Ariel Magnus

De oficio

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Ni bien escuchó el grito, ya que al tiro no lo había oído, o no lo había interpretado como tal, se sabe que para convivir con el manantial incansable de alboroto de un patio interno no hay que ni siquiera preocuparse por decodificarlo, de ahí que ese sitio tan público sea paradójicamente el mejor lugar para cometer un asesinato sin que nadie se entere; ni bien escuchó el grito e interpretó retrospectivamente el tiro que lo precedió y estuvo en condiciones de concluir que el golpe inmediatamente posterior sólo podía provenir de un cuerpo cayendo al suelo, Lichi se levantó del sofá y asomó la cabeza por la única ventana de su monoambiente. El silencio era tan perfecto que lo asustó: por primera vez desde que se mudara con su padre a ese departamentito del Once no sonaba una sola radio ni ladraba un solo perro, no chocaban entre sí los platos ni se oía a nadie discutir por teléfono con su ex pareja. Semejante derroche de mutismo sólo se daba en los lugares donde acababa de ocurrir una tragedia espantosa.

Eran las tres de la tarde de un domingo gris, al igual que todos los días en ese edificio sin verdadero frente, sólo dos patios internos no mucho más amplios que un aireluz, como se denominaba en esa ciudad a los huecos de tufo y penumbra hacia donde ventilaban los ambientes más infectos de la convivencia urbana. Lo natural hubiera sido hacerse el boludo, el deporte más popular en ese país luego del otro que también se jugaba con una pelota, pero Lichi no había elegido la profesión de policía para escaparle a una responsabilidad que le hubiera cabido incluso como civil, acá y en la China. Así como estaba, que era menos de civil que de entrecasa, salió del departamento y tocó timbre en el de enfrente. Si lo impulsaba además algún afán de gloria, de resolver por sí solo un crimen y así trepar abruptamente en el escalafón, una fantasía de boludo importante, diplomado, ni él tuvo tiempo de darse cuenta.

Enfrente lo atendió una señora menuda, casi tan joven como él, que sostenía a un nene de una mano y un revólver en la otra. Si hubiera salido en calzones, Lichi se habría sentido menos desnudo que ahora sin su reglamentaria. Lo que más lo asustó fue que se tratara de un revolver muy antiguo, casi una pieza de museo, de esos que la gente hereda cargados y no sabe usar. 

–Perdón, pensé que era mi ex marido –dijo la mujer guardando el arma en un bolsillo– Pase. 

En el medio año que llevaba en el edificio, Lichi no había pasado con esa mujer del saludo casual, siempre saliendo o llegando del trabajo, por lo que tuvo que concluir que inspiraba más confianza así que con el uniforme de policía, uno de los más desprestigiados en un país donde no se salvaba casi ninguno, salvo tal vez el guardapolvo blanco, y sólo el de una maestra de primaria (de escuela rural). 

Aceptó el convite impulsado menos por su improvisada investigación que por curiosidad lisa y llana, de ese departamento entraban y salían más niños que los que debían caber de pie y sentía intriga por saber cuántos eran en total. 

Contó siete, cada cual algunos centímetros más alto que el de al lado, como muñecas rusas desplegadas, pero tan quietitos y silenciosos que parecían uno solo, y no argentino. Tampoco lo eran, sino de Perú, a juzgar por la banderita plantada sobre el televisor, clavado a su vez en un canal musical de aquel país. Lo que explicaba que siendo tantos casi no hicieran ruido, que era lo que a Lichi más lo sorprendía de su vecina, era que el departamento, además de pequeño, estaba atestado de mercadería. Ni el más endiablado de los purretes hubiera podido corretear por ese espacio. Fardos y fardos de todo tipo de productos se apilaban contra las paredes, obstruyendo incluso la única ventana del monoambiente. Según su tamaño y consistencia, los paquetes de paquetes ocupaban el lugar de los diversos muebles faltantes, mesa y sillas, repisas, sillón y aun camas. El olor a film adherente sobrepasaba al del picante, y de una comida para ocho personas. 

–Justo estaba necesitando mondadientes –dijo Lichi al toparse con el bulto que no dejaba abrir del todo la puerta, mientras trataba de establecer, no si esa mercadería era legal o ilegal, sino a qué estrato de la ilegalidad pertenecía, para de ahí deducir si al ladrón de ladrones le tocaba el perdón o ya nuevamente la cárcel. 

