Mi hermana está saliendo con un tipo que se hizo famoso por participar en un reality en Estados Unidos. Lo conoció en el café donde ella trabaja, en Los Ángeles, que es donde vive desde que en 2002 me dijo que acá no aguantaba más y se fue. Lo atendió como atendía a todos sus clientes, y cuando el tipo ya se había ido, sus compañeras saltaron a su alrededor y una de ellas le dijo «¿No lo reconociste? Era Ozzy, el de Survivor.» Ella nunca había visto el programa (yo tampoco), salvo por algunos episodios sueltos de una de las primeras temporadas, así que mi hermana no entendió en ese momento de qué se trataba todo el asunto de Survivor ni por qué sus compañeras podían estar emocionadas por alguien tan rancio como un ex participante de un reality show.
Al día siguiente, Ozzy volvió y mi hermana hubiera querido atenderlo como atendía a todos sus clientes, pero esa vez no pudo reprimir un comentario sobre el libro de tiburones que él estaba hojeando y que ella conocía bien (yo le había regalado ese libro en su cumpleaños de quince; un librero me había dicho que era un clásico, con información dura pero apto para aficionados, y pronto se convirtió en el preferido de ella y en el primero de una colección de veinte títulos sobre el tema). Mi hermana me dijo que había sentido cierta emoción al ver que alguien más en el mundo tenía ese libro, sólo eso, y que su emoción no tenía nada que ver con que ese alguien fuera Ozzy el de Survivor porque para ella Survivor no significaba nada. Y yo me acordé de una nota que había leído en una revista: los hijos de Ricky Martin recién ahora, que tienen casi siete años, descubrieron quién «es» su padre: «¿Tú eres Ricky Martin?», le preguntaron asombrados después de ver por primera vez uno de sus shows entre el público y no desde un costado del escenario.
O sea que mi hermana no tenía nada que decir sobre Ozzy el de Survivor, pero sí hablaba mucho de Ozzy el chico que iba casi todos los días al café y que le parecía irresistible: lindo, con cara de buena gente, sencillo y muy amable. Poco a poco, y a pesar de la timidez de los dos, habían ido encontrando coincidencias y excusas para verse cuando ella salía del trabajo.
Todo lo que mi hermana me había ido contando de él a partir de entonces me hacía pensar que eran el uno para el otro, en especial por el hecho de que las máximas expectativas en la vida de los dos eran alcanzables y eso los volvía personas propensas a ser felices.
Un día mi hermana me dijo que estaba enamorada. Completamente enamorada, dijo. «¿Y él?», le pregunté, preocupada, porque el enamoramiento era un estado que suele dejarla demasiado vulnerable. Ella me dijo que sólo cuando el sentimiento es recíproco una puede estar enamorada y serena al mismo tiempo. Y entonces recordé que el amor también la vuelve un poco cursi.
Yo había googleado «Ozzy» y «Survivor» en cuanto ella me lo mencionó por primera vez. Vi varias de sus fotos, como para hacerme una idea de su aspecto, y leí unas notas sueltas y comentarios de algunos foros para tratar de averiguar qué clase de persona era (sabía que mi hermana jamás haría una cosa así y a mí me parecía un desperdicio no aprovechar la ventaja que nos daba el hecho de que él fuera muy conocido). Me preocupaba un poco imaginar a mi hermana, así como es ella, tan cándida a veces, adentro de la vida de un casi famoso.
Enseguida descubrí que Ozzy era un personaje bastante popular del reality, no sólo un concursante más, que la mayoría de los seguidores del ciclo tenían una opinión sobre él, y lo más extraño: que casi todos opinaban lo mismo, incluso cuando algunos tomaban ciertos rasgos como virtudes y estaban a su favor y otros, por esos mismos motivos, estaban en su contra.
