Bef

Leones

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Ahora huimos, nos escondemos en la oscuridad, nos alejamos de la luz del día. Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en que ellos fueron nues­tra plaga.

Los primeros leones aparecieron en los parques públi­cos. Siempre se refugiaban bajo la sombra nocturna, escon­diéndose donde los árboles espesaban y los pastos crecían lo suficiente como para ocultarlos.

Huían de nosotros, intuían que éramos los responsables de que su hábitat hubiese desaparecido, que fuimos quie­nes los llevamos a un cautiverio que pronto excedió su ca­pacidad para albergarlos.

En un principio nos llamó la atención la súbita disminu­ción de perros callejeros en la ciudad. Pasado un tiempo, comenzaron a aparecer sus huesos roídos, esparcidos cerca de los jardines públicos. Como siempre, no les pusimos atención hasta que fue tarde.

Si hubieran sido una especie en peligro de extinción como los gorilas, los pandas o los manatíes seguramente nuestros parques se habrían peleado por tener ejemplares en sus jaulas. Pero había sobrepoblación de leones.

Así que empezaron a lanzarlos a la calle.

El proceso fue así: a todos los zoológicos de la ciudad les llegó una orden de muy arriba que dictaba la eliminación de los leones excedentes con el argumento de lo caro que era mantener demasiados ejemplares de una especie tan conocida y de nulo interés para los visitantes.

Allá fueron docenas de felinos sacrificados con el propósito de mantener los presupuestos dentro de los límites de lo razonable.

La medida fue abandonada al poco tiempo ante la dificultad de eliminar un predador de tales dimensiones; los costos de semejante operación daban al traste con las intenciones de ahorro originales, sin considerar las protestas del departamento de limpia, cuyos trabajadores se negaban a disponer de los cuerpos felinos, ni el rechazo de los pepenadores ante el mal sabor de la carne de león.

Pero las órdenes se acatan, no se discuten.

Así fue como los primeros leones acabaron de garritas en la calle, eliminados clandestinamente en mitad de la noche, cerca de los parques públicos donde pudieran al menos depositar sus heces sin que se notara demasiado.

Es imposible saber con precisión cuántos ejemplares fueron abandonados a su suerte de esta manera. Los archivos que contenían las cifras oficiales fueron destruidos cuando estalló el escándalo político. Pero los cálculos más conservadores suponen que no debieron ser tantos como los medios amarillistas han querido hacernos creer.

El problema real es la altísima tasa de natalidad de los leones. Un macho adulto es capaz de copular hasta cien veces en un solo día.

Cien cópulas con cien eyaculaciones incluidas.

Más de una estaba destinada a tener éxito. Eso, sin pensar en la ausencia de depredadores naturales.

Aunque ignoramos en qué parques fueron liberados los primeros, ahora sabemos que por las noches emigraban a cuanta zona verde encontraban, hasta ocupar poco a poco todas las disponibles.

No descubrimos a nuestros nuevos vecinos hasta mucho tiempo después. Corredores matutinos, ancianos desocupados, niños, parejas de novios y vendedores de drogas que poblaban a toda hora los jardines públicos eran observados por atentos ojos ambarinos, cuyos dueños se ocultaban entre las sombras ofrecidas por los árboles.

Los felinos modificaron sus costumbres y se volvieron seres nocturnos. Perros y ratas fueron el componente principal de su nueva dieta. Alimento que, aunque modesto, jamás escaseó.

De no haber sido quizá por sus vistosas deposiciones, nadie habría notado nada raro.

Hasta el célebre accidente de los amantes.

Una pareja anónima de novios se internó en uno de los parques más grandes de la ciudad, buscaban entre los árboles una intimidad más barata que la de los hoteles de paso.

Se dice que, entregados a sus amores, no descubrieron a tiempo a un policía que se acercaba silencioso hasta ellos con la intención de sorprenderlos. El representante de la ley lo hubiera logrado de no haber sido por una leona hembra de ciento veinte kilos que, salida de entre las sombras, se abalanzó sobre él sin darle tiempo de soplar su silbato.

Aterrorizados, los novios huyeron de ahí semidesnudos.

Al día siguiente, los restos del policía y la ropa de los amantes fueron encontrados en medio de un gran charco hemático.

Los peritos de la policía aparecieron en el lugar del crimen y determinaron sin dudar que se trataba de un accidente laboral común.

A los dos días, en otro parque, un borracho amaneció despedazado. Y al día siguiente un jubilado del servicio postal fue mutilado: perdió las piernas mientras dormía una siestecilla.

Fue el principio de los ataques. Con seguridad las autoridades habrían hecho algo de no haber sido porque al cuarto día se hallaron los restos mordisqueados de un cadáver cuyas huellas digitales (las que quedaban) coincidían con las de un famoso asesino múltiple. Esta vez los muchachos de la policía determinaron suicidio y le achacaron las muertes anteriores. Después se dio carpetazo al asunto.

