Matías Capelli

Uno o dos centímetros por año

Matías Capelli

Uno o dos centímetros por año

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Seis aceitunas engordan como un bife chico. ¿Podía ser eso? Lo había leído de refilón en la revista que sostenía la señora de campera esquí desteñida, todo el viaje en subte sentada junto a ella. Una nota sobre mitos en las dietas con recuadros insólitos del tipo un vaso grande de coca engorda tanto como un helado mediano, cincuenta gramos de maní, lo que medio litro de cerveza; seis aceitunas, un bife chico, y así. ¿Podía ser eso? Nunca había entendido del todo el funcionamiento de las calorías, nunca le había hecho falta. ¿Sería una chantada? Según la china lo de las calorías no era determinante; a veces influía, pero en general dependía de cada cuerpo y tipo de alimento.

Caminaba con apuro por la explanada de la estación de Chacarita. El encuentro inminente con Espina la llevó a preguntarse, ahora sí, si no había ella aportado también lo suyo para que precipitara. ¿Qué opinaría la china de lo que estaba por hacer? ¿Qué estaba? Nada: encontrarse con Javier Espina para que le pasara una copia de su próxima película, tal vez ir a tomar un café. Espina le había escrito después de meses de no tener noticias suyas para preguntarle si podía traducir unos subtítulos. A ella le hubiera bastado con que él le mandara el texto en español por correo, a lo sumo un enlace para ver la película, pero algo la llevó a decirle que sí, que encantada, que por qué no se juntaban. Dudó si despedirse con un beso, un abrazo o saludos. Este último le parecía demasiado formal, y los anteriores implicaban una idea de contacto físico inapropiado. Remató, simplemente, con un “gracias”. Espina contestó cuatro días más tarde. Escueto, dijo que podía hacerle una copia. Ella respondió bueno, si no es molestia, y nuevamente la duda de cómo terminar: pedirle que se lo dejara en casa era cualquiera; en la recepción del colegio, frío y distante; y si le decía de ir a tomar algo, demasiado. Dijo que podían cruzarse en algún momento a la tarde durante la semana, ella salía del colegio a las tres y pasaba cerca de la estación de Chacarita. A él le pareció bien, pero apenas preguntó cuándo, a ella se le nubló la agenda mental de los días por venir. De repente esa semana estaba complicada, pero la siguiente seguro que sí. Diez días de silencio y Espina, nada. Fue ella quien reanudó la correspondencia disculpándose, diciendo que esa semana también estaba ocupadísima, pero que la siguiente seguro, seguro. A los pocos días Espina mandó un correo en blanco, sin asunto, nada, y ella contestó si el jueves a las cuatro en la estación de Chacarita estaba bien para él. El martes Espina escribió para confirmar y le dejó su nuevo número de celular por cualquier cosa. El jueves, en el recreo del mediodía, ella le escribió un mensaje diciéndole que estaba complicada, perdón, mejor lo dejamos para otro momento. En realidad no pasaba nada fuera de lo común, salvo una pelea inexplicable con Adrián a la mañana y una ansiedad que iba en aumento a medida que se acercaba la hora de encontrarse. Incluso poniendo “momento” en vez de “día”, esperaba disipar esa niebla que se había vuelto demasiado espesa. Espina se mostró paciente, interesado, o por ahí no se hacía tanto problema y se estaba fumando sola todo el enrosque. Tras algunas idas y vueltas, volvieron a quedar a la misma hora en el mismo lugar, también un jueves. Este jueves. Un mes y medio, veinte correos y catorce mensajes de texto después, ahí estaba.

