La casa se estaba viniendo abajo y uno, a cierta edad, no hace nada para evitarlo. Pero lo cierto es que los platos sucios se juntaban en la cocina, no había nadie que hiciera mi cama y empezaban a faltar camisas en el placar. Creo que nos salvábamos de las hormigas sólo porque vivíamos en un piso alto. Ocho días después, mamá me pidió que la acompañara a ver si le había pasado algo. Estaba preocupada. Yo la veía cruzar el pasillo o parada en mitad de su cuarto, en camisón, como si hubiera olvidado dónde estaban sus pantuflas y eso fuese algo aterrador. Si no había hecho nada hasta ahora no era por desidia, sino más bien una manera de seguir esperándola.
–¿Y cómo no tenés el teléfono? –le pregunté.
–Nunca lo necesité.
Mamá es así. Da todo por sentado. Elda no tenía la costumbre de faltar y cuando lo hacía avisaba por lo menos con un día de anticipación. En los veintidós años que llevaba trabajando en casa nunca había dejado de llamar.
–Está bien, vamos –le dije. No quería que fuera sola. Pensé que eso me pasaba por ser el último en irme. Antes fuimos al cuarto de servicio y revolvimos sus cosas. Al parecer, todas seguían ahí: el delantal rosa que mamá le había hecho dejar de usar, un cuaderno con anotaciones y cuentas, unos perfumes. Y quizás el último televisor en blanco y negro de la tierra. Cuando terminé de bañarme, las llaves del auto estaban sobre mi cama. No entendí si me estaba apurando o si tenía miedo de que me arrepintiera. Mientras bajábamos en el ascensor traté de hacer un recuento de todos los recuerdos que tenía de Elda. Me sorprendió que fueran tan pocos. No podía evocarla, por ejemplo, el día que me recibí, pero sabía que ella había puesto la mesa y cocinado para mis amigos que aparecieron esa noche para festejar. Y después cuando ya todos se habían ido y nosotros dormíamos, había limpiado y ordenado la casa en silencio. O cuando tuve meningitis mientras mamá y papá estaban de viaje (uno de esos intentos de reparar lo irreparable). Entonces el recuerdo no es más que una sucesión de días y noches de fiebre, invariables, de televisión prendida las veinticuatro horas, de unas manos que me abrigan y me dan de comer, pero sin una cara distinguible.
Mamá traía en su mano un papelito con la dirección. Estaba arrugado y algunas de las letras y números se habían borroneado. La única certeza que teníamos era el nombre del barrio.
–No te preocupes. Preguntando llegamos.
Desde que se fue papá, aprendí a recitar fórmulas de aliento. Me miró de reojo, sonriendo, y sentí que si le sostenía la mirada un segundo más, iba a destapar, uno a uno, mis secretos. Aunque el auto era de ella, yo era el único que lo usaba, a excepción de alguno de mis hermanos. Existía entre los dos el acuerdo tácito de que tenía que pedirlo prestado toda vez que quisiera usarlo.
–¿Vos le pagaste, no?
Doblamos y entramos en la avenida. No me miró.
–¿A quién?
–A Elda.
–¿Cómo no le voy a pagar?
–No sé, tal vez te olvidaste. Puede pasar…
Pero no respondió.
–¿Se habrá ofendido por algo? ¿Algo que le hayas dicho?
Mamá y Elda podían estar el día entero sin hablarse, pero siempre una sabía lo que estaba pensando la otra. Elda servía el té o la cena a la hora que mamá creía que era la hora adecuada. Entraba en los cuartos a ordenar y a limpiar cuando estaba segura de que no molestaba. Se repartían la casa por horarios.
–¿Qué sabés de Elda?
–¿Cómo qué sé de Elda?
–Me refiero a qué sabés de su vida.
Pasamos por una zona de fábricas, cerca del río. Las columnas de humo de las chimeneas se torcían hacia el sur. Oímos la bocina de un barco que no sabíamos si llegaba o se iba.
–Poco –dijo.
Se quedó pensando varios kilómetros. Con el sol de costado, vi extenderse una zona de sombra en su cara.