Y entonces, acaso envalentonados por la indiferencia oficial, los leones salieron de sus refugios a pasear cínicamente sus melenas por nuestras calles.

Sin hambre, son tan mansos como un gatito. Pero comen todo el día, por lo que era imposible saber en qué momento arrancarían de un mordisco el brazo de un vendedor de globos o se tragarían a un niño.

Eso sin hablar de sus heces.

Intentamos quejarnos, organizamos comités vecinales que exigían la inmediata eliminación de los felinos. Pero sólo hallamos oídos sordos en las autoridades, quienes consideraron que la solución más práctica –y económica– era evitar los parques públicos y cruzar la calle si se veía venir de frente un león.

Los medios ventilaron la noticia mientras tuvo interés, pero llegó el mundial de futbol y los más bien magros triunfos de la selección nacional mandaron a los leones al silencio mediático.

Y habrían permanecido olvidados de no haber sido porque, durante los festejos tumultuarios provocados por un empate ante la selección de Bolivia, una horda de leones atacó a los festejantes en el Ángel de la Independencia.

No se hicieron esperar las declaraciones del gobierno y de la oposición, ni los debates televisivos y los editoriales en los periódicos.

Mientras tanto, los leones seguían ampliando su nuevo hábitat. Pronto empezaron a mudarse a los camellones de mayor tamaño.

Cruzar la calle se convirtió en una hazaña peligrosa.

Los asesores del jefe de gobierno de la ciudad, más preocupados en colocar a su jefe entre los candidatos presidenciales que en dar una solución de fondo al problema, optaron por un arreglo inmediato de corto alcance y declararon a la ciudad entera reserva ecológica dedicada a la preservación de los leones, con la doble intención de calmar a la población y de añadir un atractivo turístico a la metrópoli.

Para entonces los felinos habían decidido ocupar cuanta área verde encontraran; en poco tiempo casas particulares, escuelas, instalaciones deportivas y panteones fueron invadidos por el nuevo patrimonio de la ciudad.

Uno podía despertar por la mañana y descubrir que a su jardín, fuera del tamaño que fuera, se había mudado una familia de leones buscando el desayuno. Normalmente los habitantes de las casas terminaban siendo devorados.

Huesos más grandes que los de perros y ratas empezaron a ensuciar las calles, muchos con jirones de carne aún pegados. En poco tiempo, enjambres de moscas panteoneras se volvieron parte del paisaje urbano.

Empezaron a correr rumores: que si atacaban en manadas, que si eran inteligentes, que si se estaban adueñando de la ciudad, que si no había manera de controlarlos. Las autoridades desmintieron todos, llamaron alarmistas a los medios y pidieron a la opinión pública tolerancia hacia sus nuevos vecinos.

Hasta que un día apareció el cadáver de un niño.

Amaneció, como si nada, en el centro del Zócalo, a los pies del astabandera. Esta vez, el gobierno de la ciudad no pudo desmentir nada porque las cámaras de los noticieros llegaron antes. Era una provocación oficial.

Sentimos miedo.

Los asesores del jefe de gobierno decidieron que si quería tener oportunidades de reposar el trasero en la silla presidencial, tendría que declarar una guerra sin tregua a los leones. Y así lo hizo.

Pero ya era tarde. No hubo programa emergente con que pudiera enfrentarse la plaga. Bomberos, policía y ejército poco lograron contra los miles de felinos que vivían en las calles.

Un día un león llegó hasta el centro del Zócalo y escupió con desprecio los restos de una cabeza. El cráneo resultó pertenecer al jefe de gobierno de la ciudad. Lo habían atacado en manada durante un acto oficial en la Alameda Central. Los leones habían tenido el cuidado de dejarla apenas reconocible. Sólo lo suficiente.

Después el león rugió, como proclamando su triunfo.

No necesitaba hacerlo, para entonces ya eran los dueños de las calles, de los parques, de los jardines, de todo.

Cada día son más y nosotros menos. Hemos tenido que refugiarnos en las sombras, mientras ellos duermen, ahora que han regresado al horario diurno. Nos escondemos en las sombras, buscamos robar algo de sus desperdicios para comer.

A veces los leones organizan cacerías en grupo para eliminarnos. Su olfato los guía hasta nuestros refugios. A veces logramos burlarlos, pero no siempre.

Pero donde cazan un hombre, aparece otro. Una vez que atrapan a éste, aparece otro más.

Hemos decidido recuperar nuestra ciudad, aunque sea de esta manera.

Ahora nosotros somos su plaga.

 


 

*Este cuento fue publicado en “Escenarios del fin del mundo” © Bernardo Fernández, Bef, c/o Schavelzon Graham Agencia Literaria www.schavelzongraham.com

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