Giuseppe Caputo

Como el hambre, como el amor

Giuseppe Caputo

Como el hambre, como el amor

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Para Carlos, por nuestra hambre

 

 

De niño pasaba hambre, pum. Llegaba de correr, llegaba de dar brincos, y mi madre me decía: “¡Para ya! No te muevas tanto que te da más hambre”, pero yo le decía: “No, señora. Para tú, estás atrapada, para tú: soy un pirata y tú, mi ballena”, pum, pum. Mi madre se extrañaba: “¿Qué es ese juego? No me gusta, no me gusta nada ese juego”, a lo que yo respondía: “Te voy a asar toda, todita, toda, ballena, y después voy a llenarme de carne contigo, preparar un caldo de costillas con tus costillas”, pum, pum, pum. A mi madre no le gustaba seguirme la cuerda, decía: “Pues hoy te tocó pan con aceite, mira”, y ¡pum!, el estómago empezaba a sonar: “¡Pum, pum!, pum!”, mientras ella partía el pan en dos, le echaba aceite a las partes y me daba la parte más grande a mí. Yo mordía el pan y se ampliaba el hambre. Tan poca comida no me podía calmar, el trozo de pan me alborotaba. Para mí era un pedacito, pero mi madre decía: “Niño, come despacio, disfruta, pártelo, pártelo en trocitos, mira, así, pequeñitos, pequeñitos”, pero yo le gritaba: “¡No y no y no! ¡Tengo hambre!”, y pateaba las paredes, y lloraba, y mi estómago gritaba: “¡Pum, pum, pum!”. A veces mi madre se acercaba furiosa: me agarraba por los brazos, me zarandeaba. Me decía: “Esto es lo que hay, ¿no ves? ¡Esto es lo único que hay! ¿Por qué es tan difícil de entender?”, y yo lloraba, y lloraba más, y ella lloraba, y partía su pan —su ya partido pan— en dos, y me decía: “Mira, coge”, y me lo daba en la mano, a veces, y a veces me lo estrellaba contra la boca.  

Cuando dejaba de llorar y nos calmábamos, empezaba a soñar con ollas y platos: ollas y platos llenos de comida. Las ollas se amontonaban en la cocina y los platos se amontonaban en la mesa, y a medida que comía, nacían más ollas y más platos llenos, llenísimos de comida. Y nacían y crecían y llenaban toda la casa, y eran tantas las ollas y tantos los platos, que no cabían más en la casa, y se subían al techo y se caían del techo y se desparramaban por todas partes: la calle quedaba llena de ollas y platos, y las ollas y platos llegaban a las esquinas y seguían sus andanzas por las demás calles del pueblo hasta formar lejos, al fondo, como una montaña que nos cuidaba o vigilaba, un gran, grandísimo arrume de ollas y platos: ollas encima de platos, pum, platos encima de ollas, todo encima de todo, y entonces, en ese punto de la abundancia, empezaba a imaginar lo que había en cada recipiente. Imaginaba papas cocidas con perejil; ahuyama y carne salada; chicharrón y guandules, arroz con queso y patacón. Las ollas estaban llenas de fideos con tomate y cebolla; llenas de suero y ñame, y de muslos de pollo sudado. Había albóndigas y lentejas: mil lentejas por albóndiga, mil albóndigas por olla. Había cocidos de garbanzos. Y en los platos, mucho pescado: mojarra, pargo, merluza, mero, bocachico, sierra… Muchos limones abiertos entre pescado y pescado; ensaladas de tomate, lechuga y pepino; arroz con coco y uvas pasas. También había frutas —corozo y guayaba, zapote y mango, patilla—: yo las exprimía con las manos y en mis manos se convertían en los jugos más sabrosos. En los platos y en las ollas había dulces: mieles y cocadas, flanes, natas y tres leches. Yo me comía todo, y comía tanto, pum, que engordaba y engordaba hasta volverme un balón. Y engordaba y engordaba hasta ser un globo. Y empezaba a despegarme de la tierra, pum, y a elevarme y a elevarme. ¡Y a elevarme y a elevarme, pum! Y en el aire le decía a mi madre: “¡Perdóname, mami, perdóname! No te dejé comida. No me di cuenta, perdóname, era muy poca comida”.  

