Con qué manos podría Edgardo haber cazado un animal, si él no tenía manos ni para el amor, mucho menos para la muerte. Se había vuelto un nulo mequetrefe, sentado todo el día frente a la televisión o en la computadora criando vacas, armando ciudades, conquistando pueblos, robando oro, alimentando a zoológicos enteros mientras al jardín se lo comía la maleza. Con qué manos podría haber matado un animal si sólo mataba monstruos y demás engendros, cables y teclado de por medio. Pero así, en la realidad, ¿matar un bicho duro como ese? Era increíble.
Entró a la cocina muerto de sudor aquella mañana bien temprano y lo tiró sobre la mesa. El caparazón resbaló en la fórmica vieja, y él, cambiando la voz, imitando no sé bien a quién, me dijo:
–Mujer: toma, prepáralo.
El animal tenía los ojos cerrados, yo lo creí vivo y grité no más de verlo sobre la mesa de la cocina, llenándolo todo con la tierra que todavía le quedaba en las pezuñas.
–Saca ese bicho de ahí –dije enfurecida, pero Edgardo, triunfal, en su papel de cazador, no hizo más que reírse con las manos puestas a cada lado de la cadera, como si llevara un par de pistolas de plata, un vaquero de esos que tanto admiraba en su infancia. O uno de sus avatares electrónicos con los que solía disfrazarse para salir a matar en los pasillos de ciudades virtuales. Estaba metido en su papel. –Ja, ja, ja –reía falsamente. Yo ya había dejado de gritar cuando se dio media vuelta, vaquero que acaba de ganar un duelo, y regresó al jardín a seguir luchando contra la maleza. Por fin había decidido limpiar el terreno, abandonar momentáneamente sus juegos.
En este juego yo era su contrincante y había perdido. Mi castigo era ese animal duro como un tanque de guerra que descansaba sobre la mesa. Era como si me hubiese dicho: Ah, ¿no querías campo, pues? Como si me hubiese gritado: ¿No querías volver al pueblo donde naciste? Entonces me dije que el duelo no había terminado y recordé los cuentos de Antonia mientras preparaba los animales que papá traía del monte, hacía tantos años en esta misma casa. Las manos grandes de Antonia degollándolos, sacándoles la piel, arrancándoles los intestinos largos como un chicle infinito. Yo jugaba con ese chicle, y con los pequeños corazones hasta que de pronto todo comenzó a darme asco. A cierta edad fuimos conscientes de que eran las entrañas de los animales, esos que antes papá había matado a fuerza de balas, cuchillos o palazos. Desde entonces me dije que sólo comería pechugas cortadas por otros, puestas en bandejas blancas y separadas la una de la otra con hojas de plástico transparentes. Pechugas rosadas, delgadas, blandas, donde todo vestigio de sangre o vísceras hubiese sido borrado a fuerza de limpieza y agua hirviendo. Toda huella de salvajismo, borrada a fuerza de cloro y hormonas. Mi vida en la ciudad fue vida de pechugas hasta que dejaron de venderlas; o hasta que ya no pudimos comprarlas, da igual. Edgardo se quedó sin trabajo y yo ya estaba demasiado gorda para desfiles o fotos, nadie recordaba que estuve a punto de ganar el Miss Venezuela. Entonces comenzó nuestro declive. El castigo por haberme empeñado en volver a este pueblo era tener que abandonar los filetes cortados por otros o la macrobiótica forzada. Enfrentarme a ese animal acorazado.
«El duelo no había terminado», me dije. Por eso llevé a ese animal horrible hasta la batea. Dispuesta a ganar, le clavé el cuchillo más grande que había en aquella cocina con lo cual me fue imposible comprobar si antes de mi cuchillada, el pobre bicho presentaba algún otro signo de violencia. ¿Cómo lo habría matado, Edgardo, que no tenía pistolas, ni cuchillos, ni palos, tan sólo un rastrillo oxidado y un machete que apenas sabía usar para cortar el monte?