Había sido un rapto proponer verse, reconocía ahora, pero tampoco un rapto de los graves. Lo grave: era tardísimo, cuatro y veinte pasadas. Se había permitido llegar con algo de retraso, y diez, y cuarto, pero se le había ido la mano y ahora, sin encontrarlo bajo la arcada principal de la estación, sentía remordimientos. ¿Y si él se había hartado y se había ido? Escaneaba la cara y el aspecto de los que iban y venían con el mismo interés maníaco e inconstante que les dedicaba a las tapas de los diarios y revistas exhibidos en el quiosco del hall. No podía evitar descubrir errores de tipeo o faltas gramaticales, así como detectaba fallas orgánicas en ciertos cuerpos: una mujer tan petisa y obesa que parecía más ancha que alta, un tipo al que le faltaba un brazo y llevaba la manga libre del abrigo enroscada alrededor del cuello, otro con la cara picada como de viruela mal curada o piel quemada por una olla de aceite hirviendo que se le había venido encima de chico. Aunque se había repetido como un mantra que lo que estaba haciendo no estaba mal, que lo que estaba haciendo no estaba mal, que lo que estaba haciendo no estaba mal, lo que estaba haciendo igualmente un poco mal hacía que se sintiera por el solo hecho de haber estado escribiéndose con Espina, de haber quedado en encontrarse, de haber vuelto sobre sus pasos en ese campo minado cuando pensaba que todo había quedado guardado a cientos de metros bajo tierra en una bóveda de hormigón armado como un residuo nuclear. Sumado a la desconsideración de estar llegando tan tarde, la culpa salía a borbotones desde una napa corporal subterránea.

¿Hasta dónde era lo más lejos que se podía huir tomando un tren en la estación de Chacarita? General Lemos. Le tocaron el hombro desde atrás. No tuvo dudas de que era él; la certeza estaba dada por el alboroto repentino de su sangre. Espina tenía o aparentaba tener esa cara de fastidio masculino de pocas pulgas por el retraso. Ella, en vez de disculparse, preguntó si estaba todo bien con un descaro que sorprendió, porque en algún punto parecía destinado a provocar discordia, a hacer que esto de encontrarse se desmoronara por su propio peso en un abrir y cerrar de ojos. Espina retrocedió hasta la línea reglamentaria. Sí, dijo entre dientes. Fue cálido y rotundo y dio por saldada la cuestión. Había algo en la disposición de su boca medio abierta y el brillo que irradiaban sus ojos, la nariz grande, desproporcionada, que no le quedaba nada mal. Había algo, sí. Después de haberlo tenido tan presente en sus pensamientos las últimas semanas, después de haber pasado tantos meses desde la última vez que se habían visto, había tenido que calibrar la imagen que se había hecho de él en la cabeza con la del hombre que tenía enfrente. Supuso que a él también le estaría pasando algo similar y tensó sus facciones, en el que creía era el gesto que mejor le sentaba. La última vez que se habían visto era verano y habían terminado tan cerca el uno del otro, tan cerca, que apenas llegaba a verle los pómulos, los ojos, partes del pelo, mientras él le daba un beso profundo que ella no supo ni quiso rechazar.

Espina la descolocó al preguntarle qué tenía que hacer, si no tenía tiempo para acompañarlo a un lugar cerca, podían ir caminando. Ella dijo que sí, que no; que sí, estaba libre y que no, no tenía nada que hacer hasta las siete. Cruzaron la avenida hasta la entrada del cementerio municipal. A esa hora, como a lo largo de todo el día, todos los días de la semana, había personas entrando y saliendo de esta ciudadela mortuoria, deambulando por sus barrios populares y aristocráticos. A ella la idea de dar un paseo por ahí la alivió; era una escenografía inocente para neutralizar un encuentro intrépido. Qué había de malo en dar un paseo con un hombre que la había besado seis meses atrás, un hombre en el que pensaba de vez en cuando, un hombre al que quería volver a ver aunque estaba dispuesta a pararlo en seco si volvía a intentar algo. No estaban yendo a acostarse, apenas a dar una vuelta, ni siquiera a tomar un trago. Y si no había nada de malo, por qué se sentía esa mezcla de culpa y excitación.

