Matías Capelli

Sólo estás sangrando

Matías Capelli

Sólo estás sangrando

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Dos semanas atrás te llamó, así, de la nada, y hoy es el día de la madre y vas a volver a verla. Querías empezar de la mejor forma posible, pero el sábado te acostaste tarde y borracho, y el domingo te despertás con un llamado de ella a las once y veinte de la mañana. Pregunta si vas a ir a almorzar como habían quedado. Decís que sí. Pregunta si vas a ir con Fernanda. Decís que no, que ya le habías dicho. Te pide que por favor no llegues tarde, y cortás. En los últimos días apareció el zumbido de que no haberla visto antes en todo este tiempo fue más que nada tu culpa, y empezaste a pensar cómo se habrá sentido ella. Y es que estar con ella es un truco que aprendiste de chico y desde que dejaste de serlo no volvió a salirte demasiado bien. Encima, cuando te esforzás por ser amable perdés la paciencia. Por algún motivo, sin embargo, confiás en que las cosas van a terminar de acomodarse solas durante el almuerzo. El viernes a la tarde le compraste un regalo y no pudiste acordarte cuándo había sido la última vez que lo habías hecho. También tenés algo que decirle; algunas frases para terminar de emparejar todo.

Es el mediodía del tercer domingo de octubre de un año que no tiene ni tendrá década. Te metés en la bañadera y enseguida entrás en una nada brumosa pero impecable, blanca como el decorado de una propaganda de crema o sal. No hay ningún ruido. Nadás en la pileta de la terraza de una torre de treinta pisos oscuros. Nadie. Apoyás la espalda contra los azulejos del fondo. Mirás para arriba: no hay luces ni ruidos. El agua es tan transparente que cuando desaparece no se nota. El suelo es de pasto y caminás como Kwan Chang Caine, como un Johnnie Walker en un prado escocés, hay ovejas blancas que ahora son una sola nube y abrís los ojos, tosés y escupís un poco de agua fría. No tenés idea de qué hora es porque en ese baño siempre es de madrugada. Escuchás el ruido del tránsito y cómo un vecino tira la cadena, se lava las manos y cierra la puerta del otro lado de la pared.

 

Algo que ves desde esa esquina sobre la avenida te resulta conocido. Es que un paso detrás de otro, como un autómata, caminaste las cuadras que separan tu departamento de la zona donde viviste con tu mamá y tu hermana hasta hace algunos años. Recién ahora, al recorrer esa distancia, te das cuenta de que no te habías alejado tanto en realidad. No te acordás de qué había antes sobre la avenida. Seguro no eran dos locutorios.

Para pasar por la puerta, tironeado por el deseo casi morboso de comprobar el paso del tiempo, solo tenés que doblar en la esquina y seguir media cuadra, pero te quedás quieto. Ya son las dos y diez en el reloj del celular. Tomás un taxi y cuando arranca tanteás los bolsillos buscando plata para pagar. Llegás y tenés que explicarle al guardia del edificio quién sos. No cree que ella tenga un hijo que él nunca vio en este tiempo. Hace que toqués el timbre. Piso catorce. Te pregunta si estuviste de viaje. Sonreís y escabullís la mirada: sobre la mesa desde la que preside el hall de entrada hay un celular de los más caros. Finalmente, la voz de un hombre desconocido dice por el portero eléctrico que podés pasar. En el ascensor te acomodás el pelo y la ropa frente al espejo. Te detenés en tu cara y pensás en tu hermana. De alguna forma sentís que la abandonaste. Por mucho tiempo, habían sido lo único que quedó en pie de esos primeros años en Buenos Aires, el peinado batido de tu mamá, tu papá flaco y con bigotes. Después vos y ella juntos dieron vueltas en las calesitas a las que los fueron subiendo, como un pasajero disputado por dos taxistas una noche desolada.

Pero todo eso ya pasó y ahora es más simple: solo tenés que compartir algunas comidas al año con las dos, un tipo y su familia, en un piso catorce con palier, la puerta abierta y detrás del ventanal del balcón la reserve ecológica y más atrás el río. Te asomás y no ves a nadie. Volvés a salir y tocás el timbre y esperás, pero nada. Das vueltas por el living y te inclinás para leer los lomos de los libros y ver sus caras sonrientes en los portarretratos. La cautela tensa tus movimientos como si todos los adornos estuvieran a punto de quebrarse en cualquier momento, o como si estuvieras entrando a robar en lo de una familia que se fue a pasar el día al country.