–¿No me ayudaría a ponerlo allí arriba? –le señaló la otra un hueco entre el techo y un par de torres de trapos de piso. 

A Lichi no le molestó, más bien le resultó un alivio, que la vecina hubiese demorado tan poco en dejar en claro por qué lo había hecho pasar. Caballerosamente se agachó, hinchando el pecho como un levantador de pesas y pidiéndole ayuda con un guiño al más grande de los enanitos, que no debía tener más de seis años. Y mal no le hubiera venido que le dieran una mano, pues la suma de esos elementos sin peso específico individual daban un inesperado y casi inmanejable peso muerto. Llevarlo hasta el sitio indicado le costó más que la noche anterior arrastrar a su padre borracho hasta la cama, por muy flaco que fuera. 

–¿No escuchó nada anómalo hace un momento? –preguntó con voz agitada por el esfuerzo, en parte también para recuperar el aire antes de irse. 

–Oí un grito –asintió la Blancanieves morena tras un momento de vacilación, tal vez generada por la anómala palabra que había elegido él para referirse a un ruido raro o extraño– Debe haber sido la tarada del segundo. Parecía que la estaban matando. Por eso pensé que podía ser mi ex marido que se había confundido de piso. 

Lichi se despidió tocándose la gorra que no tenía puesta y subió el piso de diferencia por las escaleras. Eran tres los departamentos que daban hacia el lugar del crimen (acústicamente hablando) y no supo por cuál empezar. Recién cuando tuvo que prender por segunda vez la luz, le llegó la iluminación: si la peruana había dicho que su marido se podría haber confundido, el departamento sólo podía ser el inmediatamente superior. Tocó el timbre.

Enseguida oyó un gemido que era sofocado con corrimiento de cosas. En un departamento contiguo empezó a ladrar un perro. Volvió a tocar, acercándose instintivamente a la mirilla, como si por ella se pudiera ver el interior. Por eso quizá no se sorprendió tanto de que ese fuera el caso: la habían colocado al revés (¿o estaría al revés la puerta?). Igual no vio mucho, apenas un pasillo y al fondo las piernas de una persona en silla de ruedas. Las piernas desaparecieron y en su lugar se fue acercando un hombre calvo de barba abundante. 

Cuando al fin le abrieron, se había vuelto a apagar la luz (más que un timer le habían colocado la próstata de un anciano, imaginó pensando en su padre, que acaso en ese mismo momento estuviera levantándose a orinar, si es que la borrachera se lo permitía). La luz que venía del otro lado del departamento, aunque tenue, no le dejó ver la cara que puso su vecino cuando le explicó que había escuchado gritos y venía a cerciorarse de que no hubiera ocurrido ninguna desdicha (la palabra correcta habría sido desgracia, pero era de las que le costaban pronunciar). Habría sido importante poder verle la cara porque el hombre no contestó. 

–¿Puedo? –exigió Lichi, olvidándose de que no tenía el uniforme puesto, por ni hablar del encargo de allanar un domicilio o el permiso de un juez para hacerlo (pero eso sí que hubiera sido buscarle lo que se dice el pelo al huevo… del boludo). 

Demoró unos segundos más en entender que el otro no entendía castellano y le dio una primera lección, tanto del idioma del país como de su idiosincrasia, abriéndose paso sin más formalidades. A diferencia del departamento de arriba, éste se encontraba casi vacío, apenas si tenía unas telas colgando de las paredes y un par de alfombras en la base de mueblecitos endebles, como hechos de escarbadientes. Sin embargo, la opresión que reinaba en el ambiente era mucho mayor, casi insoportable. Lichi la sintió en el estómago y en el pecho, antes aun de que se potenciara al asomarse a la cocina y ver la silla de ruedas, embutida ahora entre la heladera y una mesa rebatible de fórmica descascarada. Las piernas flacas y desnudas hasta los muslos que en Lichi habían despertado algún ramalazo de fantasía erótica (que jamás confesaría, ni siquiera a sí mismo) pertenecían a una muchacha con los miembros y el rostro desfigurados por una horrible enfermedad, de esas que Lichi se congratulaba de ni siquiera saber el nombre. Tenía el pelo cortado de cualquier manera, la mirada perdida en el techo, la boca babeante y como único rasgo vivaz un aro verde que le colgaba de un lóbulo horriblemente inflamado. Lo que a primera vista parecía un cinto, ciñéndole casi a la altura del escuálido pecho su túnica también verde, enseguida se reveló como una faja que la mantenía atada a su silla precaria, de obra social. No había forma de dudar, en cambio, de que eso que le tapaba la boca era una mordaza casera. 