Preguntó si era al cementerio a donde tenían que ir. Espina dijo que al cementerio, sí, pero no al municipal, sino a un pequeño cementerio británico que estaba justo del otro lado del predio. Tenía que sacarle una foto a una tumba en particular, para mandársela a un director de cine amigo. Un encargo un poco fastidioso que venía posponiendo hacía semanas, porque le quedaba un poco trasmano venir hasta Chacarita. Siguieron de largo por los negocios de venta de flores y coronas, caminaron frente al portón y después por la vereda desierta que bordeaba el predio del cementerio municipal. Espina llevaba una camisa a cuadros, un saco grueso y un pantalón oscuro que había conocido tiempos mejores. Ella se había preocupado por vestirse con ropa de todos los días: ese pantalón de vestir negro algo ceñido, el saquito verde, los zapatos que Adrián le había traído de su último viaje, y su abrigo favorito de ese invierno, un sobretodo impermeable negro con capucha. Era ropa que usaba para ir a trabajar un día cualquiera, pero había algo en el modo en que la había combinado. O tal vez fuera simplemente el toque inusual de delineador en sus ojos, el pelo suelto con su nuevo flequillo medio salvaje cortado en diagonal. Había algo, sí. Lo notó esa mañana en el colegio, por la avidez con que la miraron un par de colegas y alumnos de cuarto y quinto.

Filtrado por las copas de los árboles inmensos de avenida Elcano, el sol parecía no dar nunca sobre las baldosas con la intensidad suficiente para secar la perenne humedad. El margen opuesto de la curva interminable que la avenida daba alrededor del cementerio estaba flanqueado por las vías del tren que salían de la estación hacia el oeste. Del otro lado de las vías y del alambrado se veía un barrio de casas bajas que desde ahí parecía inaccesible, aunque, más avanzado el recorrido, ella descubriría un puente peatonal de hierro. Hablaban al ritmo que caminaban bordeando el paredón del cementerio municipal. Un diálogo fluido y caudaloso que saltaba de tema en tema: determinar si estaba haciendo lo que se decía frío o si la temperatura todavía estaba dentro del límite de lo agradable, cuál de los libros que un amigo en común había publicado era el preferido de cada uno, lo agotador que se volvía el trabajo en la escuela estas semanas después de las vacaciones de invierno, un viaje a un festival en Corea del Sur que Espina había tenido que rechazar.

Espina dijo que se la veía cambiada; o sea que se acordaba de su cara en detalle. Ella preguntó si cambiada para bien o para mal y él: para bien, claro que para bien. Y sus labios se amoldaron en esa semisonrisa que dejaba apenas al descubierto un par de dientes. Sus cejas se arquearon y los ojos se clavaron en los de ella, mientras abría las manos para poner énfasis en sus palabras y alcanzar un pico inesperado de elocuencia. Como sea: todo el tiempo hablaban mientras caminaban. Diez minutos de paso sostenido junto al paredón del cementerio municipal, cada tanto una entrada secundaria, un portón con candado, nada más. En un momento ella empezó a inquietarse. ¿Dónde la estaba llevando? No es que sospechara de las intenciones de Espina –aunque, si lo pensaba bien, ¿qué sabía sobre él, en realidad? Pero si les pasaba algo, si un desconocido de la nada les salía al cruce, muy fuerte iban a tener que gritar para que alguien los escuchara. De un momento a otro tendrían que estar por llegar, dijo Espina con un aplomo despreocupado y aventurero, como si estuviera listo para agarrarla del brazo, entrar a la estación Artigas y saltar sobre el primer tren que viniera para ir lejos, bien lejos, aunque muy lejos no hubieran podido llegar; apenas, con suerte, hasta los bordes del segundo cordón.

No dejaba de ser curioso, decía ahora, que el cementerio de la Chacarita hubiera sido emplazado en lo que en una época fueron los márgenes de la ciudad y ahora estuviera en su corazón mismo. ¿Por qué había despejado el resto de la tarde hasta las siete, si solo pensaba encontrarse con él para que le pasara un devedé, a lo sumo un café rápido cerca de la estación? ¿Quién hacía las preguntas? ¿Era una parte de ella que la reprobaba, o era la voz de Adrián haciéndose eco? La culpa volvió a emanar, y esta vez llegó hasta la superficie, porque sintió un calor en el cuello y en la cara, señal de que se había sonrojado como si la hubieran descubierto robando algo. Ya no sabía bien qué pensar, qué quería, qué tenía que hacer. Miró la hora en el celular y empezó a escribirle algo cariñoso a Adrián. Se arrepintió y guardó el teléfono con el mensaje a medias en el bolsillo del abrigo.

