Nicolás Mavrakis

Kasos

Nicolás Mavrakis

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No se trataba de un par de zapatos de mujer con la forma exacta de sus talones en el fondo del placard. Tampoco de abrir una caja y encontrar todas sus cartas escritas durante la guerra, dedicadas con amor a un chico de once años.

Descubrimientos así se hacen en cualquier geriátrico todos los días. Ningún empleado los comenta porque a nadie le interesa la vida de un viejo. Los empleados sólo hurgan entre los despojos de los muertos buscando dólares.

En la peor decrepitud, cuando la orina es una mancha indeleble en sus pantalones y necesitan una receta distinta para poder tragarse cada bocanada de aire, los viejos siempre esconden dólares.

Quince minutos después de avisar que se había muerto, la administradora del geriátrico llamó por teléfono otra vez. Con un tono más drástico dijo: “Alguien tiene que sacar ese baúl de la habitación cuanto antes”.

El arcón privado de sus recuerdos.

Cuando llegamos al geriátrico, dos tipos de brazos gruesos estaban empujando el baúl hacia la puerta.

Tuve que forcejear un rato hasta que se resignaron a dejarlo donde estaba. “Lléveselo, no queremos problemas.”

Problemas.

Vivimos acostumbrados a que, cuando alguien se muere, el instante siguiente tiene lugar a la sombra de un cedro bien recortado sobre un cementerio conveniente. Nadie habla sobre la necesidad burocrática de identificar el cadáver. Tampoco sobre el transporte, el ataúd, la mortaja. Nadie habla nunca sobre los costos laborales del sepulturero y los lacayos.

Mi problema era que todavía faltaba conseguir el certificado de defunción y retirar el cuerpo de la morgue. Así que no se me ocurrió preguntar a qué se referían con eso de problemas. Todo lo que un viejo deja después de morirse es un problema. La basura de cualquier anciano es un problema.

En ese preciso instante, mi único y verdadero problema era que mamá estaba demasiado angustiada.

Ella había dejado de verlo cuando la enfermedad terminó de volverlo intratable.

Claro que, por eso, no dejaba de ser el hombre más importante de su vida.

El humilde artesano del vidrio que había llegado desde Kasos en mil novecientos cuarenta y seis. Con una mano atrás y otra adelante. Desde una isla perdida del Dodecaneso que después de la guerra ni siquiera podía importarles a los propios griegos.

Yo no tuve mucho que decir. Mi vínculo con el abuelo se había cimentado del mismo modo que con cualquier otra persona. Yo me hacía cargo de los costos exorbitantes de su vida en esa lujosa residencia para ancianos y de todos sus tratamientos quirúrgicos desde hacía casi diez años. Era una fatiga financiera que mi secretaria se ocupaba de administrar con solvencia mes a mes. Y eso era mucho más de lo que el resto de la familia estaba dispuesta a hacer por él.

Llevé el baúl hasta mi casa en un taxi y lo dejé ahí. Al abuelo lo cremamos al día siguiente.

En un momento, el cura preguntó si queríamos despedirlo con algunas palabras. Mamá se secó las lágrimas y empezó con los recuerdos heroicos. El Eje le había declarado la guerra al mundo cuando su padre era un joven artesano en Kasos. El Dodecaneso estaba bajo ocupación italiana, así que el abuelo pasó a formar parte de la Regia Marina de Benito Mussolini. Como todo griego, conocía el mar a su alrededor mejor que cualquier extranjero.

No tardaron mucho en nombrarlo capitán de un submarino Clase Argonauta.

“Pero no servía para la guerra y se convirtió en espía de la Ellinikos Laikos Apeleftherotikos Stratos, la resistencia griega”, dijo mamá.

El diario íntimo de la odisea de un inmigrante. “¿Quedarán familiares de su padre en la isla?”, preguntó el cura.

“¿Y si viaja a Kasos?”

El cura se había sentido muy útil durante la cremación, así que nunca le dijimos que el abuelo pertenecía en realidad a la iglesia ortodoxa griega. La propuesta del viaje, sin embargo, quedó flotando en el aire.

