José Miguel Tomasena

¿Quién se acuerda del polvo de la casa de Hemingway?

José Miguel Tomasena

¿Quién se acuerda del polvo de la casa de Hemingway?

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Cuando despertó, Ana ya se había ido y él tenía la idea para un cuento. Buscó sus lentes en el buró, que en realidad era una tabla empotrada en la pared, porque en el cuarto no cabía más mueble que la cama. Ella le había dejado una nota: “Salí a correr. Besos”. McCartney compuso Yesterday en un sueño, sí, no podía dejarlo escapar.

Vivían en un bajo oscuro en Madrid que no tenía calefacción. El viejo departamento del conserje: dos cuartos, una cocina, un baño. Una mesa para comer y para trabajar. Al pasar por la cocina, vio el fregadero lleno de platos y vasos vacíos. Empujó la puerta del baño. Al entrar, se pegó a la regadera para poder cerrar la puerta y acceder a la taza. Mientras meaba repasó el sueño: Estaban juntos en un muelle, junto a un barco que estaba por partir. Ella quería irse; él no quería que se fuera. Se subió el cierre. Lo escribiría en tercera persona, para que los personajes se independizaran de él.

En la mesa había una cesta con pan duro, un cenicero rebozado, restos de paté. Llevó los platos sucios al fregadero y abrió espacio en la mesa para escribir. En el sueño, él llevaba una maleta en la mano izquierda. El barco era como un rascacielos flotante de Nueva York. Si miras hacia arriba, te mareas, decía ella, y él volteaba hacia el cielo y sentía que todas esas ventanas y fierros se venían sobre él. En algún momento, ella extendía la mano para tomar la maleta y él decía voy contigo. No, decía ella. Voy sola. Ella intentaba quitarle la maleta, jalaba con las dos manos en la empuñadura y echaba todo su cuerpo hacia atrás, como si remara. A él le bastaba un brazo para contener su fuerza. Así estaban un rato, hasta que el rascacielos zarpaba, ella lloraba y miraba el horizonte, su mano unida a la de él en torno a la empuñadura. Entonces empezaba a salir leche de la maleta. De las comisuras y de las bisagras, de los cierres y broches, de todos lados escurría leche. Pero ninguno soltaba la maleta ni se movía.

La cerradura crujió y Ana entró al departamento con una bolsa de plástico. Te traje el periódico, dijo, y él dijo gracias sin dejar de escribir. Ella lo besó y le dejó una marca de sudor en el cachete. Él siguió escribiendo, convencido de que volvería a encontrar el tono. En el sueño, ambos sostenían la maleta, que chorreaba leche. Se escuchaba cómo golpeaba el líquido contra el suelo, y ellos miraban el mar, hasta que desaparecía el rascacielos, que era ya un simple barco. La leche seguía goteando, goteando, y en el muelle se formaba una enorme mancha blanca.

—¿Quieres jugo o café?

Carlos tachó las últimas frases. Prendió un cigarrillo y vio la hoja. Los dos últimos párrafos eran una gran mancha.

—Te estoy hablando. ¿Jugo o café?

—Si, por favor.

—¿Sí qué? ¿Jugo o café?

—Los dos —y después de un instante de silencio—: Por favor. Por favor.

—No sé qué te pasa. Estás de un humor de perros.

—Estoy intentando escribir.

Ella guardó silencio pero su rostro se endureció. Tomó el cenicero que su marido había dejado en la cocina y lo volteó sobre el bote basura. Lo golpeó dos veces para que se cayera la ceniza pegada. También golpeó la canasta del pan contra el basurero para deshacerse de las migajas. Luego salió de la cocina y dijo con permiso, porque la silla de Carlos estorbaba para abrir el refrigerador. Sacó una lata con café, echó algunos granos en el molino eléctrico y lo prendió.

