Fabio Morábito

Las puertas indebidas

Fabio Morábito

Las puertas indebidas

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Tusnesdor llega de noche al hotel después de un vuelo trasatlántico de diez horas. En su cuarto, no obstante que el aire acondicionado está a su máximo nivel, hace calor, y Tusnesdor se arrepiente de no haber elegido un mejor hotel. Abre la maleta y, mientras acomoda la ropa en el clóset, repara en una puerta. Se acerca a ella y gira la perilla, pero el seguro está puesto. Lo destraba, abre y ve otra puerta idéntica. Oye una conversación al otro lado, en francés, entre dos mujeres. No es la primera vez que le asignan un cuarto que comunica con otro, pero sólo ahora se percata de cuán frágil es esa doble barrera divisoria. Si no fuera por el francés, lengua que no conoce, se estaría enterando de todo lo que dicen sus vecinas. Delicadamente, sabiendo que se trata de un gesto inútil, da vuelta a la perilla de la otra puerta y, para su sorpresa, ésta se abre y él alcanza a ver por la rendija la alfombra del cuarto contiguo. La conversación entre las dos mujeres se ha interrumpido de golpe, y Tusnesdor, sintiendo que lo descubrieron, empareja la puerta del otro cuarto, luego cierra la suya, poniendo el seguro, y se queda recargado contra ella mientras su corazón late apresuradamente. Oye cómo se abre la puerta de las dos mujeres, que unos segundos después tocan a la puerta sobre la cual está apoyado. Se estremece y duda si le conviene abrir. Vuelven a tocar y comprende que es mejor encarar la situación. Con una expresión aparentemente serena y confiada, abre la puerta. «¡Bonsoir, monsieur!», exclama una cuarentona rubia y bajita, que espeta otra frase en francés, le suelta una cachetada y cierra con un sonoro portazo. Tusnesdor se pone la mano sobre la mejilla que le arde, en el fondo aliviado de que todo haya terminado tan rápido. Luego escucha la risa de las dos mujeres y el alivio se transforma en rabia. Siente coraje por haberse mostrado tan pasivo. Bien visto, no hizo nada incorrecto, porque en cierta medida la puerta que abrió pertenece también a su cuarto y es responsabilidad de las dos mujeres dejar puesto el seguro para evitar cualquier intrusión. Está a punto de tocar para exigir una disculpa, pero comprende que su razonamiento no se sostiene. Aunque la segunda puerta pertenece un poco a su cuarto, en la práctica se trata de una puerta prohibida y, si se queja, hará el ridículo. Podría llamar a la recepción y, alegando que las dos mujeres hablan en voz alta y no lo dejan dormir, solicitar otro cuarto, pero es demasiado tarde para un cambio de habitación. Está agotado por el viaje y a la mañana siguiente verá qué le conviene hacer. Termina de desampacar, se desviste, se acuesta y apaga la luz.

Al otro día lo despiertan las risas de las dos mujeres, que se filtran por la pared. Se pregunta si seguirán riéndose de él. Se levanta, abre su puerta de comunicación y, pegando la oreja a la madera de la otra puerta, se queda escuchando, pendiente de no hacer ruido, no vaya a ser que a una de las dos mujeres se le ocurra abrir y, al verlo fisgonear de nuevo, le aseste otra cachetada. Con el poco francés que aprendió en el colegio e interpretando ciertos ruidos provenientes del otro lado, comprende, no sin alivio, que las dos francesas (o suizas, o belgas) están por marcharse. Un minuto después le parece oír que están abandonando la habitación. Camina hasta su propia puerta y pega el ojo a la mirilla. Ve a una mujer joven en el pasillo, inclinada sobre una maleta, y piensa que es la hija de la otra, la que le dio la bofetada. En eso, una risa le hace girar la cabeza. La rubia cuarentona está parada junto a las dos puertas de comunicación, que están abiertas de par en par. «¡Adieu, monsieur!», exclama, y desaparece en su cuarto con una risa estrepitosa. Tusnesdor, que está en calzones, no se ha movido. Vuelve a asomar por la mirilla y ve salir del cuarto a la cuarentona, que le dice algo a la joven, quien también se ríe a carcajadas. Las dos voltean hacia la puerta de Tusnesdor, le hacen una seña de saludo y, sin dejar de reírse, se dirigen hacia los elevadores jalando sus maletas rodantes.

