La puerta del colectivo se abrió. Elena, desde su asiento, observó a la gente que se trepaba al estribo.
—¿Dónde los pensará meter este tipo? —le preguntó a su hija que estaba sentada del lado de la ventanilla.
Jesi movía la cabeza de pelo negro y mechas azules, absorta en la música que salía del walkman. Elena suspiró y fijó la mirada más allá del vidrio, en algún punto perdido de la calle.
—¿Piensa que lleva ganado, chofer? —se escuchó. La voz chillona convocó la atención de Elena que se había puesto a pensar en el dinero que Jesi gastaba en casetes. Alzó la vista y en ese instante vio subir a una embarazada. Hundió el codo en la cintura de su hija.
—Jesi, levántate.
Jesi tiró del cable del walkman y los auriculares saltaron de las orejas.
—¿Qué pasa?
Elena señaló con la cabeza a la embarazada. —Dale el asiento a la señora.
Jesi miró a Elena con los ojos muy abiertos. —¿Estás loca, ma? ¿Con esta pollera me voy a meter en ese quilombo de gente?
Elena consideró la diferencia entre sus discretos pantalones pinzados y la minifalda de Jesi. Resignada, se tomó del pasamanos para levantarse.
—Siempre una excusa a mano, ¿no? —deslizó.
—Es la verdad, ma —retrucó Jesi, y en un tono cómplice y simpático agregó—: A las viejas no les hacen nada.
Elena miró a Jesi. La vio ponerse los auriculares en las orejas. Desentendida de lo que había dicho ahora dirigía su mirada por la ventanilla hacia afuera.
Elena miró hacia adelante. Vio a la embarazada tratando de sujetarse de un pasamanos. Le hizo señas para que se acercara. Mientras intentaba hacerse un lugar entre el gentío, maldijo todas esas teorías que condenaban el impulso de estampar una soberbia cachetada en la mejilla bronceada de Jesi.
—Gracias —dijo la embarazada.
—Por nada —contestó Elena con una sonrisa que disimulaba la incomodidad de verse aplastada por el avance de un vientre ochomesino. La embarazada tomó posesión de su asiento con un bufido. Jesi ni se inmutó. Elena intentó separar un poco los pies para hacer equilibrio en las frenadas.
—Flor de malcriada —dijo una mujer a su izquierda.
Elena reconoció la voz chillona que había escuchado antes y se hizo la sorda. Lo único que me falta es que me cuestionen la educación que le doy a mi hija, pensó. Y clavó una mirada de odio en Jesi. Desde esa perspectiva aérea los pechos de su hija se veían más juntos y abultados. Se preguntó cuándo había desarrollado semejante cuerpo. Con razón se la disputan esos imberbes, pensó recordando los obstinados llamados telefónicos de dos compañeros de secundaria de Jesi. Se creía toda una diosa. Lo que necesitaba esa chica era que la ubicaran en su lugar. Después de todo solo tenía catorce años. Ella también había sido linda a su edad, y no solo linda. Por sobre todo había sido rebelde. Pensaba. Y pensaba bastante. Sin embargo, se bancaba los cachetazos sin chistar. Y no estaba hablando de otro siglo. De los sesenta a los noventa no habían pasado ni. Se interrumpió alarmada: ¿Treinta años? ¿Era posible que hubieran pasado treinta años desde sus catorce? Recordó la piel arrugada de Jagger en el último recital que había visto por la tele hacía un mes. Se sintió mal. ¿Era el calor, el olor ofensivo de la gente que la apretujaba, o estaba a punto de desmayarse? ¿Cuántos años tenía Jagger ahora? Mientras frenaba con su sandalia el avance del pie de la persona que tenía a su izquierda (la de la voz chillona, seguro), intentó hacer cuentas. Jagger tendría unos veinte años cuando salió besando el micrófono en el póster que había traído la revista Pelo. Se vio a sí misma clavando el póster con chinches en la madera lustrada del placard recién comprado. Keith Richards con sus pantalones de terciopelo ajustados. Adoraba los frunces que se le hacían en la ingle. Pero nada como la bocaza de Jagger. Qué época gloriosa. Píntalo de negro a todo volumen en el combinado y la puerta de su cuarto que se abre. La madre agarrándose la cabeza frente al placard. Gesticulando como una loca. Pobre vieja. Una mano pesada como esa era la que Jesi necesitaba sentir en la mejilla. ¿Pero treinta años habían pasado? Una presión fuerte en su espalda interrumpió sus pensamientos. O se corría un poco hacia el costado para hacerle lugar a ese cuerpo prepotente que parecía pedir espacio, o se aplastaba contra la embarazada. Decidió apretarse contra la mujer de la izquierda. No tuvo más remedio que mirarla. Lo primero que vio fue el bigotito transpirado y atravesado por surcos. La mujer era mayor que ella y la miraba con un gesto poco amable. Elena no quiso pensar en cuánto mayor que ella era realmente. Treinta años seguro que no. Mientras se convencía de que entonces habían pasado treinta años desde sus catorce y aquel campamento en Gesell, se apretó más contra la mujer para lograr que su espalda se viera libre de tanta presión.
