la circunstancia. Obtuvo aplausos. Un señor grueso vestido con uniforme militar, de nariz colorada, cantó una canción, coreada por todos los asistentes con más entusiasmo que provecho. Obtuvo aplausos. Con la caída de la tarde y los postres llegó la hora de los brindis, de vaciar nuestras copas, el champán chorreaba por todas partes, comenzó a tocar la orquesta y las parejas a bailar, nosotros también bailamos por turnos con unas chicas muy altas que acabábamos de conocer en nuestra mesa de solteros, y que venían de parte del novio, no eran muy guapas pero sí agradables, y bebimos con ellas más martinis de la cuenta y varias veces tuvimos que escapar corriendo a la cabina de aseo portátil esquivando niños que salían de todos lados, de todas las edades, corriendo, jugando, saltando, riendo: un arco iris de niños.
La luna asciende entre los árboles. Se encienden bengalas que chisporrotean. Un reguero de luces y sombras lame las caras y las manos de los presentes. Un fotógrafo profesional va y viene captando instantáneas al vuelo, y multitud de cámaras, manejadas por aficionados, zumban y almacenan, para el futuro, sus propias memorias digitales.
Ya era pasada la medianoche cuando las chicas tan altas que venían de parte del novio se sentaron en nuestras rodillas, sin pedir permiso para ello, y luego fuimos nosotros quienes nos sentamos en las rodillas de las chicas solteras, por seguir la broma o porque a esas alturas del banquete nos faltaba el dominio suficiente para distinguir qué estábamos haciendo allí ni con qué propósito, y no llegamos a entender por qué motivo una de ellas gritó:
– ¡No vale! ¡Eso es jugar con ventaja!
Al final, poco antes de que acabase la fiesta, alguien se acercó a nosotros por la espalda, nos tapó los ojos con las manos al tiempo que preguntaba: «¿Quién soy?». Y allí estaba ella con las pupilas brillantes, soplándose el flequillo, la notamos conmovida, nos tocaba, nos revolvía el pelo, nos acariciaba la barbilla, las manos, nosotros empezamos a elogiar su belleza y Sofía nos cortó diciendo que no, que de eso nada, y venga a repetir cuánto nos quería ella, que nos quería a todos muchísimo, en particular a nosotros tres, en serio. Y que no soportaba la idea de perdernos ni apartarse de nosotros ni un minuto nunca, nunca, nunca, antes de que tal cosa sucediese prefería quedarse tuerta.
Y luego rompió a llorar y a secarse las lágrimas con nerviosismo con el revés de la manga de su vestido. Nos abrazaba a todos llorando mientras aseguraba cómicamente seria:
–No estoy llorando, no, no estoy llorando aunque lo parezca.
Y nos estrechaba tan fuerte entre sus brazos que podíamos sentir las palpitaciones de su pulso y la taquicardia de su corazón, y ella nos aprisionaba la cabeza entre sus manos y se nos quedaba mirando fijamente, como embobada, a través de la humedad de las lágrimas, nos besaba con avidez en la frente, en la boca, en los dientes, en el pelo, tres, cuatro veces, y nos juraba por lo más sagrado que nosotros tres éramos sus mejores amigos, sus hermanos del alma, que nos quería más que a nada en el mundo, nos adoraba a los tres, y nos lo decía llorando, tosiendo, con hipo, y luego repetía riéndose ay, qué feliz soy, qué feliz soy, ¿no me estaré volviendo loca?
Y hacía intención de irse, daba unos pocos pasos para alejarse pero volvía en seguida describiendo una pirueta, era incapaz de marcharse de nuestro lado, de desligarse de nosotros, nos preguntaba si no queríamos más tarta, insistía en que comiéramos y bebiéramos un poco más, que estábamos demasiado flacos y llevábamos el pelo demasiado largo, y además éramos sus invitados favoritos, que no fuésemos pelmazos y no nos hiciésemos de rogar, anda, ¿es que no estaba buena la tarta?, que lo hiciéramos por ella, Sofía, que nos amaba tanto desde la primera vez que nos vio en los pasillos de la facultad de Pedagogía, fue un verdadero flechazo.
– ¿Es que acaso queréis que me enfade?
