Almudena Sánchez

Eclipse

Almudena Sánchez

Eclipse

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Que la vida es así: 

se pulsa un botón y la vida se enciende.

Clarice Lispector

 

Leonora y Adelino formaban un matrimonio como los de antes. Acababan de cumplir ochenta años y habían sentido escalofríos y espanto al soplar las velas de la tarta. Empezaban a sospechar que el mundo se desmoronaba  infatigable a sus espaldas, sin que ellos lo hubieran saboreado todavía. Con poca gloria y sin ningún esplendor. Intuían que a sus corazones les faltaba un halo de belleza y viento fresco y farolillos de colores y embriaguez bajo la luna y paseos febriles entre estanques dorados y pequeñas arboledas junto al mar. En resumen: una dosis de plenitud de la existencia. Deseaban viajar y no les quedaba mucho tiempo. Apenas unos días, si seguían teniendo suerte.

Mientras tanto, el mundo cambiaba a toda velocidad. La Tierra comenzaba a convertirse en un páramo de cenizas blancas.

—Se supone que los viejos tienen que ser felices. 

Esa es una frase que Leonora y Adelino escuchaban a menudo, en verbenas con amigos (y sin amigos), entre churros, manzanillas y pañuelos de seda. Una frase que se perpetuará por los siglos de los siglos, sin sentido alguno. Sin embargo, ellos lo único que anhelaban era viajar a un país exótico. Lo soñaban por las noches.

Groenlandia, China o Rusia, eran sus destinos favoritos. 

 

Habían llegado hasta los ochenta años arrastrando un sueño incomparable, del que nunca hablaban, por temor a que otra pareja de ancianos se adelantara y viviera sus experiencias por ellos. Les angustiaba pensar en lo que estaba por venir. Y les empezaba a doler la espera. Y como les dolía, se apoyaban cada uno en su bastón de hierro y suspiraban, porque aullar está prohibido y es extraño. Se quedaban un rato así; quietos, medio congelados, con la cabeza apoyada en el mango del bastón, hasta que el ánimo reaparecía y se los llevaba de nuevo por el pasillo.

Aquella era una actitud acostumbrada. Porque en su día, Leonora y Adelino no tuvieron luna de miel. Ni siquiera pudieron salir del pueblo para respirar otros aires más suaves y transparentes. Ya ni se acuerdan del porqué. Es difícil recordarlo. La memoria se encarga de dinamitarlo todo. Querían viajar lejos y salir del pueblo —Villaseñor de Almeida— para evitar convertirse en los típicos ancianos que nunca han visto el mar. Tanto tiempo ahorrando para un viaje. Habían llenado cientos de cajones con billetes de cinco euros. Mejor que en el banco o en una caja fuerte. Los escondites son para los soñadores. 

Desde muy joven, Adelino trabajó como técnico de semáforos. Todos los días regresaba a casa con enchufes y diferenciales colgados del cuello, medio electrocutado, donde le esperaba Leonora y su sonrisa de limpiadora triste (pero feliz) y los cajones llenos de billetes, que siempre estaban ahí, al acecho. Hay momentos en que el deseo se torna desafiante y pegajoso. Eso pensaba Adelino, que, desde hace un tiempo, prefería no mirar a su alrededor. Leonora llevaba una época comprando muebles de forma insaciable (una cómoda, una vitrina, un aparador) con cajones de todos los tamaños, a cada cual más viejo, sucio y astillado, únicamente para llenarlos de dinero.

 

Fuera del hogar, tanto en las ciudades como en el campo, el mundo se había convertido en un cráter bastante doloroso: cada día las autoridades alertaban de un grave incendio, huracán o epidemia a la vista. No se podía salir de casa, ni siquiera para comprar arroz. Los días en calma, que eran pocos y humeantes, se podía viajar. Eran días de bandera verde, de libertad condicional, en los que se avisaba con megáfono a todos los habitantes del pueblo, que aquel era el día idóneo, perfecto para coger la maleta, acelerar el paso y desaparecer para siempre. Pero necesitaban una respuesta rápida por parte del viajero, porque viajar no estaba al alcance de todos. Una respuesta luminosa, de esas que duran un segundo y no admiten matices.