Mamá hablaba griego a la perfección. Ese no era el problema. El problema era la idea de permitirle viajar sola a un lugar en el que nunca había estado pero que encontraría repleto de los recuerdos que su padre le había relatado a lo largo de toda su vida.

Hacía falta una excusa.

Un día, mamá se convenció de que necesitaba arrojar las cenizas de su padre al Egeo. No hizo falta más.

Nadie dejaría de atenderse en su quirófano si postergaba los turnos para las cirugías plásticas hasta el mes siguiente. Compró dos pasajes por Lufthansa y me pidió que la acompañara.

Ordené mis asuntos en Buenos Aires y le dije que sí. Viajamos a Atenas. Once mil seiscientos kilómetros con una urna entre las manos: seiscientos kilómetros más hasta la isla de Kasos.

Conseguimos una habitación frente a las playas de Emporeios e hicimos una pequeña caminata. Mamá insistió en comenzar a sacar fotos casi desde el momento en que dejamos las valijas en el lobby del hotel.

Como de costumbre, las sacaba torcidas y fuera de foco. Habíamos llevado solamente mi cámara y yo no lograba entender cómo alguien podía hacer que un equipo profesional como aquel diera tan malos resultados.

Pero no quería iniciar discusiones por asuntos como ese, claro que no. Estábamos por otros asuntos. Aún así, después de casi ocho horas en Kasos, ella insistía en fotografiar lo que fuera que se cruzara en el camino. Y lo hacía mal. El encuadre, la luz, el contraste.

La pesadilla de cualquier Departamento de Fotografía y Retocado Digital.

Tal vez porque era mi primera vez en el Mediterráneo noté un poco mejor lo que pasó más tarde, cuando volvimos al hotel. Todo era celeste y azul. Todo era la brisa tibia y transparente de las Cícladas. Hasta que mamá deletreó el apellido del abuelo.

Hasta ese preciso momento, el dueño del lugar se había limitado a cumplir su rol de anfitrión. Preguntar de dónde veníamos, qué teníamos pensado hacer, hasta cuándo íbamos a quedarnos. La clase de preguntas que hace cualquier dueño de un hotel en una isla perdida del Egeo.

Estaba seguro de que entre los gritos del dueño del hotel y los de mamá no se estaban resolviendo ni los detalles del desayuno, ni los costos del taxi que nos llevaría hasta el aeropuerto de Kasos siete días más tarde (otro problema: en las islas casi no hay taxis y los que hay se comparten).

Yo no conocía demasiado el idioma griego, pero sabía que skatá significaba mierda.

“Este oligofrénico se confunde a tu abuelo con otra persona”, dijo mamá. “Me parece que hablar con turistas noruegos toda su vida le arruinó la lucidez griega”.

Tal vez si hubiese esperado a que mamá saliera a fumar un cigarrillo frente al mar, decidiendo desde qué monte era mejor arrojar las cenizas del abuelo. O si hubiese esperado a que el dueño del hotel se calmara, para preguntarle en inglés qué había pasado.

La mañana siguiente fuimos al Registro Civil. Una oficina imperceptible a la sombra de un pequeño platanus orientalis, al que mamá le sacó una foto desde demasiado lejos.

En Kasos no hay tasa de nacimientos porque casi nadie vive en Kasos.

El último casamiento registrado fue en mil novecientos ochenta y dos.

Si viajaran a Kasos, no les resultaría extraña la idea de una isla convertida en una máquina turística operada por un pequeño grupo de especialistas. Cuando el verano se acaba, esos especialistas vuelven al continente hasta la próxima temporada.

Los habitantes reales de Kasos son un puñado de ancianos y otro puñado de labradores. Personajes de postal que viven de encarnar un color local.

Espectros.

Quisiera poder conservar alguna buena imagen de los labradores, pero ninguna logró el foco adecuado a través del lente que mamá insistía en monopolizar.

La empleada del Registro Civil era una de las pocas mujeres jóvenes en la isla. Durante las tardes administraba el aeropuerto y los fines de semana hacía de guía turística.