En ese rápido rastreo descubrí también que Ozzy en realidad se llamaba Oscar, que había nacido en Guanajuato, México, y que no había estado en una sino en tres ediciones del programa. Al parecer, después de su primera participación se convirtió en una especie de concursante estrella, un favorito del público, que votaba por él cada vez que los productores del ciclo decidían hacer una temporada especial en la que volvían algunos antiguos «náufragos». Entonces, y después de su primera aparición en Survivor: Cook Islands, volvió como parte de Survivor Micronesia: Fans vs. Favorites y al final formó parte de la edición Survivor: South Pacific.
El premio del programa, que se lleva un único ganador entre los veinte participantes, es de un millón de dólares. Él nunca ganó el premio y sólo la primera vez llegó a la final, aunque en las otras dos ediciones formó parte del «jurado» (el grupo de los últimos siete participantes recién expulsados que debe votar y elegir al ganador). Dos veces, la primera y la última, ganó el premio de cien mil dólares de «Survivor favorito»: el único que se entrega por el voto del público. Al parecer, para la audiencia Ozzy era la máxima expresión del superviviente, y lo premiaban por ser todo un Robinson capaz de trepar árboles como si fuera un mono, de aguantar la respiración bajo el agua por más de tres minutos y de atrapar con un arpón peces de más de un kilo. Además ganaba todas las pruebas físicas a las que debían someterse los participantes para ganar «inmunidad» o «recompensas». Así era como lograba avanzar mucho en el juego, pero al parecer su falta de malicia, su arrogancia y su incapacidad para manipular a los demás y para adelantarse a una traición lo dejaban siempre afuera del gran premio. Claro que todo esto era lo que, para sus fans, lo convertía en el auténtico «ganador moral» del juego. Para sus detractores, era lo que lo volvía un pusilánime atlético y descerebrado. Survivor despierta grandes pasiones en el público de Estados Unidos y, en contra y a favor de Ozzy (y de cualquier otro personaje más o menos llamativo), se usaban estas y otras expresiones incluso más entusiastas o crueles.
Un par de veces había intentado que mi hermana me hablara de Ozzy y su experiencia en el programa, y en especial de lo que pudiera pensar sobre su incapacidad para ganar el millón, pero ella se negaba a hablar de Ozzy el de Survivor. De hecho, con el tiempo empezó a llamarlo Oscar. A ella no le interesaba nada que tuviera que ver con el paso de él por la tele. Incluso parecía sentir cierto rechazo por esa parte de él. Pero se negaba a reconocerlo abiertamente.
Fue más o menos por la época en que ella empezó a llamarlo Oscar cuando yo decidí que ya era tiempo de ver Survivor.
No podía viajar, con mi sueldo era imposible pensar en comprar un pasaje a Estados Unidos. Pero el hecho de que él hubiera pasado tantas horas en televisión siendo «él mismo» en un reality me daba la oportunidad de conocer en acción al tipo con el que mi hermana pasaba cada vez más tiempo. Las últimas veces que hablamos él estaba ahí, ni dijo nada ni nunca se dejó ver en el Skype, pero yo supe que estaba ahí. Una vez mi hermana le pidió que bajara el volumen del televisor; otra vez, entre risas, le dijo que se quedara quieto (quizá le estuviera haciendo cosquillas); y la última vez vi una de sus manos, que pasó rápidamente frente al monitor para agarrar unos papeles del escritorio.