–Sé que nació en Paraguay, en un pueblito que da al río… El nombre significaba Sol Alto, o algo así, pero no sé cómo se dice en guaraní –hizo una pausa y me miró entusiasmada antes de continuar–. Sé que tiene cuatro hijos. También varios nietos, nueve creo. Está separada desde hace varios años. Él era carpintero o plomero, no me acuerdo muy bien. Cumple años en febrero –contó con los dedos–. ¿Cincuenta y ocho?
No parecía muy segura. Desde una curva, antes de salir de la autopista, vimos un terreno en construcción. En el centro, habían cavado un pozo gigantesco, que más bien parecía el cráter de una bomba. Calculé que el futuro edificio tendría al menos quince, veinte pisos.
–Parece que le pegaba.
–¿Quién?
Cuando bajamos de la autopista, faltaba todavía la mitad del viaje. Y venía la parte que no conocíamos. A medida que nos alejábamos de la ciudad, la señalización era cada vez más imprecisa y empezaban las calles de tierra. Paramos en una panadería a comprar facturas.
–No podemos caer con las manos vacías. Estuve de acuerdo.
–Alguna con dulce de leche.
–¿Creés que le haya pasado algo? –me preguntó.
–No sé. No creo.
Pero entonces tuve la visión de un accidente terrible, en el que dos autos chocaban y se repelían por la violencia del impacto. Quedaban al borde de la ruta, enfrentados. No se veía a nadie moverse adentro. Entonces empezaba a salir humo de las cabinas, lentamente. Y unos minutos después, el fuego. Ninguno de los autos que pasaban por la ruta se detenía.
–Si vuelve, voy a prestarle más atención.
Pasamos por un barrio de casas iguales, con sus tanques de agua arriba, imitando chimeneas. Algunas estaban habitadas pese a que parecían a medio construir. Llegamos a una calle muy angosta, en la que los autos que venían de frente nos obligaban a tirarnos contra la banquina. Desde sus asientos, con el parabrisas de por medio y las manos aferradas al volante, los conductores nos miraban. Era evidente que no sabíamos adónde nos habíamos metido. Cada dos o tres cuadras, mamá bajaba del auto para poder ver los números de las casas. No se veían los carteles o no seguían en orden la numeración. En una esquina, bajé la velocidad y le pregunté a un chico en bicicleta si sabía dónde era la casa de Elda Rubatto. No podía estar muy lejos. Se acercó a la ventanilla, miró hacia las casas que tenía a sus espaldas, y se tomó todo el tiempo del mundo antes de responder.
–Es esa.
La chica que nos abrió la puerta tendría veinte años, no más. El pelo negro, lacio le llegaba hasta los codos. No la había visto nunca en mi vida y sin embargo había pronunciado mi nombre. A mamá le había dicho señora. Hizo un gesto excesivo con la mano, invitándonos a pasar. Cerró la puerta detrás de nosotros y la habitación, que ya era oscura, se apagó todavía un poco más. Elda apareció desde la cocina, limpiándose las manos con un repasador. No parecía sorprendida de vernos y tuve la impresión de que nos esperaba.
–Señora, ¿cómo le va?
–Elda… ¿Qué te pasó? –dijo mamá, sobreactuando su angustia–. Hace más de una semana que…
Pero Elda no la dejó seguir. Nos dio un rápido beso y presentó a Romina, su hija, la chica que nos había abierto la puerta. Después, fue llamando uno por uno a sus nietos, que se presentaron enseguida en la habitación. Estaban agitados como si hubieran venido corriendo desde una distancia incalculable. Sus nombres me entraron por un oído y salieron por el otro, pero todos llevaban en sus gestos la herencia de la abuela. Se quedaron, impacientes, hasta que les dio permiso para irse.