Mamá deletreó nuestro apellido y preguntó si quedaban parientes vivos en el lugar. La empleada nos miró unos segundos y dijo que había un hotel al otro lado de la isla con ese nombre. “Deberían preguntar ahí”, sugirió en inglés. Después miró a mamá y le dijo —en griego— que le diera tiempo hasta el día siguiente para revisar los registros.

En julio del cuarenta y dos, el submarino Clase Argonauta del abuelo había sido cedido a la Marina Griega como botín de guerra. Quinientas noventa y nueve toneladas impulsadas por un motor diesel con una velocidad final de nueve nudos en inmersión. Un cañón de cuatro pulgadas. Dos ametralladoras antiaéreas de trece milímetros. Seis torpedos.

Gracias al coraje del abuelo, pasaron a operarlo de inmediato los espías de la resistencia griega en su lucha sin cuartel contra el enemigo invasor.

El relato épico.

Cuando la guerra terminó, de todos modos, Kasos había quedado arrasada. A lo largo de la Historia la habían arrasado los turcos, los egipcios, los albanos y los británicos. Pero los alemanes y su blitzkrieg no habían dejado nada en pie.

Entonces llegó el momento de que el capitán rebelde del submarino Clase Argonauta renunciara a los honores, recogiera sus herramientas para el vidrio y partiera a Sudamérica.

Esa era la versión familiar del asunto.

Mamá se la repitió al mozo que nos sirvió los keftedes con tzatziki y encendió otro cigarrillo. “Conoció a mi madre y abrió uno de los talleres de vidrio más importantes en Buenos Aires”, dijo. Yo quise sacar una foto de los kataifi, pero mamá insistió en hacerlo ella. El flash refractado sobre el plato arruina cualquier detalle interesante.

Terminamos de almorzar y fuimos hasta ese hotel con nuestro nombre, al otro lado de la isla.

El dueño era de Rhodas. Había elegido ese nombre por casualidad. “Conozco gente con ese apellido en muchas islas”, dijo. El komboloi iba y venía entre sus dedos.

Las olas trasparentes del mar azul. El perfume suave de los olivos. El calor seco del Mediterráneo. Todo era una postal —fuera de foco, claro, pero una postal—, excepto la ansiedad evidente de ese tipo. “Kosta es el historiador de esta isla”, dijo. Después señaló a un hombre que tomaba café en una pequeña terraza celeste frente al mar, aunque todo en Kasos está frente al mar. “Si hay alguien que puede ayudarlos, es él”.

El abuelo había aprendido italiano desde la cuna. Pero el alemán no le había costado nada. Hablar los idiomas de los invasores había sido una ventaja: aprendía todo antes y mejor que los demás. Así fue como un joven artesano del vidrio, forzado por el destino, perfeccionó sus destrezas de marinero y se convirtió rápido en el capitán de un submarino Clase Argonauta.

El mito genealógico del coraje.

Kosta dejó su café frappé en la mesa y nos pidió — en griego y en inglés— que lo acompañáramos hasta una pequeña oficina frente al hotel. “Mi humilde museo personal”, dijo al abrir la puerta.

Las ventanas estaban cubiertas con papel.

Encendió los tubos de luz y después de algunos relampagueos —durante los que brotaron desde todas las paredes banderas de la Deutschland Erwache, la National Sozialistische y la Hitlerjugend— la habitación quedó iluminada. “Todo esto lo recogí yo mismo de la isla durante sesenta años”, dijo orgulloso.

En el centro había tres vitrinas llenas de medallas, cascos, encendedores, monedas, municiones, cantimploras, antiparras. Algunas estaban oxidadas. Otras habrían sido la envidia del Imperial War Museum de Londres. Tengo en mi poder otra de las fotos que sacó mamá donde, a pesar de una grave deficiencia en el encuadre, se distinguen perfectamente las dagas para oficiales de la Wehrmacht, que no se mezclaban con las dagas para oficiales de las Waffen SS, ni con las dagas de la Luftwaffe.

Kosta se acercó a la última vitrina.

