Andrea Jeftanovic

La necesidad de ser hijo

Andrea Jeftanovic

La necesidad de ser hijo

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Cómo me iba a servir de tales platos distantes

esas cosas, cuando habráse quebrado el propio

hogar, cuando no asoma ni madre a los labios.

Cómo iba yo a almorzar nonada.

César Vallejo

 

Nací entre frases de pésame, «ya todo se arreglará», «van a salir adelante», «un hijo siempre es una bendición», «todo ocurre por algo». Yo me pregunto: ¿Por qué no te pajeaste al lado? ¿O terminaste afuera? ¿Qué hacía un pendejo en uniforme escolar recibiendo a su hijo en el hospital? ¿Y una cabra chica a quien casi se le desgarra el útero por hacerse la grande? ¿No había una farmacia cerca? ¿No escucharon nunca el cuento de la semillita? ¿No podían tomarse la temperatura y enterarse del día de ovulación? Perros calientes; y les caí yo de regalo inesperado para siempre. Nací parado, a punto de asfixiarme, amenazando con rajarle las entrañas a mi mamá, obligando una cesárea de urgencia que nos salvó la vida a los dos. Después, como si fuésemos tres hermanos, compartimos la misma habitación, incluso la misma cama. En ese tiempo, ¿quién lloraba más, ustedes o yo? No los dejaba dormir con mis berridos. Mi papá dio sus pruebas globales en vacaciones, mi mamá rindió exámenes libres el año siguiente. A ninguno le fue bien en la prueba de ingreso a la universidad.

Pero ustedes no eran un par de adolescentes cualquiera, ustedes querían hacer la revolución, entonces yo era un doble obstáculo, para vivir su juventud y para hacer política. Nací escuchando música de la nueva trova, rock de los setenta, cultivando el oído con tanta melodía distorsionada. Las primeras palabras que aprendí fueron: valores, ideología, partido, pueblo. Todas palabras que imaginaba que mis padres pronunciaban en mayúsculas.

El verano siguiente papá se fue al sur por una reunión de las juventudes del partido, no supimos nada de él durante tres meses. Un vecino comenzó a rondar a mamá. Traía libros, escribían pancartas, iban a reuniones clandestinas ―a las que yo también asistía con mi cuaderno para colorear―. Una mañana la vino a buscar con un pañuelo que le tapaba la boca, lo llevaba tan mal puesto, que más que una estrategia de clandestinidad, me parecía un vulgar juego de seducción. Esa noche se quedó a dormir. A través del tabique de la habitación sentí los gemidos y las risas de dos personas que se gustan. En una artimaña evidente, regresó el día próximo con un regalo para mí, una pista de autos que hacía bastante ruido. Yo pensaba que un tren hubiese sido mejor, con sus pitos intermitentes y sus ruedas sinuosas. Cuando regresó papá, hubo una fuerte discusión de la que se enteraron todos los vecinos, eran lanzadas como boomerangs las grandes palabras de siempre: valores, compromiso, ideología, partido, pueblo. No sé si en ese orden, pero sí con esa frecuencia: valores, compromiso, ideología, partido, pueblo. Yo dibujaba una estrella con cinco puntas y hacía marcas en cada repetición.

 

Una vez, un padrastro con quien me había encariñado se apareció en la casa, pero con barba, peluca y acento uruguayo. Yo lo miraba de reojo, lo evocaba roncando en la cama de mamá, mientras ahora lo escuchaba haciéndose el estratega de alguna operación comando. De ahí en adelante, comenzamos a ser la familia cromosoma 21: dos madres, tres padres, cinco abuelos, tíos multiplicados por doquier. Viví en varias casas, en pensiones transitorias, en apartamentos abandonados.