–Ella quería –apareció de pronto una mujer, que aun cubierta por un velo delataba ser la madre de la muchacha. 

Conmovido por el hecho de que los rasgos parentales sobrevivieran a una enfermedad tan deformante (¿sería también por eso que se las llamaba genéticas?) Lichi tardó unos segundos en entender que la señora sí sabía el idioma, no como su marido, y que le estaba dando explicaciones antes de que él se las pidiera. Estuvo tentado de preguntar qué era lo que había querido la pobre muchacha, si que la ataran o que la amordazaran o ambas cosas, pero la formulación volvió a provocarle una puntada de goce oscuro, infame, y calló avergonzado. 

–Ella quería –repitió la madre como un mantra, o como se llamara en su país a los rezos repetidos–. Ella insistió.

Mientras procedía a desatar la tela que le cruzaba la boca a su hija, despacio y como midiendo si ella entendía que debía comportarse porque había visitas, el padre le ofreció té en una tacita diminuta que parecía haber sacado del bolsillo, como ciertos mozos el plato de ñoquis o milanesas con fritas casi antes de que uno termine de pedirlos. Parecían sentir tanta culpa por el estado de su hija que Lichi empezó a sentirla también, pero aplicada a su propia presencia en el lugar. Habría huido de inmediato si el gentil tecito no lo hubiese amarrado a la situación con lazo más insalvable, a su sutil modo, que la faja para los débiles y retorcidos brazos de la gritona. 

–¿No les llamó la atención accionándose hace un momento un sonido como de pistola? –aprovechó entonces para interrogar a los posibles testigos. 

–La que tiene un arma es la loca de abajo –dijo la madre, casi con el mismo desprecio con que la otra había hablado de su hija. 

En ese momento volvió a escucharse un tiro, mucho más fuerte que el anterior, por lo que Lichi dedujo que debía venir de más arriba todavía (aunque es el sonido el que sube). Apuró la tacita (dejar a medio consumir un recipiente tan pequeño se le antojó que podía ser tomado por una afrenta imperdonable en la cultura de esa gente) y se despidió de la familia. La seguridad de que se toparía con varios vecinos, todos preguntándose qué había pasado o incluso parados alrededor de un cadáver, intensificó la oscuridad y el vacío con que se encontró en el pasillo. Frente a la disyuntiva de la escalera pensó por un instante en olvidar el asunto y volver a su departamento, al menos para cerciorarse de que su padre llegara al baño y no le manchara la cama. 

Fueron más bien las piernas las que les dieron al cerebro la orden de seguir subiendo y llevar el asunto hasta sus últimas consecuencias, como se dice, aunque el verdadero extremo era más bien el origen de toda esa insensatez. ¿Quién quedaba, no digamos en el rubro policial, sino en cualquier otro, excluyendo al de las maestras rurales, que aún actuase lo que se dice de oficio? Lo más parecido que conocía Lichi a hacer lo que se debe hacer sin que nadie te lo exija ni te vaya a reclamar en caso de abstenerte era el así llamado trabajo a reglamento, al que acudía sobre todo el gremio de los choferes a modo de protesta cuando pedían aumentos de salario. Cumplir con las propias obligaciones era en ese país una paradójica manera de hacer huelga. 

En el tercer piso, la lamparita del pasillo no trabajaba ni a reglamento. La única luz era la que proporcionaban los visillos, tal vez estuvieran todos al revés. Todos menos uno, notó Lichi, y no porque estuviera en la posición correcta, sino porque la que estaba ladeada era la puerta misma. Se acercó y la empujó como para entrar, pero cuando bajó la vista vio un hilo de sangre corriendo por el piso. Siguiendo el hilo hacia afuera notó que enseguida se espaciaba hasta transformarse en gotas en fila y concluyó que esa debía ser la dirección que había tomado el acuchillado, luego de taparse la herida. 