Cuando podía darme cuenta de lo que estaba pasando cerca de mi hermana (no porque ella me lo dijera directamente sino por algún otro indicio), mi sensación respecto de la distancia que nos separaba se volvía más angustiante. Porque yo no había visto ni había estado jamás en esos lugares desde los que me hablaba. No conocía la cafetería donde trabajaba, ni el departamento que alquilaba junto con una de las chicas del trabajo, ni la escuela donde estaba estudiando repostería (mi hermana siempre había tenido una gran mano para la cocina y desde hacía un tiempo había decidido convertir esa disposición natural en una actividad más oficial y, con suerte, lucrativa). Creo que Ozzy el de Survivor había tenido algo que ver con que mi hermana, siempre tan reacia a todo lo relacionado con agendas escolares y metas de estudio (había sido una batalla campal lograr que terminara el secundario), se inscribiera en una escuela de cocina de mucho prestigio y estuviera siendo tan consecuente con sus clases. Incluso estoy segura de que fue él quien pagó la matrícula y hasta las cuotas mensuales. Mi hermana me lo negaba todo. Pero era una pésima mentirosa. Usaba detalles para volver las cosas más creíbles, tantos detalles que alguno, en algún momento, terminaba delatándola. Quizá porque mi principal instinto era protegerla nunca le hice saber que la había descubierto en una mentira. Y cuando la becaron en la academia de cocina (beca que jamás le habrían concedido a una inmigrante que no tiene los papeles en regla) no fue la excepción. Lo que hice fue felicitarla y quedarme pensando que si Ozzy estaba haciendo esas cosas por ella era porque la relación se estaba volviendo muy seria. También pensé que la propuesta de casamiento debía estar cerca. Él le compraría un anillo, se pondría de rodillas durante alguna cena romántica, y muy pronto serían fiancés. Era extraño que los yanquis tuvieran tan arraigada la idea de las tres etapas: noviazgo, compromiso, matrimonio. Y aunque Ozzy había nacido en México, había pasado toda su vida en Estados Unidos y seguramente esos hábitos ya eran también parte de él.
No fue fácil conseguir completa, y en una calidad decente, Survivor: Cook Islands, debut de Ozzy en el programa.
La temporada arranca con los veinte participantes y el conductor en un barco. Mientras los concursantes se tiran por la borda antes de que termine el tiempo para nadar hasta las balsas en las que deberán remar hacia las islas desiertas donde van a pasar los siguientes treinta y nueve días, el conductor explica que es la primera vez que las cuatro tribus con las que arranca el juego representarán etnias distintas. Ozzy forma parte de la tribu de latinos. Además hay una tribu de afro-americanos, otra de asiático-americanos y una de caucásicos.
Esa temporada fue filmada entre junio y agosto de 2006, y con ocho años menos Ozzy era un chico de pelo corto y enrulado, piel aceitunada y cuerpo ágil, que casi no sonreía y hablaba poco, aunque muy pronto se las ingenió para ponerse al frente de su tribu. Uno de sus tres compañeros, al verlo trepar a una palmera para conseguir cocos, dijo que le parecía estar frente a una imagen de El libro de la selva. «Pensé que era Mowgli subiendo por los árboles.» También pescaba con gran facilidad usando lo que llamaban un arpón hawaiano, dirigió la construcción del refugio (fabricado con bambú y hojas de palmera) y diseñó una trampa para cazar gallinas salvajes. Pero sus compañeros no confiaban completamente en él, no sabían explicar por qué, pero no confiaban en él. Yo creo que debía ser porque Ozzy no parecía tener sentido del humor, se tomaba a sí mismo y todo lo que hacía muy en serio, parecía obsesionado por ganar cada desafío y era autosuficiente al punto de resultar irritante.
Creí que iba a llevarme al menos una semana ver los catorce episodios de esa temporada. Pero la curiosidad y la misma dinámica del programa (perfectamente diseñado para generar tensión e intriga) hicieron que me pasara todo el sábado en casa. A las dos de la mañana ya había visto hasta la reunión posfinal. Además de un dolor de cabeza insoportable, tenía una idea bastante clara de qué habían visto en Ozzy sus seguidores.
Unas aspirinas y una buena noche de sueño me depositaron en el domingo recuperada y con más interés que antes en hablar con el famoso novio de mi hermana y en saber cómo se sentía tras haber perdido el gran premio por apenas cuatro votos contra cinco (el ganador fue Yul, un abogado de origen coreano que dominó el juego desde el punto de vista social). La gran final (que es cuando se leen los votos del jurado y se anuncia el ganador) se filmó en un set de la CBS en Nueva York. Ahí estaban reunidos (y ya recuperados de la mugre, el hambre y las lesiones que arrasan físicamente a todos los participantes) los veinte concursantes de esa temporada, y tanto ellos como el conductor y el público tenían varias preguntas generales sobre cómo o por qué había pasado esto o aquello, pero todos tenían también una única gran pregunta para Ozzy: ¿cómo era posible que un chico de ciudad, de más de veinte años, mexicano y que en ese entonces trabajaba como camarero, pareciera haber nacido para vivir y sobrevivir en una isla desierta? Ozzy, siempre serio, escuchó la pregunta sin hacer una mueca y respondió lo único que nadie esperaba y con lo que nadie supo qué hacer: «Siempre leí mucho», dijo. Yo aplaudí. Sentada sola, en el living de casa, frente a la notebook encendida donde el joven Ozzy hablaba de su primer amor, Robinson Crusoe, y de cómo desde chico había fantaseado con ser abandonado en una isla desierta, aplaudí.