Nada odiaba más que la palabra misión, significaba que mi padre o mi madre estarían fuera bastante tiempo. Ante mi resistencia y llantos, repetían la frase mágica: «órdenes del Partido», «órdenes del partido» decía yo, con minúscula. La frasecita aquella era la respuesta a todo: cambios de casa repentinos, ausencias, separaciones familiares, intercambio de parejas. Tiempo después, entre los muebles procedentes de alguna mudanza, leí la noticia de un atentado fallido y los nombres de las personas capturadas.  Comprendí, una tarde bochornosa, que mi padre estaba encarcelado en un cuarto angosto con el sol dando oblicuamente contra los cacharros. Creo que me desmayé mientras los niños sudaban en el espejismo de la canícula de las cuatro de la tarde. Nunca me atreví a verlo en prisión. Todos llegaban tras las visitas moviendo la cabeza, comentando lo delgado que estaba. Prefería mantener la imagen del hombre nervioso, que fumaba cigarros haciendo un arco con la mano en la frente. Tenía una foto de papá debajo de la almohada, y le hablaba en voz baja todas las noches.

Cuando salió libre se quedó en casa. Lo noté más suave en el trato con nosotros, los gestos, el tono de voz. «¿Qué pasa entre tú y mamá?», pregunté. Los dos se encogieron de hombros, ensayaban frases sin decir nada con sentido. Imagino que debe ser difícil que un hijo te mire con tanto desacierto esperando la respuesta de dos padres desorientados. Ella se asomó al pasillo, hizo café, me indicó un espacio en el sofá. Me contó que lo estaban intentando otra vez. «¿Qué cosa?», dije. «El estar juntos, ¿no te alegra?». Pero como era de esperar, la felicidad fue muy frágil. Un día mamá llegó solemne para anunciar: «Me voy un año a la Unión Soviética. A tu padre lo envían a Rumanía, es peligroso que siga acá, lo van a tomar preso de nuevo. Te quedarás con Marta, estarás bien con ella». La miré fijo sin entender qué sucedía en mi interior, cuando conté el segundo doce salí dando un portazo.

Pasé mis catorce años coleccionando billetes de rublos con letras en cirílico, estampillas con el rostro de Lenin, todo esto en la habitación de la amiga de mamá, que me acogió en su casa. Ustedes viajaban por todo el bloque socialista y me enviaban postales. Mi padre se reunió con el Josip Broz Tito o Mariscal Tito, recibí un sobre con el sello Socijalisticka Federativna Republika Jugoslavija y un billete de veinte dinares. Me hice coleccionista de billetes y estampillas por desesperación. Salía al camino del cartero con la respiración contenida, no alcanzaba a tocar el timbre y yo tendía la mano para recibir los sobres extranjeros con tres sellos y dos timbres de egreso e ingreso. Cada vez conocía más nombres, ciudades, países que localizaba en un mapamundi colgado en la pared. Cortaba la estampilla, la ponía en agua hasta soltar el pegamento y la incluía en un álbum de hojas de cartón y pliegos de papel diamante, intercalados.

Mientras picaba unas zanahorias para la cena, le pregunté a Marta cuál era su rol en el partido. «Cuidar a los niños de los camaradas que están en misión,», me respondió mientras tarareaba una canción de Silvio. Marta tenía una hija de diecisiete años, Lili. La contemplaba sin poder disimular mi fascinación por sus pestañas largas, sus piernas firmes. Ella me decía «Te voy a hablar con la verdad». Le pregunté por su papá, me indicó una imagen fotocopiada en la pared: el rostro borroso de un hombre con una frase al pie: «¿Dónde están?». Conocía la pancarta y no dije nada. De venganza, ella me reveló que yo era un «hijo del toque de queda» lo que no me causó mucha gracia.

