Miguel Serrano Larraz

Oxitocina

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Mi hermana siempre decía que era mucho mejor tener un sobrino que tener un hijo. Supongo que nuestra madre habría estado de acuerdo. Según mi hermana, con un sobrino disfrutabas de todo lo bueno, de todas las alegrías de tener un niño cerca, pero sin ninguno de sus inconvenientes. El embarazo, por ejemplo. Y el parto. Los pañales. Despertar a medianoche. Y, cuando crecen, no tienes que reñirles, ni que educarlos, aseguraba mi hermana. La adolescencia, ese misterio, esa sangría. Puedes limitarte a darles todos los caprichos y a dejarte querer. Puedes comprar un pantalón, por ejemplo, pero no tienes la obligación de comprar todos los pantalones y de supervisarlos y de comprobar cómo se desgastan y cómo se quedan pequeños. Puedes ver cómo crecen los niños, sí, pero con distancia suficiente, a salvo de las explosiones y de los agujeros negros. Por no hablar del tiempo, del tiempo que se escapa, de la sensación de que la vida se desplaza lentamente hacia la nada como un barco a la deriva. Yo no podía estar menos de acuerdo con aquellas afirmaciones, aunque fingía que sí. Un barco a la deriva siempre es mejor que un barco que hace aguas por todas partes, que se va a pique, que ya se hunde sin remedio. Yo quería todos esos inconvenientes que enumeraba mi hermana. Yo quería planchar las rodilleras, limpiar culos, poner el termómetro, ir a las revisiones del pediatra. Dormir siempre mal, con una opresión en el pecho. Siempre es difícil llevarle la contraria a una hermana mayor.

Laura era hija de mi hermana, y por lo tanto era mi sobrina. Una niña frágil y fantasiosa que empezó a quedarse en mi casa una vez por semana, después del colegio, cuando acababa de cumplir cuatro años. Nació en octubre. Al principio nos pareció más conveniente que fuera los jueves, que pasara conmigo las tardes de los jueves. Recuerdo la tarde en que Laura, sentada en el sofá, señaló hacia el pasillo con una expresión de goce indudable, con esa mirada brillante que solo tienen los niños. Era la segunda o la tercera vez que venía a pasar la tarde conmigo, mi hermana aún no había llegado de la sesión y ya empezaba a hacerse de noche, aunque acabábamos de merendar. Seguí la dirección de la mirada de Laura, pero no había nada allí, nadie, solo mi triste pasillo en penumbra. El suelo estaba lleno de miguitas de pan. Entonces ella me miró fijamente y me dijo, entusiasmada: ¿No lo has visto? ¡Acaba de pasar un fantasma! ¡Estaba asustado como una paloma! Aquel día supe que me había ganado su confianza, porque ya era capaz de inventar junto a mí, de mentirme o de bromear o de ponerme a prueba. Hasta entonces había permanecido en silencio.

Después de las navidades mi hermana decidió que era mejor que su hija viniese a mi casa los viernes en lugar de los jueves. Ella, mi hermana, salía agotada de las sesiones, así que parecía preferible que fuesen los viernes por la tarde y que Laura se quedase a dormir conmigo. Mi apartamento solo tenía un dormitorio, pero conseguimos una cama plegable, ya no recuerdo cómo, tal vez la trajimos de la Torre, una cama diminuta con un colchón de apenas diez centímetros de espesor. Aquellos primeros viernes de invierno Laura durmió siempre de un tirón, exhausta por los juegos y la emoción de pasar la noche fuera de casa (nunca antes lo había hecho), tal vez también por el misterio de las actividades adultas y casi clandestinas de su madre. Tardó varios meses en despertarse por primera vez en mitad de la noche, como hacía en su casa de forma habitual, al menos según me contaba su madre. Uno de los momentos más felices de mi vida fue la primera vez que Laura empezó a gritar en mi apartamento a las tres o las cuatro de la mañana. En mi cama, en medio de un sueño profundo, me despertó un llanto infantil situado a solo dos metros de mí y durante unos segundos creí que quien lloraba era un bebé, mi hijo, un hijo o una hija inexistentes (no he tenido hijos, claro) y en medio de ese desconcierto, antes de ir a consolar a mi sobrina, lloré yo también, de alegría y de intuición y tal vez de rabia. Me sumergí en el llanto de Laura y buceé en él como en la idea de otra vida posible. Después me acerqué hasta su cama en la oscuridad y vi que gritaba dormida, con los ojos cerrados y el labio inferior tembloroso, los dedos rojos agarrados al borde del edredón. Le acaricié el pelo y se calmó poco a poco, como si mis dedos le hubieran inyectado alguna droga.