La curvatura de la avenida reducía tanto la visibilidad que fue de improviso que se toparon con la entrada del Cementerio Alemán. Espina dijo que faltaban apenas unos metros más, y antes de llegar al final –o al principio– de Elcano, en el extremo oeste del predio gigantesco de la Chacarita, frente a la estación, primera parada del convoy a Lemos, llegaron al Cementerio Británico y entraron por una puerta enrejada. No había nadie a la vista y avanzaron hasta la altura de la capilla. Era un parque, un verdadero jardín de paz con sus callejuelas surcando las parcelas cuidadas, los monumentos austeros, y un silencio acechado por el ruido lejano de los autos y colectivos que pasaban por la avenida. Cada tanto el tren que frenaba en la estación, el arrullo intermitente de los pájaros. Era una pradera detrás del arcoíris, un oasis en la ciudad tumultuosa. Ella se dejaba llevar; Espina parecía saber a dónde iban. Tenía que sacarle una foto a una tumba que habían visitado con un amigo inglés diez años atrás, la tumba del abuelo. Se acordaba de que era entrando a la izquierda, contra el paredón, pero no mucho más. Sabía el nombre y el apellido; podrían ir directamente y averiguarlo en la oficina de administración, pero no tendría la misma gracia, dijo.

Vagabundeaban con la mirada en las lápidas, descubriendo nombres e inscripciones. Eran las únicas personas a la vista; la labor reciente de los cuidadores se materializaba en un rastrillo y una pala apoyada contra un árbol, la manguera de riego prolijamente ovillada, la canilla que goteaba indecisa, el césped cortado al ras, una carretilla vacía y, adentro, una regadera metálica. La mayoría de los árboles eran pinos, tilos y de otras especies que no hubiera sabido nombrar. ¿Sería Espina esa clase de hombre que sabe los nombres de árboles y plantas? De la noche en que la besó en el patio de la productora se acuerda sobre todo del calor de sus labios, de cómo a ella le latía desbocadamente el cuerpo y le temblaba la pierna izquierda, y del olor dulzón de las flores de verano. Jazmines, debían de ser.

La calle principal de asfalto estaba atravesada por unas callecitas de gravilla más angostas, que a su vez eran atravesadas por unos pasajes todavía más angostos, pasillos de una plaza, podría decirse. Cuando caminaban por ahí se rozaban un poco, o Espina frenaba para dejarla pasar, y ella sentía la mirada de él –mucho menos discreta que sus semisonrisas– recorriéndole la espalda, la nuca, el cuello, las manos. Se detuvieron frente al sepulcro poblado de hiedra de la familia Hermosilla. Les llamó la atención la placa de Nemesia C de Hermosilla. 19 de diciembre de 1865 – 4 de mayo de 1958 junto a la de Sara Hermosilla. 16/11/1896 – 10/5/1958. Una era mucho mayor que la otra, pero murieron con seis días de diferencia. Como si luego de la muerte de la madre, la hija, de sesenta y tres, hubiera muerto de tristeza, dijo ella. O por ahí tuvieron un accidente en la ruta y la madre murió de inmediato y la hija estuvo una semana agonizando, dijo Espina, que enseguida se dejó llevar por un tal Peter Doherty muerto el 20 de noviembre de 1938. Y después, por un tal Alejandro Rendina, muerto a los dos días de nacer, en febrero de 1968. Espina dijo que la muerte de un bebé le resultaba algo desconsoladamente triste y purísimo a la vez. 

Espina señaló un banco de madera sobre el que daba el sol de esa tarde de invierno. ¿Hacía cuánto que no se acostaba con un hombre que no fuera Adrián? ¿Estaba bien? ¿En eso consistía estar enamorada, o apenas estaba cumpliendo con las normas de lealtad de la pareja? ¿Cinco años con Adrián equivaldrían a tres o cuatro meses con un tipo como Espina, como las aceitunas y el bife chico? Un fin de semana eterno de tres meses antes de que te dejara por la protagonista de su próxima película. Y eso qué tenía que ver. Para cortar camino, cruzaron sobre una hilera de parcelas por una parte del terreno en el que no había lápidas ni inscripciones. La tierra estaba removida como si acabaran de enterrar a alguien o de retirar viejos restos. Al pisar, percibieron que el suelo tenía una consistencia distinta. No estaba asentado ni compactado y las pisadas se hundían más de lo normal.