Una vez que nos quedamos solos, Elda dijo que quería mostrarnos la casa. Parecía tan entusiasmada con la idea de ser anfitriona que era imposible decir que no. Acompañados por ella, recorrimos varias habitaciones. Entrábamos en una. Mamá hacía un comentario: qué lindo o mirá qué cómodo o simplemente movía la cabeza, aprobando todo lo que veía. Salíamos. Entrábamos en otra. Los techos tenían alturas desiguales, los pisos estaban hechos con materiales distintos, como si la casa se hubiera construido por etapas, a lo largo de mucho tiempo.
Mamá, como siempre, se dio cuenta antes que yo. En su mirada, en su forma de mover las manos, supe que algo andaba mal. Miré de nuevo la habitación en la que estábamos, como por primera vez, tratando de ver lo mismo que ella. Entonces fue cuando empecé a ver cosas que había visto alguna vez en casa. Adornos, pequeños objetos. Al principio, unos pocos acá y allá. Nada de valor ni importancia. Pero cuando acostumbré la mirada, a medida que avanzábamos, vi muchos más, por todas partes. Se iluminaban en mi cabeza, se ordenaban, al igual que en un mapa, con fechas y referencias. Un cenicero de vidrio. Un juego de cajitas de madera que mamá coleccionaba de sus viajes. Un cuadro horrible de un paisaje lacustre que había pintado mi tía o mi tío, ya no recuerdo. Una silla que hubiera jurado haber visto en la baulera apenas unos días antes. Traté de hacer un balance de cuántas de esas cosas se había desprendido mamá voluntariamente y cuántas habían desaparecido con el correr de los años, sin que lo hubiéramos notado. En ese punto, cerré los ojos. ¿Para qué seguir contando? Y sin embargo, tenía la sensación de que todavía faltaba ir un poco más allá. Cuando volví a abrirlos estábamos en otra habitación. Había avanzado hasta ahí a ciegas. Y entonces entendí lo otro, lo que mamá también ya sabía: que toda la distribución de la casa imitaba la de nuestro departamento. Por eso la había aceptado con naturalidad y la había recorrido mecánicamente como si fuera mi casa. Era admirable cómo en espacios tan pequeños habían colocado los muebles en la misma posición o cómo un espejo ocupaba la misma pared, mirando hacia el mismo lado, en casas distintas.
Quise seguir, adelantarme al grupo, porque de algún modo creía saber lo que venía. Atravesamos puertas, llegamos a un patio. Al fondo del terreno, bajo el sol de la tarde, varios hombres trabajaban en la construcción de una nueva casa. Estaban bañados en sudor. Parecían exhaustos pero sus brazos no se detenían, como determinados a completar la obra antes de que los sorprendiera la noche.
–Mis hijos –dijo Elda.
Desde lejos, saludamos con una mano mientras usábamos la otra de visera. A esa hora los rayos venían de frente. Ellos se detuvieron apenas un instante para responder el saludo y volvieron al trabajo.
Deshicimos el recorrido en silencio.
–Romina. Vamos a tomar té por favor.
Le hablaba a la hija como mamá le había hablado a ella. Siempre con respeto y hasta cariño, pero también con autoridad. El resto de la tarde, hablamos de cosas sin importancia. En algún momento pregunté por el baño, por educación, porque yo ya sabía dónde estaba.
–Por allá.
En los estantes de una repisa vi fotos nuestras entre las de sus hijos. Me vi en mi primera comunión. Cuando recibí mi diploma en séptimo grado. A mi hermano esquiando con amigos. Los cinco en una cena de navidad prehistórica, antes de que se fuera papá. Algunas de las fotos estaban tan cerca de otras que daba la impresión de que todos nos conocíamos, que éramos parte de una misma gran familia.
Cuando salí, Romina apareció de una puerta y me agarró de la mano. Pasamos por un pasillo y lo que parecía una galería hasta un patio más pequeño que el anterior. No habíamos estado en esa parte de la casa. Tres cables cruzaban a la altura de nuestras cabezas con ropa colgada. Reconocí un pulóver que había usado muchos años atrás.
–Vos no te acordás de mí –me dijo.
Hice un esfuerzo, busqué su cara entre todas las caras que conocía.
–Sí –le dije–. Cómo no me voy acordar.