En ese momento tuve ganas de llamar a mi hermana y pedirle, por primera vez, hablar directamente con Ozzy. Quería felicitarlo por la respuesta, pero también quería preguntarle qué otros libros habían sido importantes para él (después de todo, Robinson Crusoe no dejaba de parecerme una respuesta obvia. (Esa noche estaba cansada, pero decidí que la próxima vez que habláramos le diría a mi hermana que ya era momento de que me presentara a su novio («quisiera conocerlo un poco», sería mi excusa.)
Descubrí que la temporada Survivor Micronesia: Fans vs. Favorites (la segunda en la que participó Ozzy) estaba completa en YouTube.
Durante dos días, al volver de la escuela donde estaba haciendo una suplencia de un tercer grado, me sentaba frente a mi computadora a mirar el programa. Me sentía completamente atrapada. Era lo único que tenía ganas de hacer, era lo único en lo que lograba concentrarme. Tenía una opinión sobre Ozzy y sobre cada participante, sobre cada alianza, sobre cada eliminado en el consejo tribal. Me emocionaban las pruebas por recompensa o inmunidad. Los fans (una tribu de diez personas que nunca antes habían jugado el juego) me parecían ingenuos, torpes, fuera de lugar. Esperaba ansiosa los momentos en que las cámaras volvían a la tribu de los favoritos (Ozzy y otros nueve ex participantes), donde hasta las conversaciones más banales tenían una potencial repercusión en el desarrollo del juego y donde todos eran extremadamente autoconscientes y desconfiados.
El viernes a la noche, mientras yo terminaba de mirar la final, y veía y retrocedía para volver a ver a Ozzy haciendo sus comentarios sobre las dos finalistas antes de emitir su voto por el millón de dólares, sonó el teléfono en casa. Supe que era mi hermana. Desde que me separé de Germán nadie más llama a casa a esa hora. «Conectate», dijo ella. Casi no me saludó, dijo «conectate» y cortó.
Últimamente chateábamos en Gmail. Así que abrí mi casilla y le mandé un mensajito para avisarle que ya estaba ahí. «Por Skype», me escribió. A mí no me gustaba usar Skype. Por supuesto todo era más cómodo y fluido que chateando, pero el problema era después. Terminar de chatear era escribir «Besos», o «Besooooos», o una frasecita del estilo de «Te extraño» o «Te quiero» (todo dependía de cómo hubiera sido la charla). Cortar el Skype, decirle «chau» a mi hermana, que estaba ahí, en la pantalla, moviéndose y llevándose la palma de la mano derecha a los labios para mandarme el beso con el que siempre se despedía, eso me daba miedo. Cortar la comunicación y quedarme frente a la pantalla en negro me parecía terrorífico. En mi cabeza me había fabricado la idea de que hacer eso era como darle al mundo la oportunidad de tragársela; que, del otro lado, el monitor oscuro se volvía una gran boca que se abría para tragarse a mi hermana llevándosela para siempre.
Cuando nos conectamos, y en cuanto la cara de mi hermana apareció en el monitor, me di cuenta de que había estado llorando. Le pregunté si estaba bien. Ella me sonrió, una sonrisa débil, y dijo: «Lo invitaron de nuevo al programa.»