Había una Luger P—08. Ocho cartuchos. Cañón de ciento dos milímetros y seis estrías en perfecto estado. “La reihenfeuerpistolen del ejército alemán” dijo Kosta, en griego. Miró el arma y me dijo en inglés: “Cualquier parecido con la Luger US Army no es casualidad”. Al lado había una Browning FN1922. “La favorita de los oficiales de la Luftwaffe”. La sacó de la vitrina despacio. Señaló una pequeña insignia grabada junto al gatillo: un águila negra sobre una esvástica. “La Waffenamt de los inspectores alemanes”, dijo. “La marca de aprobación oficial antes de enviarlas a la Wehrmacht”.

Kosta le pidió a mamá que le repitiera su apellido una vez más.

Caminó hasta un escritorio y abrió el único cajón cerrado con llave.

Debajo de algunas balas oxidadas había un sobre con fotografías. “El lanzacohetes que sostiene ese hombre se llama Panzerschreck. El terror de los blindados aliados”.

Kosta apoyó el dedo índice sobre la silueta borrosa de un soldado con uniforme italiano. “Estas son fotos tomadas en Kasos entre mil novecientos treinta y nueve y mil novecientos cuarenta y tres”, dijo en inglés.

Después empezó a hablar en griego, así que supuse que sólo quería hablar con mamá.

Mi ventaja es que cuando no estoy viajando por el mundo esparciendo las cenizas de mis parientes, trabajo como publicista. Por lo tanto, tengo un desarrollado sentido de la decepción.

“Ese joven con la Treue Dienste in der Wehrmacht, la medalla del Reich al servicio leal en sus fuerzas armadas”, dijo Kosta, en inglés, con su dedo índice sobre otra foto.

La publicidad es una profesión con sus ventajas.

La principal es que uno aprende a intuir rápido de qué se trata todo lo que se escucha pero, sobre todo, lo que nadie dice.

“Ese hombre comenzó delatando a insurgentes griegos en Kasos”.

Una de las cosas que se aprenden más rápido es que detrás de esa marca de lujo que provoca tirones de pelo y patadas entre las modelos antes de un desfile, siempre hay un taller clandestino donde trabajan extranjeros indocumentados durante dieciocho horas diarias de esclavitud. Mi trabajo es que nadie piense en eso frente al espejo del probador, antes de comprar.

“Después fue transferido por los alemanes a la Kriegsmarine”.

Una de mis últimas cuentas publicitarias es la bomba sexual del momento.

Conoce las sábanas de todos los mandatarios del Mercosur. Y sólo porque me hizo caso cuando le hablé sobre la gluteoplastia de aumento con implantes. Tres semanas de faja compresiva de lycra después, se ganó el culo natural más famoso de Buenos Aires.

Con esto quiero decir que uno está preparado para descubrir que nada es exactamente como le dicen.

Por ejemplo, el submarino italiano Clase Argonauta del que tu abuelo fue capitán. Nunca había sido cedido a la resistencia griega como botín de guerra, sino que se había dedicado a torpedear a la marina mercante ateniense hasta aniquilarla.

“Cuando la guerra terminó, ese hombre desapareció de Grecia para que no lo fusilaran por traidor”.

Todo puede retocarse. Reformularse.

“Ese hombre”, dijo Kosta. En inglés.

Mamá no quiso ver las fotografías. “Mi padre era un artesano del vidrio”, dijo en griego. “Usted se confunde”.

Adelantar el vuelo desde Kasos hacia Atenas para el día siguiente no fue fácil. Apenas un poco más difícil que adelantar desde Atenas el pasaje de vuelta a Buenos Aires.

Tuve que esperar hasta que mamá saliera a fumar otro cigarrillo a orillas del mar —un mar azul, tibio y transparente— para hacer mi último llamado a Buenos Aires.

Hablé con uno de mis asistentes y le pedí que fuera urgente hasta mi departamento. Es la única ventaja de tener uno de esos letreros con la palabra Ejecutivo en la puerta de mi oficina. Siempre hay un novato dispuesto a ofrecer gratis la misma obsecuencia por la que un cliente está obligado a pagar.

 A once mil seiscientos kilómetros de distancia, mi asistente me devolvió el llamado a los quince minutos. Tenía ese tono que en el ambiente publicitario suele llamarse aterrador.