–Mentiroso… Cuando eras un nenito así, mi mamá me llevaba a tu casa. No tenía a nadie con quien dejarme y la señora le daba permiso. Me acuerdo que jugábamos en tu pieza toda la tarde. Me prestabas tus juguetes, pero siempre que estuviera cerca, nunca me dejabas llevarme ninguno.
¿Qué podía decir? Se hizo un silencio, pero no fue incómodo. El viento aleteó varios segundos en las sábanas suspendidas hasta que todo quedó quieto. Podría haberle dado un beso. No era fea. Hubiese sido un buen momento en una telenovela, pensé, con un cinismo que no he vuelto a tener desde entonces. Pero no lo hice y volvimos adentro, sin mirarnos.
Mamá ya estaba de pie, esperándome. Por su cara, entendí que se habían agotado los temas de conversación o que ya no tenía sentido seguir en esa casa. Romina pasó de largo, sin despedirse, recogió las tazas y después oí el agua correr en la cocina.
–¿Vamos?
–Vamos.
Nos íbamos y yo estaba sorprendido de nuestra buena voluntad, de ese talento que hay en mi familia para sostener la parodia. Antes de salir, Elda se detuvo bajo el triángulo de luz de un foquito.
–Sabe señora, siempre pensé en invitarlos a casa. En tener una comida todos juntos. Allá atrás, en el patio, hay lugar para…
Giramos la cabeza simultáneamente hacia la ventana, buscando señales de esa escena que Elda había imaginado, pero ya no se veía nada afuera y el vidrio sólo reflejaba nuestras siluetas. Asentimos con una sonrisa.
Era de noche. Con amplios espacios en sombra, el barrio no nos parecía tan feo ahora. Había olor a naranjas o mandarinas, cítricos seguro. Alguien preparaba un asado a unas pocas casas de distancia. Elda nos acompañó por el sendero de lajas hasta la vereda. Algunos de sus nietos se habían trepado a la ventana y desde ahí nos miraban. Me di vuelta para saludarlos. Sus ojos brillaban como sólo pueden brillar los ojos antes de una foto. Vi dos cabezas que no había visto antes y recordé la casita que había pasando el patio. Sentí que todas las casas de la cuadra se comunicaban, que los pasillos y las puertas no tenían fin. Con un dedo, Elda nos indicó el mejor camino de vuelta, por calles iluminadas y seguras. Pero no teníamos miedo. Nos despedimos con un abrazo y promesas de que nos veríamos de nuevo.
–Gracias, gracias por todo –dijo.
Al subir al auto, vimos pasar una ambulancia con sus sirenas apagadas. Se detuvo en la esquina con una frenada brusca y retrocedió marcha atrás cien metros sobre sus huellas.
Durante todo el viaje de regreso a casa no hablamos. En un momento amagué con encender la radio, pero me arrepentí. No era música lo que quería escuchar. A medida que nos acercábamos a la ciudad, el paisaje progresaba en las ventanas. Las casas y los edificios crecían. Aparecían jardines y negocios por todos lados. Sólo cuando entramos en el estacionamiento me pareció que mamá quería decir algo. Lo noté en el traqueteo de sus labios. Siempre guardábamos el auto en el tercer subsuelo, y aquella noche, a medida que nos hundíamos en su espiral, la atmósfera se tornaba densa y oscura. Las ruedas chirriaron en todas las curvas hasta que estacionamos en el nicho correspondiente a nuestro departamento.
–Llegamos –dije.
Apagué el motor y guardé la radio en la guantera.
–Vos ya estás grande –dijo cuando ya no me lo esperaba–. No falta mucho para que te vayas. Yo sé. Y esta casa no se ensucia tan fácil. Creo que… Creo que por ahora me puedo arreglar yo sola… Un tiempo. Por lo menos hasta que encontremos a alguien.
La miré a los ojos para que supiera que la escuchaba pero no dije nada y, estirándome hacia las dos puertas de atrás, bajé los seguros.
*Este cuento fue publicado en: Familias de sereal © Tomás Sánchez Bellocchio, Editorial Candaya S. L.
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