Cuando a mi hermana le pasaban cosas buenas, yo me alegraba. Me alegraba muchísimo, incluso. Pero cuando esas buenas noticias por algún motivo se truncaban o se volvían en su contra, entonces también me alegraba. Y me daba mucha vergüenza que me pasara eso. Sabía que era pura envidia, y de la peor, y también que era el resultado de una idea que jamás le confesaría a nadie: no creía que existiera ningún motivo para que a ella le fuera mejor que a mí. En esos momentos también me daba cuenta de que seguía resentida porque ella se había ido cuando acá en el país se caía todo a pedazos. Yo me quedé, pensaba a veces, y aguantar es mucho más meritorio que irse a un lugar donde todo es más fácil.
No había nadie en el mundo a quien yo quisiera más que a mi hermana y no había ninguna otra persona que despertara en mí sentimientos tan bajos como el rencor y la envidia. No entendía por qué me pasaba eso, ni me lo perdonaba, y hacía grandes esfuerzos por reprimirlo. Sin embargo, cuando vi su desconsuelo porque Ozzy había recibido una invitación de la CBS para una nueva temporada especial de Survivor, sentí que de alguna retorcida manera aquello me resultaba un giro justo.
«No es tan grave», le dije. Y ella se largó a llorar como cuando éramos chicas. Después de calmarse, me explicó que la temporada se llamaría Blood vs. Water y que cada uno de los ex participantes elegidos por el público debían concursar junto a un ser querido. Ozzy quería que mi hermana fuera con él. «Pero vos no sos pariente de sangre, ni siquiera están casados», fue lo único que se me ocurrió decir intentando parecer que me ponía de su parte. Pero ella me dijo que dos de los que ya habían aceptado participarían junto a sus novios. Al parecer, para los productores de Survivor, «sangre» y «seres queridos» eran lo mismo. Yo no estoy de acuerdo.
No necesité preguntárselo para saber que mi hermana ya le había dicho a Ozzy que ella no quería participar. Me faltaba saber cómo había reaccionado él. «Está furioso», dijo mi hermana, y empezó a llorar otra vez. «Dice que ése es su lugar preferido en el mundo, que ahí es feliz. Es ridículo, estamos hablando de un programa de tele.» Yo intenté explicarle que él seguramente no se estaba refiriendo al programa en sí mismo sino a los lugares donde el programa se filmaba (en general, islas paradisíacas en medio del Pacífico) y en los que Ozzy parecía realmente en su elemento. «Vos no lo conocés», dijo mi hermana. Y yo seguí insistiendo con que ella tampoco iba a conocerlo del todo hasta que lo viera trepar árboles, nadar como un delfín, abrir cocos con un machete, y que recién entonces se iba a dar cuenta de que, haciendo eso, él era feliz. Eso y la competencia lo hacían feliz. Porque no era como ver a un tipo disfrutando de unas vacaciones exóticas, sino a alguien extremadamente competitivo peleando por ganar en un juego en el que se sabe bueno pero no imbatible y que puede superarse. «Todo el concepto del programa es su lugar en el mundo, ¿entendés?», le dije. «Y quizá es una buena idea que lo acompañes. Hasta podrían ganar.» Hubo un silencio. Mi hermana me miraba fijamente. Por un momento pensé que se había congelado la imagen. La conexión en mi casa era malísima. Pero entonces ella parpadeó. «Te odio», me dijo. Y en ese momento no estaba mirando mi imagen en su monitor sino que miró a la webcam para que yo sintiera sus ojos sobre los míos. «Los odio a los dos», dijo, y cortó.
Pantalla en negro y silencio. Tardé un rato en reaccionar. No terminaba de entender lo que había pasado. Esta vez, al verla llorar así, yo había logrado olvidarme de todo y aconsejarla para su bien, hasta me sentía orgullosa por haberla alentado a ir al programa. Después de todo, si llegaban a ganar era perderla completamente. Un novio y un millón de dólares eran suficiente para que no pensara nunca más en volver. Y yo, en el fondo, siempre estaba esperando que mi hermana quisiera volver. Entonces pensé que ella no estaba entendiendo realmente la situación, que estaba cometiendo un error grave y que yo tenía que ayudarla.