Él camina hasta las dos puertas comunicantes y echa una mirada en el cuarto contiguo. Las dos camas están revueltas y hay varias toallas en el piso. Cierra su puerta, pero vuelve a abrirla para cerrar también la otra y, después de cerrar la suya, le pone el seguro. Se baña, desayuna en el comedor del hotel y sale a la calle a comprar el periódico. Cuando regresa a su habitación encuentra en ella a la mucama, que la está limpiando. La mujer le dice que no tardará nada y Tusnesdor se sienta a leer el periódico en el único sillón del cuarto. La mucama sale de la recámara y regresa con una aspiradora, que conecta a la toma de la corriente. Luego, para sorpresa de Tusnesdor, abre las dos puertas gemelas que comunican con el cuarto de al lado. Al ver la expresión interrogante de Tusnesdor, la mujer le dice que en la habitación de al lado la toma hace un falso contacto; por eso, aprovechando que los dos cuartos están comunicados, prefiere utilizar la del cuarto de Tusnesdor. Pasará primero la aspiradora en la otra habitación y luego en la suya. Dicho esto, introduce la aspiradora en el cuarto que hace poco era de las dos francesas (o suizas, o belgas) y en seguida regresa al cuarto de Tusnesdor para coger un trapo, vuelve a la otra habitación y un minuto después está de vuelta para coger una escoba, regresa al otro lado y vuelve de nuevo, esta vez por un cepillo, y ese ir y venir de una habitación a otra a través de la doble puerta le produce a Tusnesdor una extraña turbación que le impide concentrarse en el periódico, como si estuviera mirando algo indebido, algo que las mucamas procuran que los clientes no vean para no inspirarles ideas audaces.

Después de que la mujer ha terminado de pasar la aspiradora en el cuarto vecino, reintroduce la aspiradora en el de Tusnesdor y le dice que, para que esté más cómodo, puede leer el periódico en la otra habitación mientras ella termina de arreglar. Tusnesdor obedece, se traslada al cuarto que hace poco era de las dos francesas (o suizas, o belgas), el cual luce limpio y con las camas hechas, y se sienta en un sillón idéntico al que hay en el suyo. Ahí comprueba que las diferencias entre las dos habitaciones son mínimas y se reducen a los cuadros. La mucama termina de aspirar la alfombra en el cuarto de Tusnesdor y le dice a éste que puede volver a su lugar. Tusnesdor regresa a su cuarto y ve cómo la mujer, antes de marcharse, cierra las dos puertas gemelas.

Media hora después oye unos ruidos en la recámara de al lado, abre con cautela su puerta de comunicación, pega el oído a la otra puerta y escucha a una mujer hablando por teléfono. No logra oír lo que dice, porque la otra habla en voz baja. Oye que cuelga el teléfono y escucha su ir y venir por la habitación. Está a punto de dar vuelta a la perilla para abrir la puerta y ver la cara de su nueva vecina, pero, después de lo que pasó la noche anterior, no se atreve. Cierra su puerta, deja el periódico sobre la mesa y se dispone a salir, puesto que lo esperan varios asuntos en la calle.

Regresa de noche, se desviste y decide no ponerse la pijama debido al calor que hace. Abre el minibar y saca una lata de cerveza. Mientras bebe se acuerda de su nueva vecina, va a la puerta de comunicación y la abre. Ve que la otra puerta está ligeramente abierta y el corazón le da un vuelco. Adentro, la luz está encendida. Deduce, por las tenues oscilaciones de la puerta, que ésta debió de abrirse a causa de la brisa que entra por la ventana de la mujer. Alcanza a ver la puerta del baño e intuye que ella está acostada. En eso, la luz del cuarto de la mujer se apaga y Tusnesdor cierra de inmediato su puerta para evitar que la luz de su cuarto se filtre en el de su vecina. Ya que apagó la luz, vuelve, en la oscuridad, a abrir la puerta que conecta con el cuarto de la otra. A oscuras, ante la puerta entornada de la mujer, comprende que en nada se distingue de un violador o de un asesino, y su osadía lo asusta. Bastaría una pequeña pérdida de control, un arrebato de locura, para que su vida diera un viraje inaudito, e imagina el forcejeo con la mujer, los gritos de ella, y se ve a sí mismo estrangulándola. Se retira dejando su puerta un poco abierta y va a acostarse, no sin antes abrir de par en par la ventana.