Cementerio de Disidentes, así se los llamaba. El primero estuvo en lo que hoy sería la esquina de Juncal y Esmeralda. Lo estrenó un tal John Adams, carpintero de treinta años. Antes de eso, en estas tierras, a los que no eran católicos se los enterraba a orillas del río. Además de los británicos, también lo usaron alemanes, yanquis, franceses y judíos. Enseguida quedó colmado y se abrió un segundo, el Victoria, que se repartieron entre los británicos, los yanquis y los alemanes. El Victoria quedaba en lo que hoy es Pasco y Alsina. Ella conoce, la abuela vivía a dos cuadras. ¿Viste la plaza? Bueno, hasta hace cien años fue un cementerio. Pero la ciudad creció y los vecinos reclamaron el traslado. Entonces les cedieron estos terrenos traseros de la Chacarita: uno para los británicos y demás anglosajones, y otro para los alemanes. Mientras tanto, el Victoria quedó abandonado. Pasaron las décadas y se convirtió en un baldío. Tiempo después hicieron la plaza. Las sepulturas que no fueron reclamadas, o las de aquellas familias que no podían pagar el traslado, siempre que estuvieran a más de un metro y medio de profundidad, fueron dejadas intactas. Hace unos años, en la plaza estaban haciendo obras de renovación, y cuando levantaron el arenero, encontraron una lápida de mármol de la tumba de una niña de diez meses de familia alemana, y huesos, collares, botellas.

Se puso a revolver en la cartera rastreando cigarrillos. Era el primero del día. No pudo aguantarse contarle que la médica china a la que iba, que se llamaba Alejandra pero era china-china, le había dicho que tenía que fumar uno o dos por día, no más, ya bastante fuego en los pulmones tenía ella. Algo que, por otra parte, no era para nada malo, aclaró. Cada vez que iba a lo de la china, preguntaba, le sacaba conversación. Todo lo que decía sobre salud, sobre la vida en general, le resultaba valioso, portador de cierta sabiduría. Desde que había aprendido a manejar los vicios, Espina había descubierto que el tabaco era el peor, y a su vez el más inofensivo. Fumarse un cigarrillo, dijo añorando.

Espina preguntó cómo iban las clases. De repente, hablarle del trabajo en el colegio, o que él demostrara interés por sus cosas hizo que su rutina cobrara una tonalidad distinta, más vivaz. Le agradaba tenerlo cerca. La hacía sentir apaciguada, expandida, inspirada consigo misma, y no le parecía descabellado creer que a él le pasaba otro tanto. Le preguntó si estaba traduciendo algo y ella se apuró a inventar que sí, un libro de ensayos bastante complejo que le estaba llevando más tiempo del pensado. Tal vez estando cerca de Espina viviría con mayor intensidad, y dejaría de postergar lo verdaderamente importante. Entonces él le preguntó por los alumnos, cómo se llevaba con eso de estar al frente de un curso de adolescentes, y ella empezó a decir que bien, tenía sus momentos más o menos insufribles, pero le gustaba. Él era bastante desastre en el secundario, pero si hubiera tenido una profesora como ella, dijo, hubiera aprendido inglés nomás para complacerla, y se le escapó una de esas semisonrisas.

Justo detrás del banco en el que estaban sentados, se escondía la lápida de la familia Byrding, partida en dos por el ímpetu del tronco de un árbol que había ido creciendo, lenta, milimétricamente, a lo largo de los años. Podía contar con los dedos de la mano las veces que se habían visto cara a cara, pero en cada una de ellas había descubierto una nueva faceta de Espina. De a poco empezó a intuir que detrás de ese dandi mujeriego se escondía algo auténtico y frágil, un poco malcriado pero incandescente. Por el modo en que desenvolvía su cuerpo, se la notaba a la defensiva esperando que en algún momento él intentara un acercamiento. La vez que la besó, un observador imparcial, externo, un juez de línea o un jurado del boxeo de la seducción, no podría afirmar que ella lo rechazó. Pero tampoco que cumplió su papel en la ceremonia del beso. Más bien, que se dejó besar hasta que Espina se apartó apenas, para tomar aire, y entonces, roto el encantamiento, ella dijo que tenía que irse, que esto estaba mal, muy mal, que ella estaba de novia, que por favor la entendiera. Dijo varias veces perdón y por favor mientras él la acompañaba hasta la puerta.