Y haciéndose la ofendida nos metía un trozo tan grande de tarta que casi ni nos cabía en la boca, por poco nos ahogaba Sofía, nos quejábamos con la boca llena de tarta, nos costaba trabajo tragar toda esa cantidad de nata montada, teníamos que empujarla garganta abajo con ayuda del cava, masticarla con esfuerzo, en efecto estaba buena, eso había que reconocerlo, no se podía negar.
Dio unos pasos para irse, pero al momento cambió de idea y volvió porque casarse era, podía ser, un lugar oscuro e intimidante, sin traducción simultánea, un vértigo o una caída, algo incompresible como esa silla de allí, no, mejor como aquella otra, nosotros no podíamos entenderlo, con nuestros pelos revueltos, qué sed, qué hambre, qué todo, y la pena y el coraje de estar casada con otro apellido y tener que vivir demasiado lejos de casa y el miedo de olvidarse de todo, de nuestras caras, algún día, y morir sola, y por eso nos pidió permiso para ponerle nuestro nombre a sus hijos, cuando llegasen, como homenaje a este momento, Rodrigo, Mario y Samuel, que ella pronunció sin pausas: Rodrigomarioysamuel.
Y emocionada por su propia ternura y la imagen de esos tres niños desamparados (como si un peligro mortal los amenazase), Sofía volvió a abrazarnos y a besarnos en los labios, en el mentón, en las cejas, a respirar nuestro cuello y a repetirnos cuánto nos quería ella, nos adoraba, nos amaba de verdad, a los tres, no estaba exagerando, que sí, que no, y al decirlo derramaba lágrimas de risa, de pena, de risa.
Y entonces apareció por detrás su marido con gafas de ajedrecista. Y nos guiñó un ojo. Y abrazó a Sofía por la cintura y se puso a mordisquearle las orejas y a besarle en el cuello aspirando su perfume de esposa reciente mezclado con un poco de sudor y empezó a bailar con ella en plan cómico, dando saltitos, pero luego se fue metiendo en el baile de verdad y bailando la fue arrastrando poco a poco hacia el exterior de la carpa, era el vals de la despedida, apartándola de nosotros, sin que ella fuese consciente del todo, ya tenían que irse, amor mío, vida mía, les esperaba un taxi en la entrada de la finca con los faros encendidos y todas sus maletas dentro, adiós, Sofía, adiós, y ella iba haciendo pucheros, soplándose el flequillo de los ojos, diciendo adiós con la mano y tirando besos al aire, no se cansaba de ser feliz y estar triste, Sofía.
Y los dos estaban enamorados y se alejaban flotando hacia el futuro y la vida en común envueltos en el aroma desfalleciente de las flores, los centros de mesa, las botellas de champán, el humo de las velas y la marihuana fumada y toda la música tristísima de los altavoces, esa música de boda, ni buena ni mala, pero con algo hueco y horrible, capaz de arañarte el corazón y hacerte sangrar al menor descuido.
Un niño en forma de pera, muerto de sueño, se quedó dormido en su silla, desmadejado contra el respaldo, y una anciana leñosa, como hecha toda ella de arpillera y varillas de paraguas, lo señaló con el índice y exclamó:
–Inocente.
Y algunos grupos se iban retirando ya, se separaban riéndose entre abrazos y palmadas en la espalda, a lo largo de despedidas interminables que duraban horas, los corros se disgregaban, iba haciéndose tarde y los niños tenían que irse a la cama: ya pronto amanecería.
El militar de nariz colorada aplaude a la luna. Una invitada se marcha y al poco tiempo regresa en busca de su chal olvidado. Cruza toda la carpa despejada, lo recoge, apura el último sorbo de una copa elegida al azar y vuelve a salir por donde ha venido.
El champán seguía corriendo alegremente, los músicos continuaban tocando igual que si peleasen, pero algo se había roto. La fiesta llegaba a su fin, era evidente. La boda de Sofía terminaba dejando a su paso la foto de un seísmo de sillas volcadas y manteles manchados con círculos de vino, los restos del banquete humeaban entre ruinas. Y cuando los novios desaparecieron de nuestra vista nos quedamos un buen rato mudos en la mesa de los solteros, bebiendo sin saber qué decir, y luego alguien propuso salir a recibir el nuevo día juntos, por qué no.
