Marina Perezagua

Las islas

Marina Perezagua

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A Narciso, protector de naufragios

 

Los chicos se habían empeñado en comprar una colchoneta hinchable de camino a la playa. Eligieron la más grande, un círculo amarillo con unas rocas y un cangrejo en relieve. En el centro tenía una palmera también hinchable, dos metros de tronco y largas hojas de plástico. Al llegar a la playa, como no disponíamos de bomba, tardamos casi dos horas en terminar de inflarla. Me habría gustado quedarme leyendo, pero Alberto no sabe nadar, y Laura es aún demasiado pequeña para cuidar de él. Cuando echamos la isla al agua y los niños vieron cómo flotaba se entusiasmaron tanto que insistieron en que nos subiéramos inmediatamente.

La superficie de plástico debía de ser tan nueva que su olor encubría el olor a gente y a lociones bronceadoras. Con satisfacción observé que la palmera daba sombra, porque además de las hojas de plástico tenía otras de tela que formaban una especie de sombrilla. Me recosté y, mientras los niños se afanaban en navegar golpeando el agua con los pies, comencé a leer.

No sé si entró viento de repente o si me despisté tanto que no advertí el esfuerzo de los niños por alejarnos de la orilla, pero el caso es que cuando levanté los ojos del libro la distancia que nos separaba de la costa era tan grande que la muchedumbre de playeros se había hecho indistinguible. Laura y Alberto seguían parloteando con ese sonido que yo había aceptado como fondo de mi lectura para asegurarme de que seguían bien. Antes del miedo sentí un segundo de placer al advertir que sus voces eran el único atributo humano a mi alrededor. Lo siguiente humano que escuché fue mi jadeo, un gemido de ansiedad al preguntarme cómo íbamos a volver.

Comprobé la dirección del viento. La isla seguía alejándonos de tierra, empujada por las hojas de la palmera, que funcionaban como vela. Agarré el tronco y lo doblé por la mitad, sujetándolo con una gomilla del pelo de Laura. Esto frenó algo nuestro avance, pero la mar seguía alejándonos de la playa. Pensé en diferentes opciones. Siendo un excelente nadador todavía tenía posibilidades de alcanzar la tierra a nado, siguiendo la corriente en diagonal. Pero tendría que ir solo, y dudaba de que Laura y Alberto obedecieran mis órdenes de permanecer en la isla hasta que regresara con ayuda. Quizá podía confiar en Laura, pero Alberto nunca hacía caso. Si hubiera tenido la certeza de que nadie nos encontraría a tiempo, les habría dejado allí. Me habría echado al mar para intentar salvar, al menos, a uno de los tres náufragos. Finalmente, opté por la opción de la espera y, ante la posibilidad de que nadie nos localizara, sentí la ridiculez de un padre que decide morir con sus hijos.

Al escuchar el motor supe que no sería un mártir. Salvamento Marítimo se acercaba en una moto de agua que remolcaba una camilla. Algunos minutos después la costa comenzó a acercarse. Primero las sombrillas de colores, luego las personas de colores, después los gritos, las barrigas, las neveras y los bocadillos de embutidos. Una vez en tierra un enfermero nos hizo un reconocimiento y mi mujer vino a perdonarme la vida por la alegría de vernos vivos.

Eva ya había agotado sus vacaciones y, mientras ella trabajaba, yo tenía que seguir yendo a la playa. Parecía una obligación. Lo pensaba al día siguiente, cuando volvía con los niños por el paseo marítimo, cargado de toallas, cubos y rastrillos. Al pasar por la tienda donde la mañana anterior había comprado la colchoneta, tuve una sensación de bienestar al ver que seguían vendiendo la misma isla. Allí estaba, ocupando parte del paseo, con la palmera como un reloj de sol, proyectando sombra sobre el amarillo de su arena. Al mirarla sentí que me alejaba de la playa, una brisa limpia corría entre su plástico y mis piernas, un soplo de libertad me acariciaba. Volví sobre mis pasos, entré en la tienda y la compré, esta vez inflada. Los niños, que no habían llegado a comprender la gravedad del accidente ocurrido el día anterior, me ayudaron a sujetarla para que no rozara el suelo mientras caminábamos hacia la playa.