Hubo un tiempo, cuando recién empezaba con el cine, en que trabajó para el festival de la ciudad. Le tocaba acompañar a los invitados extranjeros día y noche durante su estadía. Un año le tocó asistir a Keith Reitzal, un director inglés medio de culto. Muy jovial a pesar de que tenía cuarenta años más que él, era divertido y poco demandante. Salvo una mañana, la anteúltima, en que Reitzal pidió que por favor lo acompañara a un sitio de “importancia vital”. Tomamos el subte en el Abasto y nos bajamos en Estación Lacroze. Pensé que se le había antojado comer una porción en alguna de las pizzerías de la zona, o tal vez hacer una visita a la Chacarita para ver la tumba de Gardel o de Gatica. Pero cruzamos por adelante de las rejas del cementerio municipal y seguimos caminando por la misma vereda por la que vinimos hoy. Me sorprendía verlo caminar tan seguro y decidido por un recoveco de la ciudad en el que yo nunca había estado. Le recomendé que nos tomáramos un taxi, podía ser una zona peligrosa, pero Reitzal se negaba. Estaba decidido, necesitaba ir caminando, tal como había hecho la vez anterior. ¿Así que ya estuvo por acá, usted, una vez? Años antes, el mismo festival le había dedicado una retrospectiva. Esta no es mi primera visita a la ciudad, pero temo que sea la última, dijo. Caminaba más rápido que yo. Tenía que esforzarme para seguirle el ritmo. Empecé a preocuparme por el estado del viejo, que parecía a punto de quedarse sin aire en cualquier momento. Cuando finalmente llegamos al Cementerio Británico, entramos y me llevó directo hasta una parcela al fondo a la izquierda, sobre la calle que corre junto al paredón. Y ahí nos topamos con la inscripción en una lápida de un nombre idéntico al suyo. Nombre, apellido: Keith Reitzal. Su abuelo paterno. Un ingeniero inglés destinado a la filial argentina de una empresa naviera que había venido con la mujer y sus tres hijos. Mi padre era el menor, tenía dos años. Al poco tiempo el abuelo tuvo un accidente fatal en el puerto. La abuela de Keith al principio decidió seguir en el país: la empresa les dio una pensión muy generosa y la casa en la que vivían era una pequeña mansión. Pero se le hizo muy difícil sin manejar el idioma, sola y con tres hijos, y volvieron. Hubo tentativas de repatriar los restos, pero vino la guerra y después, después…, contó Reitzal agitando las manos con ese ademán usado para graficar los proyectos de “importancia vital” que se van desdibujando en el tiempo. Su padre siempre hablaba de la tumba de su propio padre en la Argentina con un dolor solo paliado por tratarse de un cementerio británico, como si estos sitios fueran embajadas extranjeras de la muerte, pequeños países neutrales que conforman una red de diplomacia fúnebre internacional.

Desde la muerte de su padre, Reitzal había tenido entre sus planes viajar al país, pero nunca había encontrado la oportunidad. No iba a venir únicamente para visitar una tumba. Hasta que lo invitaron al festival. Entonces todavía era joven y había llegado caminando solo. En cambio esta segunda vez, me confesó, aunque sonara curioso, había aceptado venir a presentar una película suya, algo que a su edad casi no hacía, únicamente para poder volver a estar parado delante de la tumba de su abuelo. ¿Y entonces?, preguntó ella. Reitzal se quedó unos minutos callado, dijo Espina. Al viejo se le ensombreció la expresión, pero transmitía paz. Me aguanté lo que pude, pero en un momento le pregunté si prefería que lo dejara solo. Lo que menos quería en ese momento, dijo, era estar solo, que le hiciera el favor de sacarlo de ahí, que ni el sol ni la muerte son algo que pueden mirarse de frente por demasiado tiempo. Antes de salir del cementerio, Reitzal levantó la vista hacia una inscripción en latín. Le pregunté qué significaba y me dijo, en inglés, algo así como: “El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá”. Paramos un taxi y me pidió de ir a tomar un trago. Tenía antojo de una bebida alemana hecha a base de hierbas, pero lo más parecido que encontramos fue fernet, que tomó puro, con hielo, y después otro, y después un taxi para llegar a tiempo a las preguntas del público en el cine donde estaban proyectando su película. Habían pasado por lo menos diez años, se había encontrado con Keith en varios festivales por el mundo, pero él nunca había vuelto a Buenos Aires. Hace poco le había pedido si por favor podía ir a sacar una foto de la tumba de su abuelo. Lo necesitaba para la tapa de un libro autobiográfico que estaba escribiendo. Una tumba con mi nombre en la otra punta del mundo, creo que es la imagen apropiada para la autobiografía de un viejo de setenta y ocho años, dijo, pero Espina no terminaba de decidirse si le parecía genial o simplemente macabro.