Conforme sus ojos se acostumbran a la oscuridad, alcanza a ver cómo también su puerta oscila, y comprende que se ha formado una corriente de aire entre su habitación y la de la mujer. Se queda quieto, esperando que ocurra algún milagro; por ejemplo, que la mujer se dé cuenta de que ambas puertas de comunicación están abiertas, se levante para echar un ojo adentro de su cuarto y, al verlo acostado en la cama, se deslice dentro y se acueste junto a él, murmurando una frase como «Aquí está más fresco». Pero media hora más tarde no ha ocurrido ningún milagro y Tusnesdor, que no tiene sueño, enciende el televisor. Antes va a cerrar su puerta para que el resplandor del aparato encendido no se filtre en el cuarto de la mujer. Acciona el control remoto desde la cama hasta encontrar un documental sobre animales y, a los diez minutos, se le cierran los ojos. De repente lo despierta el volumen altísimo del televisor y escucha unos golpes contra la puerta que comunica con el cuarto de junto. Asustado, apaga el televisor, se baja de la cama y va hasta la puerta. ¿Quién?, pregunta, y una voz femenina le dice que no puede dormir por el volumen tan alto de su televisor. Tusnesdor abre la puerta unos cuantos centímetros, porque está en calzones. Pese a la oscuridad, puede ver que la mujer abrió la suya apenas lo suficiente para dejar oír su voz. Disculpe, dice Tusnesdor, me quedé dormido y debí apretar el volumen del control remoto sin darme cuenta. La otra le explica que su puerta se abre con el aire y no consigue cerrarla, porque el seguro no sirve. Comprendo, dice Tusnesdor, quien en ese momento entiende por qué las francesas (o suizas, o belgas) no tenían puesto el seguro. Y con el calor que hace, añade la mujer, si cierro la ventana me muero. Habla en voz baja, como para no despertar a otra persona que pudiera estar en compañía de Tusnesdor, y también Tusnesdor habla en voz baja, aunque sabe que la mujer está sola. Sí, dice Tusnesdor, hace un calor tremendo, y añade: voy a dejar también mi puerta un poco abierta para que usted duerma tranquila. La mujer no dice nada y Tusnesdor advierte oscuramente que acaba de decir un disparate. Está bien, dice la otra, y le da las buenas noches. Buenas noches, dice Tusnesdor, y regresa a acostarse, seguro de que la mujer no se ha movido, quizá para cerciorarse de que él regresó efectivamente a la cama. Comprende que lo lógico hubiera sido decirle que, para que ella estuviera tranquila, él cerraría su puerta con seguro. Se siente un estúpido. Está a punto de levantarse y volver a la doble puerta para decirle a la mujer que quería decir todo lo contrario de lo que dijo, pero decide no moverse, pues si se levanta, la otra podría interpretarlo como una maniobra de acercamiento.

Se le ha ido el sueño. Saber que ella está acostada en el cuarto contiguo, desnuda o casi desnuda –por algo se quedó atrás de la puerta mientras hablaban, sin encender la luz de su habitación–, y que las dos puertas de comunicación están abiertas y que, pese a ello, la mujer le dio las buenas noches, seguramente porque comprendió que él es un tipo decente y que ella puede dormir sin miedo, todo esto lo perturba, y piensa que sería maravilloso que todas las puertas fueran así, dobles puertas entornadas que la brisa hace oscilar sobre sus ejes, a través de las cuales todos se comunicaran libres de temor, y que ya no hubiera puertas indebidas, ni palabras ni sentimientos indebidos.