Y juntos nos levantamos, por qué no, salimos de la jaima en compañía de esas tres muchachas tan altas que cada minuto que pasaba eran más altas y hermosas y reían a carcajadas sin motivo alguno y alborotaban sin parar sobre sus larguísimas piernas enfundadas en medias de seda moradas moviendo mucho las caderas.
Dando traspiés nos dirigimos del brazo de aquellas tres divinidades solteras a la orilla del lago cargados de copas y botellas de vodka y whisky y ginebra y toda la experiencia de la boda en los ojos y fuera empezaba a extenderse la veladura roja del amanecer como una especie de pulpa y un resplandor nos teñía los pómulos de un lila suave, casi alienígena. Parecía el crepúsculo. Daba gusto respirar y ventilarse, el aire fresco nos despejaba la mente. Nos dejamos caer en la hierba. Y las chicas protestaron y tenían tanto frío debajo de sus vestidos escasos sujetos con tirantes que sin ponernos de acuerdo los tres amigos nos quitamos las chaquetas al unísono y se las pusimos como galanes anticuados sobre los hombros desnudos, así las arropamos.
Y a ellas debió de gustarles mucho ese gesto caballeroso, porque nos lo agradecieron restregando sus cabezas aromáticas contra nuestros pechos y besándonos con ternura y furia en los labios. Nos dedicamos a eso, a besarnos, a explorarnos con las lenguas, no era más que un juego inocente y travieso, una chiquillada sin consecuencias, eso creímos nosotros entonces, demasiado ciegos para adivinar un futuro en que una silueta saldría desde detrás de los bastidores para arrastrarnos fuera del escenario.
Y nos miraron los troncos de los árboles y las nubes, los picos de los pájaros y las luciérnagas, el espejo del pequeño lago y las piedras grandes y pequeñas. También nosotros éramos –de repente nos dimos cuenta– los restos de una fiesta, ceniceros rebosantes de colillas apagadas, vasos a medio consumir, historias sin acabar, cojines aplastados, hielo derretido, los últimos fulgores de una aventura humana que había comenzado muy lejos de allí, mucho antes.
¿Y si nos vamos a Portugal?, sugirió una de las chicas, y la idea era tan loca y deliciosa que no había que desdeñarla, sí, era algo apetecible, de repente ante nosotros compareció un fragmento de pared con mosaicos de dibujos intrincados, un vaso de vinho verde, rumor de cascada en el claustro de un convento luminoso, un cielo atlántico, abierto al mar, gravemente herido de gaviotas y palmeras, garabateado a toda prisa por los trazos del cableado eléctrico de un tranvía que subía jadeando una rua tan angosta que era casi imposible, tantas cosas. En nuestras cabezas brincaban las sílabas de Portugal, Portugal doblado en tres pliegues igual que una carta que un transeúnte llevaba en la mano (¿el destino?), para depositar en el buzón más próximo, porque lo importante no era alojarse en, ni llegar a, ni estar en ningún lado, sino prolongar el viaje un poco más para mantenerse siempre en vilo, sin mirar atrás.
Clareaba un nuevo día, y antes de proseguir nuestro viaje a los mosaicos estuvimos un rato allí tumbados todos juntos en la hierba empapada de la pradera bajo el firmamento estrellado de mediados de mayo con las copas apoyadas sobre el vientre y las pinzas de un cangrejo invisible pellizcándonos por dentro, arriba y abajo, contemplando el espectáculo del tranquilo amanecer de la orilla del lago en calma, bastante ebrios, extenuados, con una especie de melancolía danzando en la boca del estómago, y también eufóricos por lo bien que había resultado todo, sin un solo fallo, perfecto, todos coincidimos en que ha merecido la pena. La luz es como muselina estrujada. Así termina la boda de nuestra amiga Sofía en Mudela, cuando los seis permanecemos un rato inmóviles saboreando el instante, la respiración del mundo, el silencio sin fisuras, tan solo un grillo a lo lejos.
© Eloy Tizón, 2013.
∗Este cuento fue publicado en Técnicas de iluminación, Editorial Páginas de Espuma, 2013.
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