Con el transcurrir de la tarde, ella sentía que estaban cada vez más cerca, pero al menos sus cuerpos permanecían en el mismo lugar que al sentarse. Espina, siempre erguido, movía los brazos cuando hablaba y se le iluminaban los ojos. Cada tanto se refregaba la nariz, se rascaba enérgicamente el pelo. Tenía algo en los gestos, en la postura, en el modo en que estaba presente, una gracia que podía doblegar cualquier resistencia. En un momento, acercó la mano para espantarle un mosquito, y ella se replegó por acto reflejo y él le dijo “tranquila”. Era lindo Espina. Al darle un sobre con el devedé copiado, ahí sí, se arrimó un poco. Un par de noches más adelante, al ver la película sola en la cama, no va a poder evitar acordarse de sus labios tibios, del galopar desbocado de su pulso, de la fuerza que tuvo que hacer mentalmente para que su pierna no empezara a golpetear contra el suelo, del aroma dulzón de los jazmines, pero también de esta tarde en el cementerio vacío, escondidos en un recoveco de la ciudad, hablando mientras el tiempo transcurría despreocupadamente, como si se hubieran tomado un tren para teletransportarse a un pueblo perdido en el norte de Europa por una hora y media.

Cada dos por tres pensaba que antes de despedirse esa tarde Espina iba a intentar besarla, y recapitulaba mentalmente una serie de reparos detrás de los que planeaba escudarse. Por favor, por favor. En realidad, solo uno: que estaba, hacía años, con un hombre. Lo tenía tan en la punta de la lengua, que aunque Espina se quedó en el molde, ella, sin poder controlarse, lo dijo en voz alta. Él quiso saber si es que vivían juntos, y ella atolondrada dijo “vivimos juntos”. Ella había querido decir que habían vivido juntos, que habían vivido, en el pasado, juntos, que no había resultado y que ahora seguían juntos pero sin vivir, pero él entendió que vivía con alguien en el presente, vivimos juntos, un malentendido gramatical que iba a llevarles mucho tiempo desenredar. Porque iban a volver a verse, una vez, y otra, pero en ese momento ninguno de los dos lo sabía. Preguntó qué tal el Cementerio Alemán. Era parecido a este pero más prolijo y cuidado. Por qué no la llevaba a conocer. Estaba por cerrar, tal vez más adelante pudieran repetir la excursión, dijo él. Supuso que ahora volver caminando con él en silencio hasta Chacarita iba a resultar incómodo. Mejor decir que estaba apurada y tomarse un taxi. ¿Lo había dicho por compromiso eso de que quería volver a verla? Ella encantada hubiera aceptado, hubiera firmado ahí mismo, aunque no le gustaba mentirle a Adrián, y contarle que iba de paseo con Espina por rincones secretos de la ciudad no estaba entre las posibilidades. ¿O sí? Algo iba a tener que hacer.

Como si tuviera en claro que un beso, en estas circunstancias, era lo único que no podían darse, esta vez Espina se había mostrado cauto y despreocupado, sin avanzar, o avanzando de una forma imperceptible, milimétrica. Eso a ella le generó una mezcla de alivio y decepción. ¿Y si ya no se sentía atraído por ella? Se puso de pie y, frotándose los brazos, dijo que le había entrado frío en los huesos, que mejor volvieran, se estaba haciendo tarde.

 

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