Pasaron años y siguió el hambre. No recordé esa infancia cuando conocí a Franky. Por esos días quería amar. La primera vez que hablamos me acababan de echar del restaurante, mi trabajo de siempre: un menú ejecutivo que se llamaba La Bocota. “La comida es para los clientes”, me gritó la dueña, doña Eulalia, y mi estómago gritó de vuelta: “¡Pum, pum, pum!”. Me dijo: “Termina de limpiar y vete, no vuelvas más”, así que me quité el delantal y lo dejé en el piso, y como para tratar de sentir algo —una molestia, una rabia, algo—, o quizás en señal de protesta, lancé por allá lejos, en dirección a la barra, la escoba y el trapero. “¡Coma mierda, doña!”, a lo que ella gritó de vuelta: “El que va a comer mierda eres tú, pendejo”, pum, pum. Grité, le grité más. Salí del restaurante y muy seguramente me empezó a dar hambre, pum, o confundí el hambre con los vacíos de la angustia.

“Te ves raro sin delantal”, me dijo en la calle, semanas después, y pum, se abrió algo adentro: un vacío que no era hambre, pum, pum, ¡pum! Alguien que no había visto me había visto a mí. Entonces vi su barba —negra—, los ojos negros, las pecas de la cara. Me dijo: “Hace tiempo, un domingo, te pedí en La Bocota un café con leche, pero tú me trajiste un jugo de naranja”. Yo pensé: “Quizás tenía antojo de jugo naranja y por eso me confundí”. Nos reímos. Lo miré y lo miré como para compensar el tiempo que no había estado mirándolo, extrañado por no haberlo visto y, sobre todo, por no haberlo visto habiendo hablado con él. Después me dijo: “Tengo hambre”, y otra vez. “Tengo hambre”. Se me ocurrió decirle que si aún trabajara en el restaurante, le llevaría a la mesa una almojábana con leche, cortesía de la casa —por esos días quería amar—. Sin embargo volvió a decir: “Tengo hambre”, pum, sin agradecer de pasada mi regalo imaginado. “Tengo hambre”. ¡Pum! “Tengo hambre”, pum, pum, abrazado a la barriga.

Mientras más mencionaba el hambre, menos me miraba a mí. Y aunque yo lo mirara, él miraba su panza, ¡pum! Yo también tenía hambre. Pensé: “Me quedan diez billetes gordos”. Hice cuentas. Le dije: “Comamos, te invito”. Sonrió un momento, volvió a mirarme. Me dijo: “Vamos, sí, vamos ya”, y me cogió de la mano —pum— para guiarme por el camino que nos daría de comer.

“Se llama Buena Muela. Venden albóndigas, pollo sudado, garbanzos. ¿Te gusta? Quiero todo. ¿Tú no tienes hambre? Yo quiero comerme todo”. Escuchaba a Franky mientras caminábamos: tenía hambre, pum, pum, pero pensaba en los diez billetes gordos. “¿A cuánto saldrá la cuenta?”, me preguntaba, mientras él, por su lado, de nuevo sin mirarme, seguía: “Allá también venden cazuela de fríjoles y sopa de pescado. ¡Qué hambre! Quiero todo. ¡Tengo hambre!”.