Los medios de transporte tradicionales ya no funcionaban como es debido, porque en el aire flotaban partículas inflamables que podían causar la muerte a cualquiera que, por casualidad, se olvidara la mascarilla en casa. Por encima de las nubes, circulaban gases que incendiaban el motor de los mejores aviones.

 

Leonora y Adelino lo habían pensado mucho. Y habían decidido que ya no podían pensarlo más, que era demasiado tarde, que el cuerpo no aguantaría el peso de tantas arrugas y que podrían estar cometiendo el mayor acierto o error de su vida, pero que ahora eso daba igual: a los ochenta años es corriente estar más muerto que vivo y la única forma de vivir intensamente es esa, precipitada e insegura, sin bastón ni nada, como dos auténticos robinsones. Sabían, además, que las condiciones climáticas no eran favorables y que se enfrentaban a muchos riesgos. Si hubieran viajado antes, treinta años más jóvenes, no hubieran necesitado ni mascarilla, ni bombonas de oxígeno, ni trajes de aproximación al fuego. Eran otros tiempos, como se suele decir. 

 

Debido a que los vehículos de transporte tradicionales se habían quedado obsoletos y se incendiaban con el aire abrasador de la ciudad, se había inventado el teleférico, que funcionaba con un motor blindado. La idea original fue de los japoneses, pero los americanos se adelantaron y lo construyeron ellos, con un montón de banderitas por todas partes. Era el invento del siglo y del futuro; la salvación, la modernidad en potencia, un Dios mecánico, fuera de toda lógica, imposible de superar, patrimonio histórico, monumento omnipotente. Un insecto tecnológico, plagado de botones y pantallas tridimensionales. En la televisión no se hablaba de otra cosa. Estaba más alto que cualquier rascacielos y alcanzaba la velocidad de la luz y del sonido. Ocupaba una parte importante del cielo y por suerte, llegaba hasta Villaseñor de Almeida. Se podía viajar desde cualquier lugar hasta cualquier lugar, sorteando obstáculos, sin escalas, ni interrupciones: tan solo apretando un botón. 

Para Leonora y Adelino, era un alivio saber, que estuvieran donde estuvieran, siempre habría un teleférico rodeando el mundo.

 

En Villaseñor de Almeida se armó un gran revuelo con el viaje de Leonora y Adelino. En el estanco, en el supermercado y aún más en la peluquería, que es donde se mezclan los pelos y las pasiones, no podían creer que ese par de ancianitos —ya en las últimas— se marcharan a recorrer mundo. Y lo que era peor, una noticia aún más grave, que lo hicieran en teleférico. Un chisme, que aunque lo idolatraban los medios de comunicación, todavía no era recomendable, ni seguro, ni siquiera cómodo, porque no había mucho espacio en el que moverse. Cada cubículo tenía unos veinte metros cuadrados de amplitud y las zonas comunes solo podían pisarlas los viajeros de primera clase. Desde lejos, parecía inestable y descoordinado: una atracción de feria. Todavía estaba en periodo de pruebas y solo se habían atrevido a subir a sus vagones paracaidistas profesionales, suicidas, amantes del vértigo y las alturas.

 

La cuestión es que Leonora y Adelino vaciaron todos los cajones de su casa. El teleférico les esperaba a la mañana siguiente y antes de ilusionarse, tenían que comprobar que les bastaba el dinero que habían ahorrado para comprar los billetes. Vaciaron los muebles despacio, de cinco euros en cinco euros, hasta la eternidad, como mendigos de clase media. Y al final resultó que sí, que lo habían ahorrado. Que lo habían conseguido. Que se lo podían permitir. Que el dinero les daba para dos billetes, y además, de los buenos. Después de muchas cuentas con la calculadora, de algunas equivocaciones (un cero menos, habían añadido un cero menos a la suma total) decidieron que estaban listos y seguros para comprar ambos billetes y alejarse, por fin, en aquel robot milagroso, hacia los confines del universo.

 

Salieron temprano. Leonora se puso sus mejores galas: una gargantilla y sus pendientes de la suerte, que eran largos hasta el cuello y pesaban un poco, pero ante acontecimientos tan importantes como un viaje en teleférico, eso era de lo menos. Ni siquiera le molestaba que los zapatos le estuvieran destrozando los talones y apenas pudiera andar, ni mantenerse en pie. Ni tampoco que las medias le apretaran tanto que tuviera que rompérselas un poco, para estirar los músculos o lo que sea. Todo eso daba igual ante momentos de fulgor y sangre en las venas. 