El caminito conducía a las escaleras nuevamente, no del lado que había emergido él sino del que seguía hacia arriba. Terra incognita para Lichi, que nunca había pasado de su primer piso, de ahí que tendiera naturalmente hacia las escaleras y no hacia el ascensor, como cualquier hijo de vecina (del segundo piso para arriba). De ahí también que al llegar a la terraza y no ver a nadie, pero sí la ropa recién colgada y goteando, se sorprendiera de no haberse cruzado con ninguna persona en la escalera. Siguiendo el impulso que lo había hecho ascender los tres pisos al trote, revisó la terraza de punta a punta, lo que tampoco era tanto decir, pues el tamaño de los seis departamentos más el pasillo debía equivaler al de un solo departamento de familia en un barrio más acomodado, es decir casi cualquier otro de la capital. 

Se reclinó a descansar sobre una de las barandas, sacó un cigarrillo, buscó encendedor, no encontró pero igual se lo puso en los labios, succionó por acto reflejo y hasta llegó a sentir el humo entrando en los pulmones. Era el colmo de la sugestión, luego de haber buscado al dueño de la ropa como si colgarla en la terraza fuera un delito (lo era, en cierta forma, o en todo caso se había discutido ya varias veces en las reuniones de consorcio la posibilidad de clausurarla, debido a que los vecinos subían con tacos o elementos punzantes y agujereaban la membrana, pero aun así no se justificaba actuar de oficio en este caso). Y no le podía echar la culpa de su sugestión a la sangre, pues a más tardar bajo la luz externa se había revelado como agua ennegrecida por alguna prenda de mala tintura. 

Haciendo como que fumaba, Lichi se quedó un momento más a contemplar la calle de su edificio, tanto más desolada y gris un día domingo si se tenía en cuenta que durante la semana era un colorido caos de tráfico, mercadería, changarines y clientes. El bullicio diurno era tal que de alguna manera reverberaba aún en los grafitis de las cortinas metálicas, en los carteles gritones proyectándose como lanzas hacia el asfalto, en las veredas sucias y rotas por el uso. Bien mirada, la calle no estaba vacía sino llena de vacío, tumultuosamente solitaria, como un teatro horas antes o después de la función. ¡Esa calle era un cigarrillo sin encender! O un cigarrillo electrónico trucho, de los que vendían precisamente en esos locales. 

En ese tupido silencio Lichi fue testigo cenital de un robo a mano armada. Una chica que pasaba caminando era sorprendida de pronto por dos delincuentes que se materializaron de la nada (por muchas similitudes que en ese país se le viera a la policía y a sus contrincantes, en eso sí que eran lo opuesto, pensó Lichi, pues la ley se anuncia con sus patrulleros ya desde lejos, como ahuyentando cualquier peligro, y después nunca termina de llegar). Mientras uno de los jovencitos le apuntaba con una 22 menos verosímil, incluso a la distancia, que las que se ofertaban en plástico detrás de las cortinas metálicas, el otro le quitó el celular y la cartera, que revisó con la velocidad de un agente aduanero sin ganas de trabajar, pero encontrando enseguida todo lo que quería. Quince segundos más tarde se habían evaporado y la muchacha, con la boca abierta aún para un grito que nunca atinó a dar, tropezó con una baldosa levantada y casi cae a la calle. Pero ni siquiera ese peligroso tambaleo despertó en Lichi el impulso de ir en su ayuda, tal vez porque todo se había desarrollado en el mayor de los silencios, como en una película vista sin volumen. Vio alejarse a la víctima como si nada hubiese interrumpido su paseo y tiró el cigarrillo por la borda de la terraza como si realmente se lo hubiera fumado. 

Bajó las escaleras asombrándose con cada peldaño un poquito más por su pasividad ante un delito concreto, a ojos vistas, en medio de su insensata prosecución de uno ilusorio, de oídas. La materialidad de lo que acababa de ver al menos influyó en su interpretación del tercer disparo que escuchaba ese domingo, justo cuando daba la vuelta a la escalera en el quinto piso. Tocó el timbre del departamento respectivo sabiendo que ese ruido no provenía de un arma sino a lo sumo de alguien queriendo imitar su sonido. Le abrieron enseguida, como si lo hubieran estado esperando. 

–¿Vienes por los disparos? –preguntó entusiasmado un joven cubierto con la camiseta del seleccionado colombiano varios talles más grande que su torso–. ¡No sabes la alegría que me das! Estoy haciendo una serie de tutoriales para Youtube de cómo fabricar efectos caseros de sonido, pero caseros en serio, sólo con cosas que hay en cualquier casa. Ya hice lluvia, truenos, carreta, chirrido de gomas y nave espacial, pero no encontraba la manera de hacer un disparo. Porque lo de reventar un globo o hacer rebotar un listón contra una mesa no sirve. Tampoco lo del Zippo o la engrampadora me terminan de convencer para los gatillamientos. Además de quién tiene globos en su casa, ¿verdad? Después de mucho buscar encontré una receta excelente. Pero no me iba a dar por conforme hasta que algún vecino no se asustara y viniera a ver a quién estaba matando. 