Aquellas estancias periódicas duraron dos años. Compré un cepillo de dientes, una almohada rosa con unos dibujos de animales, un pijama, juguetes, galletas de distintas formas y colores. En su casa dormía siempre con un oso de peluche que le había regalado Jaime, así que yo también le compré un muñeco para que tuviera algo a lo que aferrarse por las noches. Encontré un pato de tela que me cayó simpático desde el principio. Tenía la mirada vacía de los animales disecados o falsos, pero no daba demasiado miedo, porque no parecía real. No era sólido, había algo de gelatinoso en sus movimientos, solo me costó diez euros. Yo lo guardaba en el armario empotrado de mi habitación y todos los viernes por la mañana lo colocaba con cuidado debajo de mi almohada, y lo primero que hacía Laura cuando entraba a mi casa era correr hasta mi cama para destapar al muñeco y saludarlo. Ella creía que el pato pasaba toda la semana allí, que dormía conmigo. Le daba un poco de pena que el muñeco no tuviera niños con los que jugar. Supongo que mi vida le parecía previsible y aburrida, a pesar de todo. Cada vez que Laura veía al pato, saltaba y chillaba de alegría, como si a lo largo de la semana hubiese llegado a dudar de la fidelidad del muñeco, o de la mía. Le inventamos un nombre, Feldespato. ¿Qué tal estás, Feldespato? ¿Me has echado muchísimo de menitos?, decía Laura, mientras le acariciaba el pico naranja o le besaba las patas amarillas y lo llenaba de babas.

Me encantaba pasar los viernes con mi sobrina. La iba a buscar al colegio con el coche, y pasábamos la tarde escuchando música, pintando, en el parque o en el cine. Hacíamos carreras. Escondíamos objetos. Olíamos hojas y pinturas. Nos maquillábamos. Bailábamos alrededor de una hoguera imaginaria mientras tocábamos instrumentos invisibles. Al final de la tarde preparábamos la cena: le gustaba probar, subida a una silla, cada uno de los ingredientes que añadíamos a la pizza o a la ensalada. Antes de acostarla le leía un cuento. Mi colección de cuentos infantiles creció poco a poco y pasó a ocupar más espacio que mi propia biblioteca. Laura construía verbos a partir de sustantivos: decía «bicicletear», «cuentear», «peliculear», «bocadillar». También decía «mantar» en lugar de «arropar». Cuando estaba con ella el mundo cambiaba de significado y cada objeto se convertía en una acción de maravilla posible.

Perdí a Feldespato. Un viernes por la mañana, nada más despertarme, tuve una extraña intuición, como un hueco que se abría en mitad del pecho. De inmediato vi, o imaginé, la mirada indiferente del muñeco. Busqué primero en el armario, donde lo guardaba siempre, y después, como un acto reflejo, debajo de la almohada. A continuación rastreé sin éxito toda la casa, al principio de forma alocada y aleatoria, después de forma sistemática. Los nervios me llevaron a buscarlo en lugares que llevaba años sin recorrer, en la esquina más inverosímil, debajo de la cama y del sofá, en el trastero, en una gigantesca caja de cartón en la que guardaba cartas y papeles antiguos, fotografías familiares, apuntes de la universidad. Pasé revista a mi vida y me sorprendí de haber sido, no muchos años antes, otra persona. Me sentí culpable. Recordaba que había metido el muñeco en la lavadora el domingo anterior, con las sábanas de Laura, y recordaba haberlo tendido en la terraza, sujeto a la cuerda con una pinza que le atenazaba el ala derecha y le daba un aspecto de sometimiento, como una marioneta en espera de una mano que la llene y la anime. Sin embargo, no tenía la certeza de haberlo colocado de nuevo en el armario, en su sitio. Los gestos repetidos pierden nitidez, se amontonan como calcetines o como camisetas, de dos en dos o de tres en tres, al final es imposible distinguirlos. Por suerte, tenía tiempo y pasé por la tienda en la que había comprado el muñeco perdido. Tenían varios iguales, colocados uno junto a otro en una estantería, las patas colgando, sin vida, como niños que esperan su turno. Todos con la misma postura de cansancio, con la misma expresión de nada.

Antes de ir a buscar a Laura coloqué el pato nuevo debajo de la almohada. Me pareció idéntico al otro, indistinguible. A lo mejor había alguna diferencia, el ligero desgaste del que se había perdido, pero una niña de cuatro años no podía darse cuenta.

Cogí el coche y fui hasta el colegio. A esa hora era imposible aparcar y siempre dejaba el coche en doble fila. Las madres (casi todas eran madres) formaban un semicírculo en torno a la puerta. Los niños de primero de infantil salían de uno en uno y corrían hacia la libertad. Laura solía ser una de las últimas. Caminaba hacia mí sonriendo, pero sin precipitarse, como si ya tuviera una idea precisa del concepto de dignidad.

Cuando llegué a casa con ella, repitió su ritual de todas las semanas y corrió hacia mi cama. Levantó la almohada, sacó el muñeco y se lo quedó mirando. La alegría desapareció de su cara. Me miró a mí. Volvió a mirar al muñeco. Este no es Feldespato, dijo. ¿Dónde está Feldespato?