Se pasa la mano sobre la frente. El diálogo con la mujer lo ha hecho sudar. Tiene sed, se levanta, va al minibar, lo abre y se da cuenta de que la cerveza que se tomó hacía poco era la última. Se promete quejarse al otro día en la recepción por no surtir el minibar de más cervezas y poner tan bajo el aire acondicionado. Podría hablar ahora mismo y exigir que le suban una cerveza helada, pero no tiene ganas de discutir. Además, si habla por teléfono despertará a la mujer de al lado. Entonces, en otro arranque carente de lógica, decide pedirle a ella que le dé una cerveza de su minibar, ¡como si eso no fuera a despertarla más profundamente que el sonido de una conversación por teléfono! Se acerca a la puerta y llama a la mujer en voz baja, no hallando mejor fórmula que un «Disculpe, señorita». ¿Sí?, responde la otra. Perdone que la despierte, dice Tusnesdor, se me acabaron las cervezas de mi minibar y estaba pensando si no le sobrará alguna. Luego de un breve silencio, como si sopesara la eventualidad de una trampa, la otra dice: Déjeme ver, y Tusnesdor la oye caminar por su habitación. Luego la puerta de ella se abre un poco y asoma una mano con una lata de cerveza. Aquí tiene, dice la mujer. Tusnesdor toma la lata, le da las gracias y le pide que la espere un minuto, mientras va por el dinero. Me paga mañana, dice la otra, y se retira. Gracias, repite Tusnesdor, y se queda mirando la puerta entornada de la mujer, que oscila con la brisa. Se da vuelta y camina hasta su ventana, destapa la cerveza y acerca la nariz a la lata para oler un eventual perfume, pero no huele nada. Ahora le pareció más joven que lo que había imaginado y le calcula unos cuarenta, tal vez un poco más. Toma un trago de cerveza y piensa que es un poco increíble todo lo que está pasando. Cuando la otra le pasó la lata de cerveza sus manos se tocaron un instante. Éste es un cuento casi hecho, se dice Tusnesdor; es más, pareciera que lo ha estado escribiendo, que ha llevado las cosas hacia ese cuento cuya existencia intuyó desde el día anterior, cuando escuchó la conversación en francés de las dos mujeres y giró la perilla de la segunda puerta, que se abrió inesperadamente.