Carlos resopló, con los ojos cerrados. Fue a la habitación, buscó el iPod en el cajón de su ropa y se puso los audífonos, pero aun así escuchó, más allá de la música, los golpes de la cuchara contra el molinillo, el abrir y cerrar de cajones, cubiertos que chocaban entre sí, hasta que Ana encontró el encendedor y la estufa bufó un flamazo. Intentó recordar cómo era el rascacielos, qué forma tenían las ventanas, pero lo distraían el continuo choque de platos, el agua del grifo, el gorgoreo del café.

—Se te va quemar otra vez.

Ella respondió algo que no pudo escuchar. Se quitó uno de los audífonos.

—¿Qué?

—Que le bajes. Te vas a quedar sordo.

Carlos resopló.

Ana le llevó el café a la mesa.

—¿Qué es? ¿Un cuento?

—Sí.

—¿De qué trata?

Carlos cerró los ojos al inhalar y exhaló con paciencia.

—Te cuento cuando lo acabe, ¿sale?

—¡Uy! Disculpa la interrupción.

—Sabes que no me gusta hablar de lo que escribo hasta que termino.

—Qué friqui.

Carlos pudo escribir dos frases más o menos coherentes, hasta que ella pasó junto a él, envuelta en una toalla, y abrió la regadera.

—A ver si ahorita que salga hacemos la limpieza.

Carlos resopló.

—No exageres. Las historias no se van a ir.

—Ni el polvo.

—No empieces.

Se apuró a escribir el esquema básico del cuento, sacrificando la sintaxis. El sonido de la regadera le ayudaba, pero sonó el timbre.

—Están tocando —gritó Ana.

—Sí —gritó él. Se acercó a la puerta—. Ya voy.

Se puso los pantalones, se arregló el pelo con los dedos y abrió. Una niña con lentes de lupa dijo que a su mamá se le había caído un calcetín. Carlos dijo que esperara. Movió su silla para abrir la puerta del patio interior. En el centro había un calcetín de Mickey Mouse. Lo recogió y miró hacia arriba. Una sombra, que había estado mirando desde el tercer piso, se escondió. Las cuerdas del tendedero, con el otro calcetín de Mickey Mouse, vibraban como un violín.

Cuando entró a la casa, vio que la niña husmeaba en su cuaderno.

—¿Qué ves?

La niña lo miró con enormes ojos amplificados.

—Aquí está tu calcetín.

La niña lo tomó y salió corriendo. Carlos cerró la puerta.

Ana, envuelta en la toalla y chorreando el piso de la cocina preguntó quién era.

—La vecina, otra vez.

—Carlos —dijo Ana.

Él no contestó.

—Carlos, te estoy hablando. Tú haces el cuarto y la sala, y yo el baño y la cocina.

—Si —dijo, aunque no cerraba el cuaderno.

—Carlos, ya habíamos quedado.

Carlos resopló y se puso de pie. Ella le dio un beso y le dijo:

—Es rápido, mi amor.

En realidad no era mucho. Carlos entró al cuarto. La cama abarcaba casi todo el espacio. Sacudió el edredón, y cuando las plumas estuvieron bien repartidas, lo tendió sobre el colchón. Recogió la ropa sucia que estaba en el suelo y la echó dentro del cesto. Sacudió el tapete y lo dejó sobre la cama. Luego barrió.

Cuando terminó de barrer el cuarto, juntó los periódicos viejos apilados en la sala y los metió en una bolsa de plástico, tiró propaganda de pizzas y de una línea de cosméticos, encontró una taza con café enmohecido debajo del sillón y llevó tres libros a la estantería.

Mientras trabajaba, no dejaba de pensar en la maleta. ¿Qué tenía adentro? ¿Por qué la querían los dos y ninguno la soltaba? ¿Qué significaba ese incesante chorreo de leche?

 

Una noche, antes de que se casaran, invitó a Ana a su departamento. Estaban afuera, fajando en el coche de ella —él nunca quiso aprender a manejar— y se empezaron a descontrolar. Él le metió dos dedos debajo de la tanga; ella le bajó la bragueta.

—Va a venir la poli. Mejor hay que subir —dijo, pero Ana se negó. Carlos le dio besos en el cuello, la mordió—. Vamos.