Lo había visto regresar al fondo del jardín, junto al barranco. Lo había visto desde la ventana abandonar su papel de cazador machista y retomar el de granjero, rastrillo y machete en mano. Desapareció de mi vista en ese punto en el que se suponía que debíamos construir las casuchas para los champiñones o cualquier cosa que se pudiera vender. La idea había sido cultivar y vender, pero los días pasaban entre el sopor de mis pastillas y la letanía de sus eternos juegos. Pastillas para dormir, para despertarme, para no comer, laxantes, anticonceptivos. Juegos para construir, para destruir, para arrasar y matar. La sangre saltó espesa como aceite, recuerdo. Negra. El caparazón se quebró mucho más fácil de lo que pensaba. Los ojitos seguían cerrados como si nada. Mis manos eran guiadas por mi memoria, por mis recuerdos de Antonia desollando animales. Lo demás, no lo recuerdo. Las vísceras y todo eso… Sólo el placer, la húmeda sensación de la carne por dentro. Un calorcito en las manos que me llevó directo a los días de mi infancia. No era sangre, no, eran los corazoncitos que vibraban en mis palmas de niña.
Miré la batea salpicada de un rojo casi negro y pensé que con qué manos, por dios, podría Edgardo haber cazado un animal como ese, si él no tenía manos ni para limpiar la maleza que amenazaba con tragarnos, incluso a su hijo que aquel fin de semana había venido a pasarlo con nosotros. Había venido obligado, Toño. Luego de un viaje de dos horas, la madre lo había traído hasta acá con un pequeño morral. Bajó del carro con su eterna mala cara y sus audífonos. Edgardo le pidió que al menos se quitara los audífonos para saludarlo. Tenía 13 años y no le hacía ninguna gracia venir a internarse en este campo con nosotros. Se aburría.
–Que te ayude en el jardín –le dije.
–¿Cómo se te ocurre? –me dijo como si fuese algo antinatural, como si más lógico fuera que Toño se internara en sus juegos o sus mensajes– Ya conseguiré a alguien de los alrededores –continuó antes de irse al fondo del terreno, allí dónde nacía el abismo del valle. ¿A qué había venido ese niño? Seguía en su rutina de juegos y correos como si no estuviera aquí, mientras el padre se partía el lomo limpiando.
El duelo no había terminado, me decía yo al tiempo que limpiaba la carne púrpura. Sí, yo había querido venirme, abandonar la mediocridad de Maturín, esa ciudad lluviosa que no nos ofrecía nada, me decía mientras ponía la carne en un nido blanco de sal y trataba de recordar la receta. Edgardo había aceptado sin reparos: cultivar champiñones le parecía el negocio del siglo, sólo hacía falta mierda y unas casuchas húmedas y frías. Lo demás lo haría el clima, el aire frío que daba vueltas entre la montaña y el valle. No lo pensó dos veces, cuando le propuse venirnos y enseguida se le ocurrió lo de los champiñones. El pueblo nunca le había gustado, era verdad. En la farmacia donde me compraba las pastillas siempre tenían a Pink Floyd como música de fondo y eso a Edgardo le parecía una mala señal. En la película que se iba armando en su cabeza éramos una pareja de citadinos que llegan a un pueblo maldito. Pronto comenzaría a salir sangre de los grifos o cosas por el estilo. No es normal, había dicho, esa música en medio de frascos y aspirinas. Sólo por Pink Floyd en la farmacia y la cara del farmaceuta dispuesto a vender cualquier tipo de pastillas sin récipes, ya Edgardo preveía nuestra ruina. Postergaba los champiñones. Sin embargo, no se fijó en aquel animal que había encontrado mientras limpiaba las hojas y el monte. No percibió sus ojitos ya cerrados. Estoy segura que no lo mataron las manos de Edgardo, delicadas, acostumbradas tan sólo a manipular teclados y el control remoto del televisor.
Asar al animal en el grill del horno y no como lo hubiese hecho papá, allá afuera, en la parrilla que ahora estaba tejida de enredaderas.
