Antonio Ortuño

Masculinidad

Antonio Ortuño

Masculinidad

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Lo primero que exigió Paz cuando nos casamos fue que no siguiera gastando el dinero como un rajá en el alcohol y los discos que solía. Mi obligación principal era pagar la renta, las cosas de la niña, pañales, leche, ropa, esas minucias.

Yo sufría la inagotable humillación de trabajar de noche. Permanecía en la redacción del periódico hasta la salida del sol o hasta que estuviera listo el suplemento del mundial de futbol. No recuerdo apenas nada de ese mundial: sólo el sabor de la sangre y la escena del primer gol, que sería desastroso.

Había sido una noche pésima. Los reporteros se pusieron a jugar con un balón en un pasillo mientras esperábamos el inicio de la transmisión de la ceremonia inaugural y, a consecuencia de un pase inepto, demasiado alto, rompieron un florero que derramó su agua sobre una impresora, arruinándola. Mientras los regañaba y me incautaba el balón, nos perdimos la entrevista con el presidente de la federación nacional que teníamos que robar de la televisión para hacer una nota, porque nuestro enviado al mundial no podía con todo: tenía que observar el partido, descifrar el idioma del país anfitrión y buscar recibos de consumo que justificaran sus formidables gastos en prostitutas.

Inventé dos párrafos de declaraciones del presidente de la federación, que resultaron idénticas a las originales cuando pudimos contrastarlas, y mandé que los intendentes se llevaran la impresora arruinada al taller. Como era de madrugada y los intendentes ya no estaban, ordené que los reporteros limpiaran el desastre. Apagué la cafetera a manera de mínimo castigo. Satisfecho, me concedí el último café caliente de la jornada.

—Tienen que aprender a ser hombres— les dije a los llorosos cuando trajeron la queja del mal sabor del café frío.

Rómulo, el más subversivo de mis inferiores, intentó refutarme invocando la antiquísima relación entre el juego y la masculinidad y citando a Píndaro como ejemplo. Me disgustó tanto su pedantería que lo obligué a aceptar una apuesta desventajosísima para el partido inaugural: me reservé al campeón del mundo y le dejé como adalid al oscuro equipo africano que lo enfrentaría. Rómulo se indignó y citó a Spinoza, a Salvador Allende y a un samurái. Le permití, benévolo, revolverse dialécticamente durante unos minutos, dos o tres. Luego amagué con endilgarle la reparación de la impresora si no se callaba.

—Es mucho dinero el que apuestas— gimió antes de elegir el silencio.

Lo era. No recuerdo cuánto, quizá la mitad de su semana. Lo merecido por amotinarse.

Me quedé sin café en la primera mitad del partido, así que tuve que mandar que encendieran la cafetera de nuevo. Los ánimos mejoraron. Me puse a juguetear con el balón confiscado mientras el juego, aburridísimo y lento como la vejez, avanzaba.

Acaeció el mal. El oscuro equipo africano aprovechó un pase errado y perforó la meta del campeón del mundo. Rómulo brincó a lo alto de una mesa y bailó una suerte de danza africana. Yo, iracundo, pateé el balón maldito, que se proyectó hacia el pasillo, dibujando una parábola prodigiosa en el aire. La cafetera se hizo añicos.

—No te pongas así— exigió Rómulo. Pensé en castigarlo por tutearme, pero habría sido una medida tiránica y desesperada y la reservé para alguna ocasión más meritoria. Sólo le ordené que fuera por un trapeador y limpiara.

El campeón, avergonzado, no supo reaccionar y mi derrota se consumó en pocos minutos. Rómulo y los africanos bailaban. Salí de la redacción justo antes de que el sol asomara su burlesco rostro.

Paré el primer taxi y le pedí que me llevara al cajero automático del mercado. Quería tener a la mano el dinero de la renta y el que tendría que darle a Rómulo y quizá unos billetes de más para ofrecerme a pagar la cafetera despedazada.

El taxista escuchaba en la radio los comentarios finales del partido.

—Esos negros sí que son hombrecitos— deslizó. Callé como un miserable, odiándolo.

La radio comenzó entonces a perorar moralidades sobre urbanidad y delincuencia. El conductor decidió imitarla.

—No debería pararse en el cajero del mercado. Hay mucho malviviente en esa zona— aconsejó. Recurrí a un gesto de indiferencia y le ordené que esperara mi regreso.

En la entrada del mercado, un malviviente de carne y hueso, con ropas raídas y piel ajada y costrosa me pidió dinero para desayunar.

—No— le dije con una sonrisa demacrada.

Me agradan los cajeros automáticos, incluso los rotos y rayoneados como el del mercado. Los vagabundos lo habían orinado —apestaba— y habían roto la puerta y, sin embargo, el dinero seguía a salvo en su disciplinado seno.

—Dame el dinero, compadre.

El mismo tipo otra vez. Lo acompañaba ahora un cuchillito para cortar queso cuya hoja estaría impregnada, seguramente, de todas las enfermedades del planeta, de la malaria a la dislexia.

Decidí ser un hombre.

—Vete a la mierda— bramé como grito de batalla y lo embestí. El malviviente tendría una vida ardua y poco plena, quizá, pero su condición física era notable. Me recibió con un jab que me abrió la boca. Luego me derribó de una patada.

Apreté mis billetes contra el pecho como una madre a su primogénito. Recibí tres o cinco patadas en la espalda y el trasero, quieto como un mártir. Luego escuché un lamento prolongado que mi boca sangrante no podría haber emitido. Logré volverme.

El tipejo estaba de rodillas, la cabeza abierta por una brecha profunda como el mar y los ojos húmedos, vacíos. Tras él, un ángel rodeado del amanecer, apareció el taxista con una llave de tuercas en la mano.

Ya a bordo de su automóvil me entregó algunos pañuelos de papel para limpiar mis heridas. Resoplaba como un padre enfurecido con las malas notas de su hijo. La radio maldecía la delincuencia urbana.

—Se pasa de imbécil, joven.

Conté el dinero. Era suficiente para pagar mi renta y deudas e incluso cederle una propina adecuada a mi salvador.

—Váyase a dormir— recomendó cuando paramos frente a mi puerta. Aceptó con avidez poco épica el dinero que le ofrecí.

Yo agonizaba. Las llaves pesaban como la condenación eterna y la puerta se abrió, chirriante, presentando ante mí el camino que descendía al Hades.

Paz tomaba café ante el televisor. Miraba la repetición del gol del oscuro equipo africano.

—Ganaron. Qué bien.

Se puso lívida cuando vio la sangre en la camisa y mi boca rota. Me apresuré a darle el dinero de la renta para dejarle en claro que estaba vivo. No incólume quizá, pero triunfante.

—Pero qué diablos pasa.

La niña comenzó a llorar. Era mi turno de darle la leche, como todas las mañanas.

—Pasa que soy un hombre.

Como un emperador que marcha al exilio, me fui a calentar el biberón.

 

 

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