Ahora pienso que tal vez se trate de algo genético. De cierta predisposición para trastocar.

“¿Esto que tenés acá es real?”

Eso no quita que, a veces, uno necesite escuchar determinadas mentiras para quedarse tranquilo. Y por mentiras quiero decir: cosas que no tengan nada que ver con lo que realmente sucede.

Entre cada uno de sus suspiros, a mi asistente se le dio por contarme sus recuerdos escolares. “Una vez nos hicieron estudiar el árbol genealógico de Adolfo Hitler para mostrarnos que tenía un pariente judío”, dijo.

Podía escuchar cómo abría la tapa del baúl del abuelo. La colección privada de sus logros de juventud.

Dicho sea de paso, nadie debería desestimar el poder de Google a la hora de averiguar de qué se trata todo lo que hay en el baúl de un humilde artesano griego del vidrio que acaba de morir.

“Nunca vi una medalla del Deutsches Kreuz en mi vida. Una Cruz Germánica como la de Erich Hartmann”. No hizo falta que le preguntara quién era Erich Hartmann. “El Diablo Negro de Ucrania”, dijo. “Uno de los ases más famosos de la Luftwaffe”.

Podía escuchar cómo el baúl del abuelo rodaba y se vaciaba sobre mi living. Podía escuchar los fragmentos de vidrio estrellándose contra el parqué al otro lado del mundo. El ruido seco de todas sus reliquias, entre las que ni siquiera había algún dólar. “También estudiamos que la muralla de Troya había caído porque entre los dioses que la habían construido había un mortal. ¿Entendés a dónde quiero llegar?”, dijo mi asistente.

Entendía, pero no me interesaba. Eso lo dije en castellano.

En publicidad lo llaman adaptación. Ajustar un original al formato que exige el soporte. En otros términos: convertir lo ya existente en algo a la medida del deseo ajeno.

“Nunca creí que pudiera ser cierto”, dijo mi asistente. Había escuchado hablar sobre las coronas de oro arrancadas de millones de mandíbulas en Dachau o Treblinka, pero nunca sobre la encuadernación antropodérmica.

“¿Pero una Biblia?”

Pensé después que, llegado el caso, debería hablarle a mamá sobre otro término publicitario. Actitud. La disposición del individuo ante un determinado estímulo.

“Sandalias hechas con el pelo de los prisioneros”. Hizo una pausa hasta que Google terminó la búsqueda. “Un calzado mudo para cualquier sonar”.

Los tesoros del heroísmo.

“Lo que no entiendo son estas fotos”, escuché después a mi asistente. Lo decía con el miedo reverencial de quien se siente irremediablemente en falta. Yo daba algunos pasos por la habitación tratando de no perder la señal. “Es el mismo hombre de las otras, pero a color y mucho más viejo”.

Me acerqué a la ventana y vi a mamá, todavía fumando su cigarrillo.

“Se ven algunos edificios a través de una ventana. Es Buenos Aires. Una especie de…” Ella iba y venía por la orilla.

“¿Una fiesta de disfraces?”, escuché que decía mi asistente con el tono patético de una disculpa. “Igual, impresiona ver uniformes militares con esvásticas a color, aunque estén completamente fuera de foco”.

Mamá había dejado sus zapatillas sobre una silla y daba algunos pasos sobre el mar.

El agua avanzaba cada vez más contra la orilla. “Algunas fotos están fechadas a mano detrás”, escuché otra vez. “Mil novecientos setenta y dos”.

Me aclaró que él no había nacido todavía en esa época. Yo tampoco, pensé. Yo tampoco había nacido en esa época, le dije.

El problema es que, después de algunos años, en mi profesión se logra una vigorosa coraza de cinismo.

“Están muy mal sacadas”, dijo.

Una capacidad casi inconsciente de negación.

“Fuera de foco”, escuché que decía mi asistente. “Pésimamente encuadradas”.

Miré otra vez por la ventana. Mamá caminaba de vuelta hacia el hotel.

 


 

*Este cuento fue publicado en No alimenten al troll, Editorial Tamarisco, 2012.

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