Doblamos en la esquina y ¡pum! Más hambre: el local estaba cerrado, pum, pum, ¡pum! Se arqueó, gritó: “No puede ser, ¡no! ¿Qué voy a hacer? ¡Tengo hambre, tengo hambre!”. Le dije: “Vamos a otro sitio, yo también tengo hambre”, pero entonces soltó sin mirarme: “Es que no entiendes, mira. ¡Mira!”, y se alzó la camisa para mostrarme la barriga, palpitante —pum, pum, ¡pum!—, y atravesando la carne, un camino largo, rugoso, también de carne; un camino rosado, en momentos, violáceo, en momentos, bifurcándose de carne en la carne. La barriga parecía una piel recubriendo un corazón enorme, un corazón —el estómago— a punto de salir disparado, pum: romper la piel y salir disparado, ¡pum!, contra mí, ¡pum!, contra mí, ¡pum!, contra mí. Le pregunté: “¿Qué es eso, por qué es así?”, a lo que dijo: “Es mi hambre”, y después: “La cicatriz”, y después, pum, pum: “Un estómago más grande que yo”.

Entonces fui yo el que lo cogió de la mano. Le dije: “Vamos por aquí, sígueme”, y no le solté la mano —pum, pum—, las suaves manos, pum, hasta llegar al punto: un local muy caro a mi parecer, un sitio de frituras y comida rápida. Había una mesa libre, al lado de las brasas y el caldero de aceite hirviendo, y antes de sentarnos el olor a carne nos desató, pum, nos dio más hambre. “¡Qué hambre, por Dios!”, gritaba. “¡Qué rico todo, qué hambre!”, pum, pum, ¡pum! Yo también tenía hambre.

Pedimos mazorcas desgranadas con queso rallado y mayonesa; pedimos carimañolas de carne y empanadas de queso. Pedimos un pincho de pollo para cada uno: cada pincho venía con papas fritas, pimentones y cebolla. Yo lo miraba mientras él miraba los pollos crudos que poco a poco dejaban de estar crudos en las brasas. Lo miraba mientras miraba la masa cruda volviéndose arepa en el caldero.

“Tráiganos dos jugos de mandarina”, pidió al mesero cuando llegó la primera tanda de comida. Él cogió una mazorca, yo la otra. Comió, comió, comió hasta que ya no hubo más mazorca, pum. Después siguió con una carimañola, comió y comió. Le dije: “Cógelas todas” —por esos días quería amar—. Me dijo: “Bueno”, y las cogió todas, pum. Comió y comió, pum, pum.

Yo seguía con la mazorca cuando trajeron las empanadas. Cogió la suya. Le pregunté: “¿Cómo va el hambre?”, me dijo: “Tengo hambre”, pum, y entonces le di los granos que aún quedaban de mi mazorca. Comió, pum, comió. Yo mordí la empanada. “¿Te gustó?”, preguntó sin mirarme, y con mucha hambre le dije, pum, pum, pum: “Está rica, sí, pero me estoy llenando”. Y así le di y así mordió esa segunda empanada, pum.

Los jugos llegaron con los pinchos de pollo y las papas fritas. Mordisco que daba, mordisco que pasaba con un sorbo de la mandarina licuada. Comió, bebió, comió, bebió… Yo ya estaba pensando que también tendría que darle la mitad de mi pollo, o mis papas, pero por fin dijo: “¡Ah, qué rico!”, y se consintió la barriga. “¡Qué rico!”, eructó, y siguió dándose palmadas en la barriga, pum, pum, pum. Satisfecho como estaba, volvió a mirarme. “Comes como un pajarito”, se rio, mientras yo masticaba las últimas cebollas y los últimos pimentones del pincho, y aunque pensé: “Quedé con hambre”, le dije: “Sí, yo soy de poco comer”. Entonces me dijo: “Vamos, pajarito. Te invito ahora yo, vamos a mi cuarto”, pum, pum, pum. Llamé al mesero, le pagué rápido: yo le di uno de los diez billetes gordos y él me regresó el billete más chico con cuatro monedas: pum, pum, pum, pum.