Mi primera experiencia fue con Lili. Aún tengo la escena en la retina, buscando explosivos en la bodega del patio trasero para terminar desnudándonos a tirones. Nos unía una biografía atípica, con la inocencia propia de la niñez, pero atravesada por la decisión de nuestros padres de empuñar las armas. Le pregunté si tenía algún recuerdo de su padre, «ninguno», me respondió con rabia, mientras me pasaba una estaca. Hicimos una carpa arrimada a una pared de la bodega, juntamos palos, cachivaches y armamos  nuestro hogar. Aquél era un lugar aparte, con leyes propias. Un lugar donde no entraban las miradas de los padres ni la de las madres. Cuando Lili me desnudaba iba notando las pelusas  bajo mis  axilas y una línea larga y estrecha de pelos castaños que me descendía por la barriga hasta abajo. A veces yo tenía un olor ácido que ya era de adulto.  Me daba una especie de lección sobre palabras obscenas. Me conseguía revistas pornográficas y libros, me exigía que aprendiera de memoria algún poema del Siglo de oro que luego le susurraba al oído. Lili tenía un calendario en el que marcaba un día con un círculo y los siguientes cinco con una elipse. Esos días hacíamos maniobras al filo y me apartaba cuando yo pasaba la frontera. Siempre sentí que lo hizo como una misión más, pero con la dedicación de una disciplinada militante, mi aprendizaje amoroso estaba en sus manos.

Conformábamos una organización, ella era la jefa, yo el subordinado. Reñíamos contra los malos, que eran los militares, en función de los buenos, que eran nuestros padres. Después, nos abocábamos a las lecciones del deseo: cómo presionar la mano en el lugar secreto, oprimir el botón con movimientos circulares como si fuera el joystick de un Atari, dejar el dedo en esta posición, saber esperar, reconocer la apropiada humedad, dar besos con lengua sin rozar los dientes, buscar aquel intenso espasmo con los ojos cerrados en un prado.

Marta no preguntaba, ni siquiera creo que sospechara del tenor de nuestra convivencia, me veía como un niño de catorce años, y a su hija como una mujer de diecinueve. Además siempre estaba ocupada, atendiendo visitas, tecleando documentos. La recuerdo sentada en el suelo, con la máquina de escribir Olivetti sobre las piernas y los cigarrillos a mano, hablando con extranjeros, diplomáticos o intelectuales, en dos o tres idiomas distintos de los que transitaba de uno a otro con una mínima torsión en los labios. Debo reconocer que en algún punto me conmovía ese ambiente. Había ilusión en ese desfile de manos que apretaban documentos con firmeza y salían por la puerta principal. Más de algún visitante preguntaba si yo era “hijo de”. Marta asentía, me lanzaban una ojeada solemne,  yo sentía una mezcla de autocompasión y orgullo.

 

De regreso de su largo viaje ruso, que duró casi cuatro años, mamá venía casada con el vecino. Había cambiado su forma de vestir, usaba un gorro de piel y pañuelos de seda. No sabía si recibirla con un frío beso o abalanzarme sobre esta mujer tan bella. Fue difícil tener que simular ser una familia con un hombre que siempre me cayó mal. Yo, en ese entonces, era un temprano adolescente y sabía que cuando me sentaba en la mesa no me veían a mí, sino a mi padre. Su genética dominante hacía presente a un progenitor que brillaba por su ausencia. Pinchaba la comida con el tenedor y me la llevaba a la boca, con la cabeza hundida en el plato para evitar miradas ambivalentes. Así me blindaba de los que imaginaba eran sus pensamientos internos: «ahí está el hombre que la dejó embarazada, el que nunca envía dinero, el que nunca se sabe dónde está». El joven revolucionario se había convertido en un ordenado funcionario de alguna ONG ecologista en Estados Unidos, que continuamente quedaba cesante entre proyecto y proyecto o entre asesoría y asesoría. Cumplía unos meses viviendo con ellos cuando ocurrió el atentado a Pinochet, era un domingo, tomábamos once, un extra del noticiero 60 minutos nos sobresaltó. Mamá estudiaba cuál debería ser la reacción adecuada frente a su hijo, escondía su felicidad, su culposa felicidad. Se le escapó un «por fin le pasa algo a ese conchesumadre». Yo seguía concentrado en la marraqueta con mortadela. El vecino se daba vueltas lanzando frases iracundas: «tantos años adiestrándose, huevones flojos, seguro que usaron granadas caseras». Otro domingo gris, varios escoltas muertos, los ojos de hurón del nieto de Pinochet con unas magulladuras por las esquirlas de vidrio. En la noche se pronunciaban una y otra vez las palabras: guerrilla, Nicaragua, subversivos. No sé por qué sentía gran angustia y fui a ver a Lili, ella estaba también consternada, nos encerramos en la habitación, no hubo tiempo ni cabeza para pensar en precauciones. Solo había urgencia, estar dentro de ella, abstraernos de la historia. No miramos el calendario, necesitábamos protegernos del futuro.

