Claudia Hernández

Invitación

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Salí porque fui invitada a hacerlo. Acababa de bañarme y estaba asomando los ojos a la ventana de mi habitación cuando, de pronto, me vi pasar. Era yo. Pero no la yo que miraba en las visiones del espejo, sino otra yo que conocía y que tenía mucho tiempo de no ver: yo niña. Imposible confundir mi mirada, mi forma de andar, mi sombra, mi vestido pálido y mis zapatos gruesos. Era yo que pasaba frente a mi casa corriendo con tanta velocidad que me hice dudar. Pensé que se trataba de mi imaginación, que debía haber salido a correr por las calles que, siendo de una ciudad tan joven, se ven ya tan viejas. Me quedé sonriendo por lo bueno que había sido haberme visto de nuevo con los huesos diminutos y los dientes de leche.

Acomodé mejor la vista en la ventana. Tenía la esperanza de que, si me quedaba ahí, si esperaba, yo–niña volvería a pasar sobre mi vuelo como hacen las mariposas. Diez minutos después (el tiempo que de pequeña me tomaba darle la vuelta al barrio), yo–niña aparecí. Me detuve frente a mí, que estaba esperándome en la ventana, me sonreí de nuevo y corrí alrededor del barrio siete veces en total. Entonces, yo–niña me invité a bajar con un ademán insistente. Yo —que deseaba bajar y tomarme de la mano, y correr, correr, correr, correr, correr—, bajé deprisa por las escaleras.

A mitad de ellas me di cuenta de que estaba desnuda y me desistí de salir porque recordé que los vecinos sacaban a pasear a sus infantes a esa hora. Segura de que se alarmarían (las mujeres desnudas que corren por las calles asidas de la mano de ellas mismas cuando eran niñas no son muy frecuentes por acá), subí a la habitación para gritarle que no podía acompañarla porque estaba sin ropas y que lo sentía mucho.

Noté en su rostro que no me había creído. Por eso, me asomé completa a la ventana para probárselo. 

Pareció no importarle. Seguía gritando que saliera, que saliera ya, que saliera pronto, que me apurara. Pataleaba con insistencia, hacía temblar el asfalto. Me hacía angustiarme. Y, cuando me llenó de desesperación por no poder salir, entonces escuché mi voz —pero no mi voz de niña ni mi voz de ahora, sino mi voz de cuando esté ya muy vieja— que me decía que saliera a jugar conmigo–niña, que no me dejara esperándome. Me hablaba con voz de mando. Me lo ordenaba mientras —como yo no daba un paso para cubrirme el cuerpo— me vestía con una sábana y me llevaba de la mano rumbo a la salida. Escaleras abajo, yo–vieja me colgué la llave de la casa al cuello para cuando volviera, me saqué a la calle y me di un empujón para que me alcanzara a mí–niña, que, al verme salir, echó a correr colgando las risas en el aire como si se tratara de globos enormes.

 

Toda la mañana corrí tras de mí sin darme alcance. Yo–niña me animaba a aumentar la velocidad y a atraparme, pero seguía corriendo más rápido de lo que a mi edad puedo hacerlo. Corría y volvía a verme burlona con mi risa de niña mientras yo–vieja nos vigilaba desde mi puerta. Ambas se veían satisfechas. Parecían modelos de un cuadro. Lo único que quebrantaba la atmósfera de armonía era yo, que no sonreía, que estaba cansada y que me dolía de mis pies sin zapatos lastimados por el asfalto caliente.

Dimos vueltas al barrio. De pronto, yo-niña se internó en la ciudad. Intenté seguirla guiándome solo por su carcajada. Estaba empecinada en darle alcance, pero tenía la desventaja de no saber dónde estaba. No reconocía el paraje. La ciudad parecía desordenarse detrás de mis pasos. No encontraba yo una señal que me revelara su ubicación o la mía. Ni siquiera la gente me ayudaba a situarme. Unas me decían que estaba cerca de mi barrio; otras, que nunca estaría más lejos que entonces. Por eso preferí caminar sola. Sabía que, de alguna manera, saldría de allí. Me pedí paciencia. Me pedí esfuerzo. Me pedí no dejar de caminar. Estaba segura de que conseguiría descifrar el laberinto y salir de él. Pero toda mi seguridad no alejaba la desesperación, que se posaba sobre mí en forma de pájaros oscuros que tenía que espantar con movimientos de manos mientras caminaba.

Anduve tanto y tantas veces alrededor de los mismos sitios que perdí la esperanza de regresar. Y, cuando ya ni siquiera tenía ilusiones, cuando ya ni siquiera deseaba dar con mi casa, visualicé mi techo celeste y mi ventana. Caminé hacia ellos en el ocaso.  La noche se precipitaba tras de mí.

Buscando refugiarme de las noches frías de esta zona, tomé la llave que yo–vieja me ató al cuello y la metí en la cerradura. Entró sin problemas y hasta giró, mas no abrió. Falló en los cuatro intentos. Entonces, aunque vivo sola, toqué para que alguien me abriera.

Cuando nadie atendió mi llamado, comencé a pensar en dónde encontrar un cerrajero que me ayudara y no preguntara por qué me había quedado fuera envuelta en una sábana.

Pensando estaba cuando me cayó una colcha encima. “Para el frío”, me dijo una voz que venía de mi habitación y que distinguí de inmediato porque era con la que hablaba en la infancia. Yo-niña me miraba burlona desde la ventana. Se reía de mí. Le grité que me abriera, que me abriera de inmediato, que me abriera ya. Pero no respondió a mi petición. Solo sonrió y me hizo señales de despedida con la mano hasta que llegué yo–vieja y la halé hacia el interior de la casa. Me miró como ve la gente a un ser molesto cuando le pedí que me abriera, cerró la ventana y desapareció.

Intuí que no me dejarían entrar más, así que me di la vuelta y me interné en la ciudad en búsqueda de un empleo que me permitiera pagar una habitación en la que pudiera vivir. Busqué un lugar en un edificio alto, muy alto, un sitio donde las voces de la gente que camina en la calle no pueden distinguirse para que, si ellas regresan, no pueda yo escucharlas ni aceptar sus invitaciones, ni salir a la calle, ni quedarme de nuevo sin casa.

 

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