Al cuarto llegamos agarrados de la mano: tiró la puerta, me miraba, la cerró con candado, me miraba, pum. Jocoso me dijo Franky: “Ahora tengo más, mucha más hambre”, pum, y mientras yo, de verdad con hambre, me quitaba los zapatos, primero —él me miraba—, la camisa después, pum —me miraba—, los pantalones, pum, pum, las medias, los calzoncillos —me miraba—, él me iba mordiendo sin dientes. Me mordió los cachetes y me dijo: “Cachetón” —me miraba—. Me mordió la nariz y dijo: “Narizón” —me miraba—. Y cuando mordió la boca, me dijo: “La Bocota”, pum, pum, pum. Los dos reímos en recuerdo de doña Eulalia.

La barriga no estaba palpitando cuando se quitó la camisa: estaba plana y ya no parecía un corazón, tampoco un infarto a punto de ocurrir, pum, pum. La piel seguía atravesada por el largo, larguísimo camino de carne, y el camino no parecía más una arteria bifurcada, pum, explotándose, pum, sino la foto de un río desde arriba. Cada vez tenía más hambre, me dolía el hambre, me torcía el hambre, pero él me miraba y yo lo miraba. Nos mirábamos con calma. Por esos días quería amar.

Mientras él me mordía sin dientes, yo lo mordía con dientes —con dientes, pum, con dientes—. Lo mordía con dientes, hasta que dijo, sin mirarme: “Tengo sueño”, pum. “No más”, y se echó a dormir, pum, y a roncar inmediatamente. Con cada ronquido, un pum, pum, pum.

Yo también me fui a dormir. Me acosté al lado suyo, lo abracé y me abracé a su barriga, pum, el índice recorriendo la cicatriz, el índice pensándose lengua en la cicatriz de Franky. Dormí. Dormí más, pero abrí los ojos antes de que empezara a decir: “Tengo hambre”. Le estaba sonando el estómago —¡pum, pum, pum! — y su barriga volvió a ser un corazón enorme, un corazón —el estómago— a punto de salir disparado, pum. Siguió diciendo: “Tengo hambre”, y desnudo se fue a la cocina, y gritó, y tiró una puerta, y pateó las paredes, pum, pum, pum. “La nevera está vacía, ¡tengo hambre!”. Y el corazón, mientras tanto, su estómago, parecía a punto de romper la piel y salir disparado, ¡pum!, contra mí, ¡pum!, contra mí, ¡pum!, contra mí. “¡Salgamos!”, gritó. No me miraba. “¡Tengo hambre!”. Le dije: “Salgamos, sí”, y buscamos la ropa, pum, y nos vestimos, pum, y salimos disparados.   

Llegamos a una tienda—“El sol es un huevo”, decía a la entrada— y sin habernos sentado si quiera, empezó a hacer su pedido: “Quiero naranjas y un jugo de naranja; una picada de chorizo, butifarra y morcilla; huevos pericos, dos, y además, dos huevos fritos; un tamal de la casa, el que tiene pollo y cerdo, y una canasta de pan con mermelada de piña. También tráigame café, mucho, y por aparte, una taza de leche”. Después tomó aire y sin mirarme me preguntó: “¿Traes plata? Se me quedó la billetera”. Cuando el mesero nos dio la espalda, lo mandó a llamar: “Espere, falta su pedido”, y me señaló sin mirarme. Dije, con hambre, y recordando mis billetes y monedas: “Un huevo frito, un vaso de leche y una porción de pan”.

Plato que el mesero traía, plato que Franky rodeaba con los brazos, pum, o amurallaba, pum, mientras tragaba y tragaba. Le dije: “Tranquilo, no te voy a robar la comida”, como para hablar, simplemente, o hacer un chiste, pero siguió comiendo sin mirarme y sin hablarme. Yo aproveché el silencio para comer. Comí, comí, comí: ya no había pan, comí, tampoco había huevo. Bebí hasta vaciar el vaso de leche. Y sin embargo, ¡pum! Seguí con hambre. Le dije: “¿Me das un poquito?”, señalando el tamal o las morcillas. Dijo: “Mira”, y se alzó la camisa: la barriga estaba viva. Le dije: “Está bien, come tú”. Por esos días quería amar.