Peleé por un hueco libre en la arena y coloqué la isla. Extendí la protección solar en los cuerpecitos de Laura y Alberto. La crema blanca les asemejaba a otros niños que jugaban en la orilla. Con la cabeza apoyada en la colchoneta retomé la lectura, pero el pensamiento de volver a alejarme en la isla flotante me desconcentraba. Me fijé en un matrimonio de mediana edad. Me incorporé para pedirles que vigilaran a mis hijos mientras yo me daba un baño. Me puse las aletas, cogí la colchoneta y la empujé con fuerza los primeros metros, antes de subirme y ver cómo las olas continuaban alejándome. En la playa, la bandera amarilla que indicaba precaución comenzó a empequeñecer. Mis hijos también. Mis hijos, tan bellos como paulatinamente invisibles.

Hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien como en mi isla. A partir de cierta distancia la plaga de medusas que parecía procrear en la aglomeración humana empezaba a disiparse, y me dejé llevar bocarriba, con los pies en el agua y la mirada velada de gotas. No me hacía falta nada más que una botella de agua. Si Alejandro Magno hubiera venido a regalarme cuanto quisiera, sólo le habría pedido una cosa: que se fuera. Me sentía un Diógenes en el presente radical de una ola que rompe en espuma.

De regreso a la playa, el matrimonio preocupado, mis hijos llorando. Una masajista pasaba de una espalda a otra sin limpiarse las manos. Aceite y dinero. Eructos de cerveza recalentada. Me disculpé, calmé a los niños y desinflé la colchoneta para que Eva no la viera al llegar a casa.

Al día siguiente busqué otra playa. Había comprado una bomba automática y la isla se levantaría en diez minutos. Esta vez le encargué a una abuela el cuidado de Laura y Alberto. Era el tercer día que salía en la colchoneta, y el día en que vi, por primera vez, la silueta que llegaría a obsesionarme. Llevaba como media hora a la deriva cuando, a unos setenta metros, divisé una isla igual que la mía. La misma palmera con sus hojas de tela ondeando, la misma forma, el mismo tamaño y, sobre ella, la silueta de una mujer. Traté de precisar su edad, pero a aquella distancia sólo podía ver dos manchas rojas que se correspondían con su bikini. Sentí curiosidad, pero no quise perturbarla y me alejé.

La curiosidad creció por la noche. Dormí y desperté con el pensamiento de encontrar de nuevo la otra isla. Recordaba las marcas donde la había avistado y, aunque pensé que esas marcas no me servirían para nada, la hallé en el mismo lugar. Supuse que, quizá, se había encallado entre dos balizas que tenía a ambos lados. El respeto pudo de nuevo más que la curiosidad, y tan sólo le grité si necesitaba algo. Como no obtuve respuesta pensé que ella, como yo, tampoco necesitaba nada. Una nueva emoción me impresionó: había pasado del sentimiento de estar solo en el mundo, al sentimiento de estar solos en el mundo.

Los tres días que siguieron fueron similares. Ella siempre en el mismo sitio. Comprendí que había encallado la isla a propósito. Era un buen lugar, desde allí los edificios de veinte pisos parecían piedras blancas. Cada vez me atrevía a acercarme un poco más, pero, como no quería molestarla, seguía estando demasiado lejos. Podía ver algo mejor las dos manchas rojas de su bikini, pero nada más; no acertaba a precisar el color de pelo, ni siquiera su postura, aunque parecía que habitualmente estaba recostada sobre el tronco de la palmera. Lo único que pude anticipar entonces fue el color de su piel; por contraste con la arena clara de la isla, era un poco más oscura, más anaranjada. Pero a pesar de la escasez de datos, el solo hecho de que pasara las horas en una isla como la mía era suficiente para estimular en mí una atracción enorme, que iba más allá de su edad o aspecto físico.

Uno de los siguientes días Laura y Alberto insistieron tanto en venir que tuve que llevarlos conmigo. A partir de entonces les pondría los flotadores. Con ellos me fue imposible acercarme a la isla, tal como había hecho las últimas veces y, en los días sucesivos, comprobé que cuando los niños me acompañaban siempre había algún factor que hacía imposible mi acercamiento, ya fuera una corriente marina adversa, un cambio de tiempo inesperado o una sed insoportable que me obligó una mañana a terminar la botella de agua de un trago y tener que volver. Por el contrario, cuando iba solo, mi isla parecía conocer su propio rumbo, y navegaba como empujada por un viento amigo.