Los periodistas les esperaban impacientes. Tenían que cubrir la noticia y enfocarlos bien, subiendo al teleférico, elegantes y encorvados. Casi todas las casas de pueblo tenían las ventanas abiertas. Era un día de frío y niebla quebradiza y estaba a punto de llover, pero no llovía. Leonora y Adelino llegaron puntuales. Primero el bastón y luego ellos, con sus maletas arrastrando. La maletas eran de fibra viscoelástica y ellos de carne y hueso, o eso creían. Les impresionó ver al teleférico ahí plantado. Era vaporoso, inabarcable. Les recordaba a los buques de piratas, a las historias de su infancia. El contraste entre el futuro y el presente era evidente. El teleférico parecía una aparición espectral, dentro de aquel pueblo en el que todo estaba mugriento. Un trozo de futuro instalado en un fragmento de prehistoria. Los periodistas les hicieron unas cuantas preguntas, a las que Leonora y Adelino contestaron con evasivas, pues querían subir lo más rápido posible al teleférico y dejar atrás, muy atrás, los años perdidos en Villaseñor de Almeida.

 

Hasta que llegaron a su habitáculo, que estaba en la cabeza de la nave (así llamaban a la parte superior del teleférico) se fueron encontrando a varias personas en las zonas comunes. En el salón de reuniones, había un hombre triste, que con un catalejo de madera, antiguo y desenfocado, intentaba capturar alguna imagen del cielo. A medida que pasaban los minutos, le crecía muy rápido la barba. 

Aquella observación le causó mucha inquietud a Adelino que, por si acaso, se palpó la suya propia, que estaba igual que siempre: lisa y chamuscada. Entonces pensó que hay barbas que crecen a más velocidad de lo normal, por tanta tristeza. 

A su lado, una señora con el pelo gris, leía un biografía sobre grandes personajes de la historia: El mundo científico de Copérnico. 

Al ver a Leonora y Adelino, tan recién llegados, apartó los ojos del libro para exclamar:

Oh, los más ancianos de la nave. Bienvenidos. 

El teleférico despegó y Leonora y Adelino se quedaron observando, tras los cristales, como Villaseñor de Almeida desaparecía y se difuminaba ante ellos. Por un momento, sintieron miedo. Era todo muy nuevo. No tenían nociones sobre ingeniería, ni máquinas del futuro y sin embargo, ahí estaban, en el interior del mayor invento aéreo del mundo, flotando entre seres extraños que leían libros sobre Copérnico y visionaban el mundo a través de un catalejo ennegrecido. Justo el hombre del catalejo, que tanto les llamó la atención, se les acercó. Estaba tan triste que costaba mirarle directamente a los ojos. Y preguntó:

¿Habéis visto el eclipse?

Leonora y Adelino no habían visto nada. Ni siquiera el mar. Y aquel hombre, tristísimo, de mirada almidonada, les estaba preguntando por uno de los fenómenos astronómicos más espectaculares que existen. Leonora y Adelino no se atrevieron a contestar. Entonces el hombre del catalejo, continuó:

Yo tampoco he visto ninguno. Pero me dedico a ello, todos los días. 

Y se marchó. Les dejó con aquella respuesta estelar, vibrando en los labios, como un calambre eléctrico. Leonora y Adelino se quedaron con la sensación de haber visto una película hasta la mitad. Una película de fantasmas, fragmentaria y loca. Aquellos pasajeros que vivían en el teleférico eran personas introvertidas y de pocas palabras. Un grupo de misántropos.

 

Finalmente, después de atravesar las zonas comunes, Leonora y Adelino llegaron a su cubículo. Un camarote volátil. Aunque era pequeño, les resultó acogedor. En el escritorio, les habían dejado un ramo de rosas de plástico y una carta de bienvenida, escrita a mano. En ella se avisaba de los posibles efectos secundarios que el matrimonio podría sufrir de vuelta a la vida real. Los cristales eran herméticos. Se podían cerrar pero no se podían abrir. Y en la mesilla de noche, como en casi todos los grandes hoteles de la Tierra, había una Biblia y, casualmente, también, un diccionario. Leonora buscó la palabra “eclipse”, que decía así:

Ocultación transitoria, total o parcial, de un astro por interposición de un cuerpo celeste.