Tuve que explicarle lo que había pasado. Me disculpé una y otra vez. Es difícil ponerle excusas a una niña de cuatro años. Aún no conocen los códigos, y las explicaciones se enredan, parecen absurdas, no sirven. Pero a medida que hablaba me di cuenta de que ella sentía más curiosidad que decepción. No hubo ningún reproche, ni una sola lágrima. En vez de mirarme a mí, miraba a su nuevo muñeco. ¿Sabes una cosa?, me dijo, por fin. Tenemos que ponerle otro nombre. Ah, claro, respondí. Tiene que tener un nombre. Le sugerí varios: Patoso, Matías, Ánade, Bartolo, Juan Carlos. Ninguno le parecía adecuado. No tiene cara de Bartolo, decía, por ejemplo, mientras examinaba con atención los ojos alucinados del muñeco. Pasamos la tarde así, mirando un pato de tela. Laura se tomó el asunto con mucha seriedad. A mí me costaba aguantar la risa. ¿Cómo había sabido que se trataba de otro muñeco? Fue por la noche, después de que la ayudara a ponerse el pijama, cuando me anunció que ya había encontrado el nombre adecuado. Se llamará Patológica, me dijo. Me quedé sin habla. ¿De dónde habría sacado esa palabra? Porque no es un pato, no es exactamente un pato, dijo. Es una chica, una pata. (Tenía una forma muy graciosa de pronunciar algunos adverbios: no dijo «exactamente», claro, sino «sastamente»: «no es sastamente un pato».) Le dije que entonces tendría que llamarse Patalógica, y no Patológica. Se volvió a quedar pensativa. Se llama Patológica, concluyó, dando por cerrada la conversación.

El sábado, cuando mi hermana vino a buscar a Laura mi sobrina le contó a su madre las aventuras de la pata Patológica. «Lo mejor de todo», le dijo, «es que no tenemos ni idea de que ha pasado con el otro muñeco. ¿Habrá salido volando?». El domingo por la mañana sonó el timbre. La vecina de abajo traía bajo el brazo el muñeco originario, Feldespato. Al parecer había caído del tendedor a su terraza. A lo largo de la semana había pasado un par de veces por casa, pero no había dado conmigo. Se lo agradecí. Coloqué los dos patos, uno junto al otro, y traté de encontrar alguna diferencia entre ellos. Con un rotulador negro tracé una F en la etiqueta del pato que me había traído la vecina y una P en el que había comprado sólo tres días antes.

El viernes siguiente quise hacer un experimento. Coloqué bajo la almohada el muñeco que tenía una F en la etiqueta. Fui a buscar a Laura al colegio, y cuando entramos en mi apartamento ella fue hasta mi cama, retiró el muñeco de debajo de la almohada y se puso a gritar como una loca: ¡Ha vuelto Feldespato! ¡Ha vuelto Feldespato! ¿Dónde estabas, Feldespato?

Laura decía que Feldespato era un muñeco triste, y que Patológica era una muñeca que siempre estaba contenta. No tenía ningún problema para diferenciarlos. A partir de ese día empezó a dormir con los dos. Cuando se lo conté a mi hermana, me dijo que yo siempre había sido, desde la infancia, una persona muy despistada y, al mismo tiempo, con una enorme imaginación. Seguro que hay algo que los distingue, algo que hasta una niña de cuatro años es capaz de percibir, y sin embargo a ti se te escapa porque siempre estás pensando en otra cosa. Sentí que en esas palabras había algo de reproche. No quise discutir.

Dos años después, cuando acabó todo, Laura se fue a vivir con su padre a Salamanca. Le ofrecí los patos como regalo de despedida, pero no los quiso. Están acostumbrados a tu casa, me dijo, en Salamanca estarían los dos muy tristes y no sabrían que hacer. No les gustan las ciudades que no conocen. Además, seguro que los cuidas muy bien. Tuve que reprimirme para no llorar delante de la niña.

Sólo unos meses después desperté en mitad de la noche con la certeza de que me estaba ahogando. Encendí el televisor y traté de ver una película. Me comí una mandarina. Era viernes, así que al día siguiente no tenía que ir al despacho. Ya estaba amaneciendo cuando abrí la puerta del armario. Saqué los dos muñecos y les pasé la mano por la tripa de tela. Me fijé en las etiquetas y me di cuenta de que las letras, que los distinguían se habían emborronado. La P y la F parecían iguales, una mancha vertical. Me pregunté si Laura todavía sería capaz de distinguirlos, de decirme cuál era cuál. Me acordé de mi infancia, de mi hermana, de nuestra madre, de los veranos en la Torre, cuando nos bañábamos en una palangana enorme y llena de bichos. ¿Tu eres Patológica, verdad?, le dije a uno de los muñecos. Devolví al otro al fondo del armario. Espero haber acertado, pensé, mientras me metía en la cama. Me abracé al muñeco con fuerza hasta que me venció el sueño. Cuando desperté, casi ocho horas después, el trozo de tela seguía allí. Fui al cuarto de baño, cogí las tijeras con las que me cortaba las uñas (las mismas que había utilizado tantas veces para cortarle las uñas a Laura) y volví a la cama. Miré al muñeco, miré la etiqueta, llegué a sostenerla entre los dedos índice y pulgar de la mano derecha, pero no me decidí. ¿Y si me equivocaba?

 

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