 

Mi padre vino a mi graduación de cuarto medio, le habían quitado  la letra L del pasaporte y entraba por Policía Internacional más viejo, con la típica gordura gruesa de los gringos, ropa de buena calidad pero de otra época. En la cena posterior a todos los discursos, por fin tuve a mis padres juntos después de años. Les pedí que guardaran silencio, que no me interrumpieran.

“Es mi turno, me toca hablar a mí, los he escuchado por años”.

Les diré, a su juventud la confundió la revolución. Primero, los trajines de la emergencia diaria. Vivir entre bombas, hombres repartidos entre los escondites, metrallas nocturnas, estado de sitio, toque de queda, libros quemados. Pero saben, ustedes llegaron tarde a la revolución, veinte años después, insistiendo tozudamente en algo que no resultó, porque la naturaleza humana es imperfecta. ¿Hubo alguna vez igualdad entre los ciudadanos de un mismo país? ¿Hubo en todas las personas la misma fuerza y convicción de trabajar para los demás?

A la distancia, creo que se les mezcló la efervescencia de la juventud y la revolución hormonal. Ahora sospecho de su valentía, creo que corrieron riesgos innecesarios, pusieron en la «causa» sus problemas personales… Se creyeron los mesías del futuro, portando armas, vistiendo camuflados, hablando siempre del futuro en primera persona del plural. Jugaron a la guerra, pero con los soldados de plomo del damero familiar. El saldo para ustedes no fue tan malo, aprendieron idiomas, estudiaron posgrados con becas de organizaciones internacionales. Pero me parece que ambos pecaron de soberbia, arrojo, falso heroísmo. Debieron haber dado un paso al costado y dejar pasar la fila de muertos, ¿qué se iba a lograr con sus tímidos esfuerzos? En fin, cada quien tiene su mentira vital. No, no me miren así. Sí, confieso que hay algo de admiración, ¿pero por qué no vieron en mí a un soldado para sus tropas?

El tiempo que siguió no me dio tregua. Mi padre regresó a Estados Unidos, mi madre tuvo un accidente vascular que la dejo hemipléjica. Me sentaba junto a ella y contemplábamos el horizonte. Yo hablaba y hablaba. Tengo una sospecha de un mundo mejor. Alejémonos de la cocina. Distanciémonos de los vasos, las cucharas, tus fotos de jovencita guerrillera en el refrigerador. No, busquemos los boletos de bus, los mapas, las maletas con rueda, los manifiestos, los afiches del Che Guevara… Lili me telefoneó con un «parece que, ven urgente». En menos de una hora estaba en su casa. Me esperaba con un kit comprado en la farmacia. Me dio un beso desabrido y entró al baño. Sentado en la cama despliego el instructivo del test, dice que mide la presencia de una hormona en la orina llamada Gonadotrofina Coriónica Humana o de Subunidad hCG. Los cinco minutos de espera se me hacen infinitos. Pienso en mi infancia, en las postales, en Socijalisticka Federativna Republika Jugoslavija, en los «¿Dónde están?», en la marraqueta con mortadela, en la estampillas de Stalin, en la carpa del amor, en la máquina de escribir Olivetti. Lili viene hacia mí con la tira marcada con un signo positivo en rojo entre dos orificios, ; a mí que no me gustan las sumas ni las restas. Y claro una metralla de recriminaciones: ¿Por qué no me pajeé al lado? ¿O terminé afuera? ¿Por qué sigo siendo un perro caliente? Pienso en la enorme necesidad de ser hijo antes de ser padre. Siento una gran arcada y no sé en qué ideología disfrazar mi desgano de ser padre.

 

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