Para poder viajar, Leonora y Adelino, tenían una pantalla táctil con botones, situada en cada extremo de la habitación. Cada botón correspondía a un país, y dentro de ese país se podía visitar una ciudad. Los botones se iban ramificando en botones más pequeños, por si deseaban visitar algún pueblo, como por ejemplo, Villaseñor de Almeida, que estaba resaltado en el mapa, señalado en verde. 

Situados uno frente al otro, Leonora y Adelino, contemplaron la espesura de la Tierra. Llovía allí. Primero visitaron Groenlandia, a continuación China y más tarde Rusia. En un día pudieron visitar los tres sitios. No les resultaron muy diferentes entre sí. Lo que les ofrecía el teleférico era, simplemente, una visión panorámica de los tres lugares. Se sentían astronautas y turistas a partes iguales. Pero no podían bajar del cubículo. Estaba prohibido y enseguida saltaba una alarma que convertía su habitación en una discoteca de luces fosforescentes.

Los habitáculos del teleférico tenían servicio de catering y estaban climatizados. Temperatura ambiente. En ningún país hacía ni frío ni calor. Leonora y Adelino probaron todas las especialidades que les ofrecía el menú. Visitaron, por último, el desierto del Sahara. Les invadió, durante un minuto, una sensación placentera, como de conquistar el mundo. 

Después del recorrido, Adelino notó cómo le había crecido la barba. Seis centímetros en menos de una hora. Le pareció anormal aquel crecimiento repentino, un suceso inexplicable. Por eso, se preguntó si estaría soñando o serían imaginaciones suyas. Se lo comentó a Leonora, que sacó unas tijerillas de su neceser y le cortó a Adelino la barba sobrante.

¿Qué hacemos con el pelo? Si no hay papeleras en la nave. Y los baños son comunitarios.

Leonora guardó el trozo de barba de Adelino en su bolso. De forma provisional, para no dejarlo en el suelo y que se esparciera con la ingravidez por todo el dormitorio. Y luego, salieron a relacionarse con los otros habitantes del teleférico. En su zona, por alguna razón, siempre se encontraban con los mismos pasajeros: la mujer que leía El mundo científico de Copérnico, que todavía iba por la misma página. La encontraron sentada en un silla de oficina, bastante aparatosa. Había dejado el libro a un lado y estaba removiendo con esfuerzo papeles perdidos dentro de su bolso. Leonora observó con sorpresa que también había pelo en el interior de su bolso. Un estuche transparente lleno de pelos. Como en su bolso. De otro hombre. De otra barba. De otro color. Y aparentemente, más joven que la barba de Adelino.

Entonces Leonora se acercó a ella y le enseñó el pelo que tenía en su bolso. Lo tocaba con las manos y se le escurría entre los dedos. Después, los pelos empezaron a volar alrededor de la sala de reuniones del teleférico, como pájaros silvestres. Las dos se miraron con la complicidad de quienes comparten el mismo problema. La señora del bolso, con voz hospitalaria, agregó:

Es de mi marido. Si quieres, podemos hacer un intercambio. 

El marido de aquella señora era el hombre del catalejo, que estaba en uno de los miradores acristalados, con el catalejo pegado a los ojos. 

El eclipse está a punto de llegar, susurraba. A punto.

La barba de ese hombre tristísimo era lo que llevaba la señora copernicana ahí, en su bolso de cuero. Esa cosa de náufrago, envasada al vacío. A Leonora le repugnó aquello, aunque también ella llevaba la barba de Adelino en el suyo y en el fondo, era el mismo tipo de viscosidad biológica. Pero Adelino, por supuesto, era su marido.

¿No hay papeleras en el teleférico?

Aquella señora le respondió a Leonora que no, que no había ninguna papelera. Que podía tirar la barba sobrante de su marido en el WC, pero que se arrepentiría, porque si hacía eso, si se atrevía a hacerlo, la barba de Adelino iba a crecer cada vez más rápido y un día sería incontrolable y esponjosa.

Lo único que podemos hacer, es intercambiarnos las barbas, insistió. 