Ana dijo que no cada vez que él insistió. Carlos intentó que le diera una razón, pero ella sólo decía que no. Carlos llegó a pensar que había otro problema. Quizá era muy brusco. O muy suave. O ella estaba menstruando.

—¿Por qué no quieres subir?

Ella no respondió, hasta que Carlos se puso serio.

—¿No te vas a ofender? —dijo Ana. Carlos, aunque sabía que ese preludio no era bueno, dijo que no, que no se ofendía.

—Es que… —dudó—…es que tu casa está muy sucia.

Carlos resopló. Luego se bajó, azotó la portezuela y rodeó el coche por detrás.

—¿Quién se acuerda del polvo de la casa de Hemingway? —gritó frente a la ventanilla.

 

Carlos levantó el tapete de la sala. Luego trapeó, pensando qué debería haber dentro de la maleta, y si era prudente revelarlo al lector. El dilema de siempre: si era demasiado explícito, se diluía la tensión narrativa; si ocultaba de más, el sentido del cuento se perdía. Cuando terminó de trapear, salió al patio y tiró el agua sucia por la coladera.

—Aquí está la cubeta, mi amor. Ya terminé.

—¿Sacudiste?

Carlos contuvo la respiración.

—¿Y barriste debajo de la cama?

—Mi amor, tengo que escribir.

—Carlos… Es una vez a la semana.

Regresó al cuarto. Desde ahí escuchó que Ana repetía el refrán de su abuela:

 “El flojo y el mezquino van dos veces el camino”.

—Sí, sí —murmuró. ¿Por qué diablos escurría leche y no sangre, digamos?

Ana entró al cuarto. Se acercó al librero y deslizó el índice sobre la tabla.

—¿No que habías sacudido? —estiró el dedo negro, acusador.

Carlos se agachó y metió la escoba debajo de la cama. Salieron dos bolas de pelusa y una novela que tendría que haber regresado a la biblioteca.

—Ahí está lo que no encontrabas. ¡Ay, Carlos!

Carlos sacudió algunos pelos que se habían enredado entre las páginas del libro y sopló para quitarle el polvo. Qué bien, sonrió, y a ella también le dio risa.

Ana salió del cuarto. Carlos se sentó sobre la cama y abrió la novela. A lo lejos escuchaba que ella escurría el trapeador y lo pasaba sobre el piso del baño.

—Ya estás papando moscas otra vez.

Cerró los ojos y la vio en el sueño: jalaba la maleta, necia como una niña que quiere arrancar para sí lo imposible.

—Mira qué puerca se pone el agua —se quejaba—. Apenas das dos pasadas y se pone negra. Esto es un chiquero. No puedo sola.

Ana arrastró la cubeta y el trapeador hasta el patio. Carlos la vio encorvarse sobre la coladera. Vaciaba la cubeta, con las nalgas levantadas, y gritaba que estaba harta, que no podía más, maldecía la hora en la que se había metido a esa cueva.

 

Carlos sacudió la cabeza. Debería nalguearla. O cogérsela así, por detrás. En cambio, caminó hasta la puerta del patio y le dio dos vueltas con llave.

Ana, sin entender lo que pasaba, se acercó a la puerta e intentó abrirla.

—¿Qué pasa? ¿Qué estás haciendo? —se asomó por la ventanilla y vio que Carlos se ponía un rompevientos, tomaba su cuaderno y su novela, que se dirigía a la puerta de salida—. ¿Qué haces? ¡No me dejes aquí!

En el vestíbulo del edificio no se oían los gritos de su mujer. Afuera había sol, ni una sola nube. Caminó dos cuadras hasta el parque. Se sentó en un banca, abrió el cuaderno.

El sueño le parecía mucho más claro.

Pero unos párrafos después, dudó. Tachó una palabra, luego la última frase. El párrafo tampoco servía. Intentó cambiar el punto de vista —quizá debería contarlo ella—, pero sólo consiguió borrar más.

Después de un rato, se dio por vencido. ¿Qué cara podría Ana cuando regresara? ¿Qué explicación le daría? ¿Qué podía decirle?

 

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