Me llevó toda la noche, pero encontré lo que necesitaba. Preparé un archivo con un compilado de YouTube que algún fan había armado con los mejores momentos de Ozzy en el programa, otro videíto de un minuto en el que Ozzy (entrevistado poco después de haber sido eliminado en Survivor: South Pacific) decía a cámara cuánto lo deprimía tener que volver a su vida, a la ciudad, a todo lo que él sentía que lo alejaba de su yo más verdadero. También había un tercer video en el que, durante su primera temporada, Ozzy festejaba por haber pasado tanto tiempo en la isla al grito de «treinta días, es increíble», y lo decía con una inesperada gran sonrisa y en español (nunca había hablado en español en el programa, y sabía que con mi hermana sólo hablaban en inglés). El último video lo había compilado yo misma y eran varios pasajes de Ozzy nadando, porque eso era lo mejor de lo mejor de Ozzy. Verlo nadar era hermoso. Y no era cuestión de admirar la técnica, o la velocidad, o la resistencia, era simplemente emocionante. Era como soltar a un gato de departamento, perezoso y lento, en un jardín desconocido y ver cómo instantáneamente se convierte en un animal salvaje.
Guardé los archivos como un adjunto en un mail en blanco y escribí en el asunto: «No te lo pierdas». Mandé el mail y me fui a dormir. Me sentía satisfecha conmigo misma. Había superado mis más bajos instintos y volvía a ser la persona que mi hermana se merecía, alguien que la aconsejaba por su bien y con el más generoso objetivo: su felicidad (y quizá incluso la de su «Oscar»). Me desperté cerca del mediodía. Era domingo. En la bandeja de entrada había un mail de mi hermana. No una respuesta al que yo le había mandado sino uno nuevo. Abrí el mail y vi que tampoco tenía texto sino un video adjunto sin título. Estuve un rato sentada frente a la computadora sin animarme a abrir el archivo. Tenía miedo de que mi hermana no hubiera entendido lo que yo había intentado decirle con mi mensaje y que ahora estuviera todavía más enojada. Por muy poco ya me había dicho «Te odio». ¿Qué había después de eso?
Prendí un cigarrillo y le di play. El video empezaba con una placa donde decía «Reality show», y seguía con varios fragmentos editados de grabaciones muy caseras. Ozzy ahora tenía el pelo bien corto y varios kilos más que el chico de la tele.
En todas las tomas mi hermana está usando ropa que no le conozco. En todas se están filmando uno al otro o alguien los filma a los dos juntos en situaciones muy domésticas. Un desayuno. La preparación de un cartel de bienvenida para alguien que ella nunca me mencionó y que tampoco supe de dónde estaría regresando. Un brindis por alguna cuestión importante para mi hermana de la que yo nunca supe nada. Ozzy abriendo los brazos y sonriendo a cámara en la entrada de un cine. Ella con la ropa mojada actuando un enojo mientras amenaza a cámara con un balde lleno de agua. Los dos tirados en un parque, sobre el pasto, mientras un perro de no sé quién pasa corriendo sobre ellos y los dos se retuercen de risa y se besan y saludan al que los está filmando. Los dos dormidos compartiendo el asiento de un bus. Los dos muy serios y elegantes caminando como parte del cortejo en la boda de alguien. Los dos en la cama, ella sosteniendo la cámara en alto para que tome sus caras en primer plano, ninguno habla pero sonríen, sonríen y respiran ligeramente agitados y se miran y al fin se dicen algo que no se escucha.
Hace días de esto y no supe nada más de ella. Todavía no le respondí. Estoy cansada de hablar y entender. Lo que hice fue cambiar la foto en todos mis perfiles, imposible que no la vea. Ahora hay una imagen de la gran fogata que hacen al final de cada episodio de Survivor para el consejo tribal, ese en el que los participantes deciden a qué miembro de la tribu van a eliminar del gran juego.
*Este cuento fue publicado en: Seres queridos © Vera Giaconi, 2017, Editorial Anagrama.
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