Lichi, al que le zumbaban los oídos por la cháchara del caribeño (para él, el caribe empezaba en Rio), puso su mejor cara de boludo (la normal, según le decían) y sacando el paquete de cigarrillos dijo que no venía por ningún ruido, sino por fuego. 

–En la azotea me di cuenta de que me faltaba llama pal fumo –gozó al menos de ese pequeño triunfo que implica hacer que otro se sienta más boludo de lo que se siente uno mismo.

Azorado, pero sin dudar ni por un momento de que le decían la verdad, el youtuber sonidista metió la mano en el bolsillo de su short y extrajo un Zippo. Al chasquearlo un par de veces antes de conseguir la llama ambos se dieron cuenta de que el sonido era exactamente igual que el de gatillar un arma. ¿No eran acaso los encendedores del ejército norteamericano en Vietnam?, recordó Lichi. Con el pretexto de hacerlos resistentes al viento habían creado un arma sonora que debía poner muy nerviosos a los prisioneros de guerra en las sesiones de tortura. Pensó en transmitirle este saber al moreno, pero prefirió trocarlo por uno más cercano a sus intereses. 

–La imitación más acabada del sonido de una pistola es el sonido de una pistola, y acá todo el mundo tiene una en su casa –impartió a modo de agradecimiento una nueva lección de civilidad argentina, justo él, aunque tal vez fuera el más indicado, cada cual tiene a fin de cuentas el maestro que se merece. 

Desistió de subir de nuevo a la terraza y bajó con deliberada lentitud, para aprovechar al máximo el tabaco antes de llegar a su departamento, donde su padre no le permitía fumar. Tampoco le permitía hacer ninguna otra cosa, en rigor, salvo claro está cumplir con su deber filial de cuidarlo, y tampoco a esa tarea se la hacía fácil, más bien lo contrario. Por eso lo había dejado emborracharse una vez más, cansado de buscar y tirar las botellas de Sake que él traía a escondidas a la casa. 

El lento descenso le sirvió además para pensar en el caso del aireluz y terminar de resolverlo. Cuando pasó por el piso de los árabes entendió que lo que quería la hija era ese adorno que le vio colgando de la oreja y que le había dejado el lóbulo como un tomate. Lichi prefería ni imaginar con qué le habrían hecho el agujero, en todo caso estaba claro que a eso se debía el grito desgarrador que había sido castigado con la mordaza. Y cuando llegó al piso de Blancanieves y los siete peruanitos entendió que el bulto que había levantado era seguramente el que se había caído luego del grito, y luego del tiro también. Así tenía que haber ocurrido el crimen, cuyo escenario no era otro que el patio interno de su mente. Él era el culpable y el detective, y bien pensado incluso la víctima. 

Frente a la puerta de su departamento se acordó de mirar por el visillo, no tanto para comprobar que estuviera invertido como para terminar el pucho. Pero estaba invertido, y lo que vio fue espeluznante: su padre se había caído de la cama y la cabeza parecía haber dado contra la silla de hierro que hacía de mesita de luz, en todo caso sangraba copiosamente, tiñendo la alfombra. Por la posición del brazo derecho se podía deducir que invertía sus últimas fuerzas en llegar al celular de su hijo, vaya uno a saber para llamar a quién. 

Lichi, que había estado a punto de tirar la colilla y aplastarla con el pie, la aprovechó para encenderse un nuevo cigarrillo y seguir camino a la calle. De pronto se había acordado que tenía que comprar algunas cosas y supuso que el chino de la vuelta estaría abierto (sus paisanos eran los únicos que trabajaban en serio en ese país). Luego pensó que mejor iba a la comisaría, a ofrecerse como testigo del hurto presenciado desde la terraza. De paso podía contar la historia del patio interno, seguro que sus col, “Red Rug and Gun” (1981 – 1982)egas se la iban a festejar, aunque después lo trataran de boludo (ya le decían Lichi, como si fuera una fruta, así que le daba igual). Lo importante era demorar la vuelta a casa lo máximo posible y que todos supieran que si la había abandonado por un rato sólo había sido para cumplir con su deber. 

    

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