En la película que yo comenzaba a armarme en la cabeza, las enredaderas nos tejerían piernas y brazos hasta impedirnos salir de esta casa, tejida también en verde. No moriríamos de inanición, sino de abstinencia. Al lexotanil o cualquier otro ansiolítico; a Ages of Empires o cualquier otro videojuego. Tejidos. Toño ni se daría cuenta por los audífonos, por estar ocupado con los mensajes que enviaba y recibía a cada rato, porque era capaz de llegar a un estado de abstracción en el que el hambre o cualquier otra necesidad podían pasar desapercibidas e incluso desaparecer. Sin embargo, apenas lo llamé a comer aquel mediodía, vino corriendo.
–Se fue la luz –dijo como de paso y eso lo explicó todo.
El lugar en que debían ser construidas las casuchas para los champiñones había sido despejado a medias, pero Edgardo tenía el aspecto de quien había limpiado una hectárea completa a pulmón. Estaba sentado en una piedra y se secaba continuamente el sudor con la manga de la camisa, la espalda encorvada y la mirada perdida. El vaquero solitario se había quedado sin vaquero y ahora era sólo solitario. No le dije nada y él tampoco me habló, parecía que la extenuación le impedía hablar. Le di una botella de agua y preparé el terreno para mi victoria: un mantel sobre la tierra, los cubiertos, una botella de jugo y en el centro el trofeo. La carne sobre el plato reluciente, acompañada de arroz y plátano. Con las manos a cada lado de la cadera, como si en lugar de estas caderas inmensas tuviera un par de pistolas de plata, triunfal, le dije:
–Hombre: toma, cómetelo.
Yo quería campo, sí. Quería volver al pueblo en el que nací.
El granjero, es decir, Edgardo, se secó el sudor de la frente, puso una sonrisita avara en los labios y se sentó. Parecíamos una pareja graciosa y compenetrada metida en el juego de la granja. Él comenzó a comer con el hambre que da el trabajo físico. Nunca había comido así, ni en sus días de contador, ni en sus noches de estratega constructor de civilizaciones. Nunca había cocinado yo con mejor sazón, ni en mis días de bulímica ni en mis noches de anoréxica.
Me senté en su piedra mientras él se comía los primeros bocados. Lo miraba sin mirarlo porque en verdad mis ojos estaban en las manos de Antonia, en su figura grande dando vueltas por este mismo terreno, tendiendo la ropa, descuartizando los animales de papá, echándonos cuentos todo el tiempo. Sus cuentos no eran de aparecidos sino de muertes, envenenamientos, abortos. Mamá nos prohibía escucharla, pero era imposible despegarnos de su falda. Antonia, sus manos, sus cuentos y sus recetas. Cuando pudo hablar, Edgardo me preguntó si yo no comería.
–Estoy en dieta –le dije.
–Tú y tus eternas dietas –me dijo y continuó comiendo.
Preferí irme antes de que la ilusión de la pareja graciosa se viniese otra vez abajo con alguno de mis gritos. Quise decir «Y tú, que te conformas con esa barriga que te cuelga», pero en cambio dije:
–Me voy, tengo que servirle la comida a Toño.
Quiso decirme: «¿De qué te sirvieron tus dietas?», pero en cambio dijo:
–Ya viene un muchacho que contraté para que me ayude a terminar de limpiar el terreno –O probablemente sólo quiso decir lo que dijo. Tal vez era verdad que yo todo el tiempo ponía palabras en su boca, frases que él ni siquiera pensaba decir. Lo cierto es que sin las gesticulaciones del vaquero, Edgardo parecía un actor de pacotilla y cualquier cosa que hubiese dicho sonaba a falsedad.
De regreso, le serví un plato repleto a Toño. Se había ido la luz, había dicho antes de sentarse a la mesa y dedicarse a almorzar calladamente. En la mesa sólo estaba su plato. Edgardo comía en el fondo del jardín, seguramente ya había terminado, y yo no pretendía probar ni un pedacito de ese bicho. Toño comió sin preguntar qué era lo que comía. Tan enajenado, seguro pensó que era cochino y apuró los bocados para poder sumergirse nuevamente en su mundo. Había traído un cargamento de baterías por si acaso, dijo.