Termina la cerveza y vuelve a acostarse. Se tomaría otra, sobre todo ahora que sabe que está escribiendo un cuento. Se siente feliz de que la mujer le haya dado la cerveza. No le importa si es bonita o fea, vieja o joven; lo importante es ese gesto furtivo, casi de contrabando, con que la desconocida atendió su pedido. Poco a poco se adormece. Lo despiertan unos golpes suaves a la puerta que comunica con el cuarto contiguo. ¿Quién?, pregunta. Soy yo, su vecina, responde la voz de antes. Tusnesdor se incorpora de golpe. No se levante, dice la mujer, sólo necesito un poco de antiácido de su baño, yo ya usé el mío; debe de tener un sobre, si no lo ha usado. Tusnesdor le responde que no lo ha usado y la mujer le pregunta si le da permiso para tomarlo, ya que tiene agruras. Sí, pase, contesta él, dudando todavía de la realidad de aquel diálogo. No encienda la luz, por favor, dice la mujer. No la voy a encender, dice él. Se cubre con la sábana y, por delicadeza, se vuelve hacia la ventana. Escucha a la mujer atravesar descalza su cuarto, entrar en el baño y cerrar la puerta. Gira la cabeza y ve la línea de luz que se filtra por abajo de la puerta del baño, luego la luz se apaga, la puerta del baño vuelve a abrirse y un leve escalofrío recorre el cuerpo de Tusnesdor, porque a la mujer se le podría ocurrir, con la excusa de que su cuarto es más fresco que el suyo, venir a acostarse a su lado. Pero ella cruza de regreso hasta la doble puerta. Ya lo encontré, gracias, le dice, y le da las buenas noches. Buenas noches, dice Tusnesdor, y oye cómo la otra regresa a su habitación. No se mueve durante unos diez minutos, como si ella fuera a volver. Esa incursión suya lo ha llenado de una dicha como hace mucho no sentía, además de que le regaló un episodio crucial para su cuento. Tanta emoción le ha quitado otra vez el sueño, se quita la sábana de encima y se queda mirando la ventana. De nueva cuenta está sudado y tiene sed. Se levanta, va a la ventana y mira, pero más bien recuerda, porque casi no se ve nada, el paisaje amorfo de bodegas, muros bajos, tambos de basura y techumbres onduladas que conforma el traspatio del hotel. El piso de Tusnesdor es de los más bajos y el resplandor de la ciudad casi no lo alcanza. Da unos pasos sin poder decidirse, hasta que se arma de valor, va hasta la doble puerta y, aclarándose la voz, viéndose actuar en su propio cuento, llama a su vecina como antes. ¿Sí?, responde la mujer. Disculpe por despertarla de nuevo, dice Tusnesdor. La otra le dice que no estaba dormida. Tusnesdor le explica que sigue teniendo una sed atroz y le pregunta si no tendrá otra cerveza. Espere, dice la mujer, y Tusnesdor la oye levantarse de la cama, caminar hasta el minibar y abrir el pequeño refri. Me queda un par, dice ella, ¿quiere las dos? ¿Las dos?, repite Tusnesdor. Sí, las dos, dice ella. Y Tusnesdor, por una vez, reacciona rápidamente y le dice a la mujer que, puesto que tampoco ella puede dormirse, podrían, si a ella no le molesta, tomarse las dos cervezas juntos. Se hace un breve silencio, la mujer parece sopesar aquella propuesta, luego responde: ¿Dónde, aquí conmigo o con usted? Donde usted prefiera, responde Tusnesdor, con el corazón que le late en la garganta. Mejor con usted, dice la mujer, su cuarto es más fresco. Dice así, su cuarto es más fresco, y Tusnesdor siente un ramalazo de irrealidad, porque es lo que imaginó que ella diría en algún momento, y se le forma un hueco en la panza cuando se abre la puerta para dejar entrar a una silueta de mediana estatura. No encienda la luz, dice la mujer, porque traigo puesto lo mínimo. Yo estoy igual, dice Tusnesdor, y le pregunta dónde quiere sentarse. En el piso es más cómodo, dice la otra. Se sientan a los pies de la cama, usándola como respaldo, uno junto al otro, sin tocarse. Ella le entrega una de las cervezas y Tusnesdor se pregunta qué es lo mínimo que trae puesto la mujer, si los calzones y el sostén, o los puros calzones. No le pregunta eso, obviamente, sino cómo se llama. Valeria, contesta la otra. Yo me llamo Tusnesdor, y ella dice qué raro nombre, de dónde es. Es un nombre que inventó mi padre, y le platica cómo fue que su padre decidió llamarlo así. Es una historia que ha contado un sinfín de veces. La mujer lo escucha con atención, o eso le parece a él, porque no puede verle la cara, apenas intuirla en la oscuridad, ya que la cama y los muebles impiden que la escasa claridad proveniente del traspatio llegue hasta ellos, que están sentados en el piso. ¿No le parece increíble que aquí estemos los dos en lo oscuro, tomándonos una cerveza, sin conocernos y sin siquiera habernos visto las caras?, le pregunta Tusnesdor. Sí, es algo insólito, dice la mujer. Puede ser que usted vuelva a su cuarto y mañana nos crucemos en el hall del hotel sin reconocernos, insiste Tusnesdor. Sí, dice la otra, puede ser que mañana, en la hora del desayuno, al mirarnos de una mesa a otra, nos preguntemos si la persona que estamos mirando es la misma con quien anoche estuvimos hablando en la oscuridad, los dos semiencuerados, y no lo sabremos nunca. Es verdad, dice Tusnesdor, sorprendido por la elocuencia de la mujer. Se hace un breve silencio, que los dos aprovechan para tomar un trago de sus cervezas. Siempre y cuando, claro está, no encendamos la luz para vernos las caras, dice Tusnesdor. Sí, dice la mujer, pero es pronto para decidir si la encenderemos, ¿no es cierto? Sí, dice él, es demasiado pronto, y observa intrigado, sin poder verla, a la inquietante aparición sentada a su lado. ¿Es usted escritor?, pregunta ella. Sí, responde Tusnesdor, ¿cómo lo adivinó? Yo también lo soy, responde la mujer, y le mentí cuando le dije que el seguro de mi puerta no funciona.

 


 

*Este cuento fue publicado en: Grietas de fatiga © Fabio Morábito, 2006.

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