Mi atrevimiento aún no llegaba a ser suficiente para acercarme, y no podía describir a mi compañera. Así la consideraba, mi compañera, dadas las coincidencias de nuestras circunstancias. Y en cada viaje un nuevo detalle iba apuntalando la atracción. Unos destellos diseminados por lo que debía de ser su cuerpo delataban las gotas de agua. Seguramente acababa de darse un baño, allí, tan lejos, donde el mar deja de ser el jacuzzi que es en la orilla, donde los únicos ojos que nos ven son los de los seres subacuáticos que, como nosotros, rehúyen la costa. Sin duda era, como yo, una gran nadadora. En uno de los últimos trayectos tiré el libro al agua. Ya no me servía, no lograba concentrarme. Pensé en llevar unos prismáticos para verla respetando la distancia, pero aquella idea me pareció una violación y la deseché. Si quería verla, tenía que acercarme, darle la libertad de que ella, al verme, se alejara o me recibiera.

Laura y Alberto me dieron una semana insoportable. Se negaron a volver a quedarse en la playa al cuidado de algún extraño, y de nuevo tuve que llevarlos conmigo. La ventaja era que podíamos estar en la isla mucho más tiempo, y comenzamos a comer allí. Aunque después de la comida los niños se quedaban más tranquilos, seguían parloteando entre ellos. Perdí todos los metros que había ganado las veces que había ido solo. Por alguna razón, incluso mi anterior y discreto acercamiento parecía ahora imposible. La visión de la isla lejana comenzó a desesperarme como el espejismo de un oasis. Y de fondo, el murmullo de los niños, que no me convenía acallar porque al fin y al cabo aquel sonido me permitía no tener que mirarles para saber que seguían bien. Quería reservar mi vista para mi isla vecina, como un reflejo de la mía, como una sombra flotante de mi deseo que, después de tantas horas, se fijaba en mi retina y se proyectaba durante el camino de regreso en breves instantes; en la cara de Laura, en el pico de la montaña, en la linterna del faro en el puerto.

Dejé de tocar a Eva. De madrugada sacaba los pies de la cama para imaginarme cómo sería el próximo día. Entre las sábanas podía sentir el frescor del agua, la ondulación de las olas bajo la colchoneta, la llamada de la isla que me estaba esperando. Todo el tiempo que pasaba en tierra lo empleaba en recrear las sensaciones que tenía cuando flotaba, y una noche determiné que la próxima vez alcanzaría la isla. Concilié un sueño apacible después de noches de insomnio, y me desperté con la lengua acartonada de sal.

Al otro día, dispuesto a evitar cualquier barrera que me limitara un acercamiento, volvimos a embarcarnos pero, llegados a cierto punto, mi isla, como era habitual, se detuvo. La atracción era tan irresistible que pensé en el canto de las sirenas y, de la mano de ese pensamiento, vino otro, que me dio el motivo de la imposibilidad de continuar el rumbo: el verdadero canto de las sirenas no es una melodía, no es una voz ni un coro. El verdadero canto de las sirenas es el silencio.

Intenté apartar de mí la palabra. Todo aquello que fuera palabra incordiaría la unión de nuestras islas. Cada vez más magnetizado, les dije a los niños que callaran. Efectivamente, en cada silencio, ganaba una braza. Pero Laura o Alberto terminaban por reiniciar su parloteo y, de nuevo, nos deteníamos. Sin poder resistirlo por más tiempo, les eché al agua. En sus dos flotadores comenzaron a alejarse y, cuando sus voces se extinguieron, empecé a avanzar, callado, quieto. Había cerrado los ojos. Quería descubrir la aparición al completo. Me dejaba llevar, visualizando en mi cabeza el choque blando de las dos islas como el nacimiento de un nuevo continente. Cuando sentí la colisión abrí los ojos y vi la tierra de plástico frente a mí. Era idéntica a la mía, salvo por un detalle que me hizo lanzar un grito de angustia, una llamada de auxilio, un llanto de padre. La carne de su habitante no era de la misma materia que la mía, sino que estaba hecha del mismo plástico que la palmera, que la arena, que el cangrejo. Mi angustia fue tanta que me extrañó que la mujer hinchable no me abrazara cuando me oyó gritar el nombre de mis hijos.

 


 

*Este cuento fue publicado en Leche, Los Libros de Lince, 2013.

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