Leonora intentaba entender algo. Pero no lo conseguía, por más preguntas que se hacía. Era como si esa señora llevase el mando de la situación.

Los intercambios favorecen las relaciones personales, le recordó. 

Y siguió leyendo su libro de Copérnico. Aquella primera página perpetua, en la que se podía ver un retrato de Copérnico, dibujado a carboncillo. De los pocos que deben existir del científico, pensó Leonora. Y con ese horrible gesto de desdén.

Leonora se alejó. No quería oír otra vez esa frase rara sobre intercambios de barbas. Estaba cansada de juegos, de extravagancias y teorías galácticas.

 

Adelino estaba al otro de la sala, jugando con el catalejo del hombre tristísimo, que se deshacía en su propia pena. Cuanto más miraba por el catalejo, más adelgazaba. A juzgar por sus caras, parecía que se lo estaban pasando bien. Mientras él se entretenía, ella entró en el wc y lanzó la barba de Adelino al váter, que se tragó todos los pelos con avidez. Problema resuelto, pensó Leonora. No hay que preocuparse más por el asunto, pronunció para sí misma en voz alta. Pero al volver a la sala de reuniones, se encontró a Adelino allí, que intentaba caminar con una barba espectral de dos metros y suspiraba con ojos llorosos:

¿Y ahora qué me está pasando? ¿Es por el eclipse? ¿El eclipse altera el crecimiento del vello?

Leonora le contestó que se olvidara del eclipse y se lo llevó del brazo hasta el habitáculo que ocupaban. Allí le cortó toda la barba que le sobraba, empezando por la derecha y terminando por la izquierda, que era mucha, muchísima, dos metros de barba, y le habló de aquella señora que también llevaba la barba de su marido en el bolso. 

Lleva más cantidad que yo. Un arbusto entero.

 

De repente, se dieron cuenta de una cosa. De que la vida en el teleférico consistía en eso: en evitar que crecieran las barbas (tristes, débiles y apagadas), en pulsar botones y en mantenerse a la espera hasta que se produjera un eclipse. Lo habían entendido en menos de dos días. Era una vida que les recordaba a otra vida. Pues en Villaseñor de Almeida, vivían así, con la excepción de que Leonora no llevaba la barba de Adelino en el bolso. Y los eclipses hacía tiempo que no se podían contemplar. La belleza tenía un precio: había que imaginarla con los ojos cerrados. Demasiada contaminación lumínica en la atmósfera.

Leonora tenía el bolso rebosante de los pelos de la barba de Adelino, de todos los tamaños, colores y texturas. Ni siquiera sabía dónde estaban ya sus cosas, sus enseres de maquillaje. Y no le apetecía viajar. Lo habían visto todo desde las alturas: un lago de peces cristalizados, paraísos volcánicos y pirámides rotas. Tenían que haber tomado más precauciones. Este viaje, le advirtió Leonora a Adelino, no era un viaje cualquiera. Y los dos lo sabían desde el principio. Lo habían hablado, habían aceptado el reto y, sin embargo, no podían controlar la extrañeza que se presentaba en aquel teleférico astronómico. Allí todo el mundo vagabundeaba, acostumbrados al misterio del cosmos y al crecimiento revolucionario de las barbas, como estrellas errantes o sonámbulos meditativos.

Leonora miró el botón verde, que podría conducirlos de vuelta a Villaseñor de Almeida. A una vida normal, mucho más normal. Se aseguró de mirar el botón con fijeza para que Adelino se diera cuenta de que ella lo miraba, de que miraba allí y no a otra parte y que aquella mirada era, más que una mirada, una pregunta.

¿Volvemos?

Justo en el momento en que iban a pulsar al botón para abandonar el teleférico, una voz grave les avisó por megafonía de que el eclipse ya estaba aquí. Estaba sucediendo. Leonora y Adelino se abrazaron, sin saber si era de miedo o de asombro. Esas cosas o se saben o no se saben, no hay término medio. 

El caso es que ya daba lo mismo, porque no se abrazaban, ni se acariciaban, ni se ruborizaban desde hacía décadas y eso era todo un logro. Por una vez, el tiempo y el espacio les resultaban favorables. 

Se encontraban en el instante preciso ante el espectáculo perfecto.

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