—Disculpe —dijo—. Me están apretando.
—Se tendría que haber levantado la mocosa —dijo la señora.
Elena trató de sonreír para restarle dramatismo a la escena, pero adivinó en su cara la mueca de disculpa. Vergüenza le pareció más exacto. Intentó rescatar el orgullo de haber dormido bajo los pinos de Gesell. Catorce años, qué valentía. Miró hacia atrás, ya con coraje y dispuesta a reclamar por su mínimo espacio.
Un muchacho de pelo largo teñido de rubio le sonrió. Tremendos ojos tenés, pensó Elena.
—Me estás empujando —le dijo y notó que su voz había perdido todo rastro de reclamo. Había sonado dulce, casi íntima.
—Perdoname. A mí también me empujan. Elena le dio la espalda. Estaba aturdida. El chico la había tuteado. Perdoname había dicho. Qué voz suave había salido de esa boca entreabierta. Morocho de ojos color miel. Teñido de rubio. Perdoname. Los labios del morocho volvieron a su memoria produciéndole un estado de excitación. Cerró los ojos. Un insistente codo empujando en su cadera izquierda la hizo volver a la realidad. Miró a la vieja. Ahora se daba cuenta de que realmente había diferencia entre ella y la mujer que la miraba inquisidora.
—¿La está molestando?
—¿Quién? —preguntó Elena.
—El de atrás.
Elena sacudió la cabeza, burlona. —No. —Miró de reojo por sobre el hombro. El chico le guiñó un ojo. Qué seductor, por Dios. Volvió a sonreírle rápido a la vieja. Estaba ruborizada y no era el calor. Un segundo después sintió que algo se había apoyado suavemente contra su pantalón como tanteando la respuesta. No pudo esquivarlo. O no quiso. Sofocada miró a Jesi. Qué inocente le parecía ahora con su movimiento de cabeza, ajena a la realidad. Pensó con delicia en un hipotético, imposible diálogo que se producía apenas bajaban del colectivo: Jesi —una Jesi descolocada y boquiabierta— escuchando sin poder creer todo lo que le contaba: así que a las viejas no les hacen nada, le decía ella. Pero no. Lo mejor del asunto estaba en que era secreto. Los pinos de esta villa cubrirán para siempre nuestro secreto, había escrito en Gesell su primer amor. Cuarenta y pico y seguís en carrera Elenita, se dijo orgullosa mientras con un leve movimiento hacia atrás provocaba una mayor presión contra sus glúteos. Le pareció sentir el aliento cálido del chico sobre su cuello. Estaba suspirando. Se le endurecieron los pezones. Observó una mirada molesta proveniente de la izquierda. La vieja se estaría dando cuenta de lo que ocurría. Eso le pasaba por metida. La embarazada comenzó a abanicarse con la mano. Elena transpiraba pero estaba segura de que la causa no era solo el calor. Pensó que si se desmayaba caería en brazos del chico. Un movimiento de Jesi la puso en guardia. Estaba dando vuelta el casete. La vio acomodar el volumen y mirarla. Qué quería con esa expresión de cejas alzadas y cara seria. Jesi movió la cabeza como diciendo ¿todo bien? Elena se preguntó si su cara mostraría la plenitud de esos domingos, cuando después de un recuperado contacto amoroso, se miraba desnuda en el espejo del baño. Sonrió, en un intento de mostrarse presente, tranquilizadora. Jesi volvió a mirar por la ventanilla. Elena, a concentrarse en lo que pasaba a su espalda. ¿Era posible que un chico se estuviera excitando con ella de esa manera? Solo quedaba disimular el placer, los movimientos de aproximación. Jamás, jamás le contaría a Jesi lo que le hacen a una vieja. Alzó ambos brazos para tomarse del pasamanos del techo y juntó las muñecas en una actitud de entrega destinada a él, cerró los ojos y escuchó la voz de Jagger en Azúcar marrón…
Cuando oyó los insultos desde el fondo del colectivo abrió los ojos. La presión contra su cuerpo había desaparecido y el codazo de la vieja pareció clavársele en las costillas. Una confusión de murmullos envolvió a Elena. Miró hacia la puerta. Lo vio bajarse del colectivo.
—Fíjese en la cartera, señora —le estaba diciendo la vieja.
—Tiene el cierre abierto —le señaló la embarazada.
Elena hundió apenas la mano en su bolso. Le faltaba la billetera.
La voz chillona sonó estridente y satisfecha: —¿Vio? ¿Qué le decía yo? Se aprovechan…
Elena miró a la vieja. Cerró suavemente el cierre. —¿Se aprovechan de qué? —dijo con voz firme—.
A mí no me falta nada.
*Este cuento fue publicado en Lo que dicen cuando callan @ Alejandra Laurencich, c/o Guillermo Schavelzon & Asoc. Agencia Literaria.
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