La batea todavía tenía sangre, pequeñas goticas que habían salpicado aquí o allá y que no habían desaparecido con la primera limpieza. No saldría sangre de los grifos, pero sí de animales encontrados al azar. Con un pañito lleno de cloro me dediqué a borrar la sangre negra y dura. El tiempo también era una gota de sangre coagulada, todo estaba detenido aquel mediodía con cierto aire de acecho, pero a mí no me pareció extraño porque así era el tiempo en el campo, yo lo sabía desde siempre.
Ya le había ganado a Edgardo y a su animal. Ya lo había destripado y cocinado, ya había borrado las manchas de la batea, ya había puesto la armadura del bicho a secarse bajo el sol como lo hubiese hecho Antonia. Toño terminó de comer y se internó en sus juegos o en sus mensajes, en sus audífonos o en sus libros. Y yo me debatía entre servirme de aquella carne o acabar con un paquete de galletas de chocolate chips que tenía escondidas al fondo de la despensa, cuando entró un desconocido a la cocina por la puerta de atrás, que siempre estaba entre abierta. Bañado en sudor, con olor a palo quemado, gritó que se estaba muriendo Edgardo, que había que llevarlo a la medicatura, que corriera. Apenas hacía pausas entre las palabras, apenas podía respirar, el pecho le subía y le bajaba con violencia. Durante un minuto no pude precisar qué era lo que estaba oyendo, sólo me preguntaba que quién era ese hombre, que si sería un asalto, que seguro Toño con sus audífonos no estaba escuchando nada, que me matarían en esta cocina, que se llevarían todo lo que teníamos, pero Toño y Edgardo no escucharían nada. Un portazo, tal vez.
El desconocido me estremeció el antebrazo y repitió la estrofa apresurada. De pronto, la quietud del mediodía se quebró, mi estómago se cerró como un puño: ni carne ni galletas de chocolate chips. Correr.
Corrimos hacia el terreno desmalezado. Estaba cerca de la casa y sin embargo parecía tan lejos. Piedras, ramas, las manos de Antonia frenaban mi paso. Palabras, advertencias, la enredadera que se me tejía rápidamente entre las piernas. El desconocido era mucho más veloz, era ágil y brincaba por sobre los desniveles, las ramas, las matas. Una vez cerca de la piedra al lado de la cual el cuerpo de Edgardo se había desplomado, comenzó a gritar. Está muerto, me dije y detuve la carrera. Bajé la vista hacia el valle. Un barranco verde, un sembradío de naranjos desordenados, la maraña de unas ramas secas.
El muchacho me hacía señas para que lo ayudara a levantar el cuerpo, gritaba que había que llevarlo rápido, que parecía envenenado, que corriera.
–Vamos, corre –gritaba y agitaba las manos.
Yo no podía acercarme al soldado caído, al vaquero asesinado por la punta de una flecha emponzoñada, al granjero atacado por animales salvajes. Su cuerpo tirado en el campo limpio para los champiñones y la voz de Antonia dando una advertencia a mi padre: Comer sólo lo que uno mismo caza. No aprovecharse de la muerte ni de la cacería de los otros.
Con que manos podría Edgardo haber cazado un animal, si él no tenía manos ni para el amor, mucho menos para la muerte. Nunca debí pedirle que se saliera de su vida digital y entrara en ésta de tierra, mierda, serpientes y maleza. Me devolví en lugar de seguir corriendo hasta él. Pensé en Toño, en que nadie lo echaría de menos ni lo buscaría en la casa. Seguro no había escuchado los gritos, metido en su mundo. Quise buscarlo, sacarlo de su cuarto para que me ayudara con Edgardo, salvarlo a él también, pero mi pie trastabilló y caí ladera abajo, hacia el abismo, empujada por el peso de pistolas de plata.
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