Cuando terminó de comer, empezó a mirarme. Yo lo miraba y dejaba de mirarlo. ¡Tenía hambre! El mesero dijo: “Aquí está la cuenta”, y pum, tuve que darle dos billetes gordos. Le dije: “Me voy, nos vemos”, preocupado por el dinero, preocupado por el hambre, pero entonces dijo: “¿A dónde vas? Acabamos de desayunar”. Y así, antes de volver a su cuarto, y por si nos daba hambre, fuimos a la plaza del centro a hacer mercado.  

Pasaron semanas y siguió el hambre. Quería comer. Los días eran siempre más o menos iguales: comía poco, y con poco dinero, y cuando su corazón, pum  —el estómago—despertaba, comía,  comía, comía y no dejaba de comer. Empecé a encerrarme en el baño cuando esto ocurría: bajaba la tapa del inodoro, me sentaba, y de los bolsillos sacaba manís y uvas pasas —quería comer, pum, quería comer—. En la cocina, mientras tanto, Franky raspaba ollas y lamía los platos diciendo, gritando: “Tengo hambre y quiero yuca. ¡No hay más yuca!”.

Una noche me encerré en el baño cuando empezó a comer. Yo también quería comer. De los bolsillos saqué una bolsa aplastada de papas fritas y un bocadillo de arequipe y guayaba, también espichado. Tenía hambre. Al fondo, lejos, oía el pum, pum, su corazón incontrolable. “¡Están ricas las arvejas, pero muy poquitas!”, lo oía gritar, pum, mientras yo me atragantaba con las papas.

De repente, un silencio. Pensé: “Se fue a buscar comida”, y aliviado abrí la puerta, aún con medio bocadillo. Ahí estaba él, su estómago palpitante. “¿Qué haces ahí?”, gritó. “¿Qué hacías?”. Yo le dije: “Nada”, y me dijo: “Estabas comiendo, dame. ¡Tengo hambre!”. Le dije: “No, yo también tengo hambre”. ¡Pum! Me dijo: “¡Es que no entiendes, mira!”. Y el corazón latía, pum, y el camino de carne se abría más y más en la carne, pum, y latía, latía… Me dijo: “¡Mira!”, y yo le dije: “¡Son mis papas!”. Y siguió diciendo: “¡Mira, mira, mira!”.

Se lanzó a arrancarme la bolsa de papas, pum, mis papas, pum. ¡Mis papas! Lo empujé, le dije: “¡Son mías!”, pum, pero él siguió diciendo: “¡Es que no entiendes, tengo hambre!”, y yo le decía: “¡Son mías, son mías!”. Yo apretaba la bolsa y él me jalaba y yo lo empujaba mientras decía, pum: “¡Mira esto! ¡Mira!”, y el camino de carne se abría y se abría más, y yo le decía: “¡Déjame! Tengo hambre, ¡déjame!”, mientras la carne se abría y se abría y él gritaba: “¡Dame una! ¡Al menos una!”, y yo insistía: “No, tú ya comiste. ¡No!”, y el camino se abría y la carne se abría, pum, y se abrió más y se abrió más, pum, y la carne se abrió y se abrió más, ¡pum! Y se abrió, se abrió más. Él gritaba y yo gritaba: “¿Qué te pasa?”, pero él gritaba más, y el estómago —el corazón—: “¡Pum!”. ¡Y su estómago y mi corazón! ¡Y mi estómago y su corazón! ¡Pum, pum, pum!               

Explotó.

De la lámpara del techo, inundados de luz, quedaron colgando pedacitos de carne. En mi aliento y la ropa, trozos de su estómago o corazón. Antes de llorarlo —por esos días quería amar—, pensé en mi madre, pum, y en el juego que no le gustaba: ella, la ballena; yo, el pirata. ¡Pum, pum, pum! Recordé sus costillas, la sopa de costillas. Después miré las costillas de Franky, ¡pum, pum, pum! Por esos días quería comer.

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