Desnuda envuelta en una toalla, una rubia que no es tu hermana pasa al fondo del pasillo. Antes de cerrar la puerta de la habitación se da vuelta y se queda mirándote un segundo interminable, hasta que desde un costado aparece tu mamá y te abraza. Está igual: un poco más flaca, el pelo más rubio y con otro peinado, con ropa nueva y menos arrugas, pero igual. Te aleja, apoya sus manos en tus hombros, te mira y luego te aprieta. Vuelve a alejarte. Está llorando. Dice que está llorando de alegría. Metés la mano en el bolsillo de la campera y tanteás el paquete dentro de la bolsa. Se abrazan y se dan otro beso. Estás por abrir la boca, casi, y ella vuelve a alejarte, los ojos irritados, y dice que la sigas, que quiere mostrarte el departamento. Pero todos los cuartos están cerrados con llave. Dice que deben estar cambiándose y te muestra los baños: en uno todavía quedan restos de vapor, espuma y una bombacha bordó húmeda colgada de la canilla. Estornudás. Volvés a estornudar. Dice que debe ser por la alfombra y que mejor vayan a la cocina. Seguís estornudando, tanto que es como si lo hicieras a propósito, como si por algún motivo quisieras exagerar la sensación de incomodidad.

Mientras te limpiás la nariz ella pregunta si no le harías un favor. “¿Qué?”. Todos están ocupados preparándose y ella todavía tiene que bañarse y calculó mal y necesita más crema para la salsa, y encima no hay vino y a Gustavo no le gusta comer sin vino. Una puerta se abre y la voz de un hombre, la misma del portero eléctrico pero sin distorsión, le pregunta dónde está. Qué importa si no puede comer sin vino, que se lo vaya a buscar él: están solos y no sabés si van a poder volver a estarlo. Pero al mismo tiempo es como si algo te diera pudor, y vas. Pide que ya que estás saques a Lucky, que sale del lavadero estirando las articulaciones.

 

Es un barrio nuevo construido en tierras ganadas al río, un club de campo de torres: solo hay edificios enormes, separados unos de otros como si fueran demasiado pesados para ese suelo, rodeados de plazas impecables con árboles y bancos recién plantados. Fue en otra vida cuando tus mejores ideas se te ocurrían paseando a ese mismo perro por plazas derruidas, fumando por cuadras a las que ahora no te animás a volver. Desde afuera, el único supermercado de la zona parece un negocio de objetos de diseño. Atás al perro y te acercás a las puertas corredizas, que se abren solas. Un guardia te agarra del brazo y dice que no se pueden dejar perros atados en la vereda. Protestás, pero él se limita a señalar un cartel que dice que está prohibido atar perros y el nudo de la correa alrededor del poste.

Seguís hasta un coreano sobre la avenida a seis cuadras. Todo es más sucio y ruidoso y no hay problema con atar perros. Vas derecho hacia la heladera de lácteos. El olor a limpiador te hace picar la nariz. Comparás varias bodegas y agarrás dos botellas de vino tirando a caro. En la caja, la señora de adelante desparrama todos los productos sobre la cinta, avanza unos pasos y queda a la misma altura que la cajera, que apenas si puede verla. Sobre la tira de caucho negro hay una planta de lechuga, servilletas de papel, pan, un pedazo de carne de un corte que nunca comiste y dos vinos en envase de cartón. Pide que le avise antes de que sean veinte pesos. La cajera dice que van diecinueve con cuarenta, y uno de los vinos queda sin cobrar. Tiene todo lo demás en dos bolsas. No ves qué pasa con el otro vino —si al final lo agarra o lo deja—, porque mientras abre el monedero le dice a la cajera que la comida está muy cara, que cómo puede ser que la comida sea cara. Saca un billete de veinte arrugado, como si saliera de la mano de un chico que va de compras por primera vez, un billete que estuvo años enrollado en la trompa de un elefante de cerámica con piedras de fantasía. Mientras lo alisa, antes de dárselo, le pregunta a la cajera si tiene madre. Después le pregunta si no le da pena tener que trabajar el día de la madre. Y que tendrían que cambiar eso de día de la madre, dice.

Usa anteojos negros y unas bermudas que llegan justo hasta sus rodillas blancas y un poco fuera de escuadra. A la gente a veces se le nota en la postura del cuerpo cuando está a punto de decir ciertas cosas. Porque su mamá había perdido a su mamá —dijo así, dos veces “mamá”— de muy chiquita, y siempre la había pasado mal todos los días de la madre.

La cajera tiene la mirada perdida en las ofertas de carnicería, y a esta altura ya no debe ver más palabras sino signos de admiración y números a lo largo de las góndolas. Números y signos de admiración, en todas las inclinaciones posibles, en los carteles y etiquetas, y una luz que huele a lavandina cayendo del techo. La señora de todas formas sigue hablando: dice que hubo una época en que se llamaba “día de la familia” y que eso le parecía lo mejor. Apoyás la crema en la cinta: el cartón de vino no está. Costaba un décimo de cada botella que estás por comprar. Mientras pagás, mirás hacia afuera asustado, a ver si el perro sigue ahí. Volvés rápido, casi sin mover los brazos, como si al ser agitada en contacto con el exterior, la crema pudiera echarse a perder en cualquier momento.

 

Están todos sentados alrededor de la mesa. Le das un beso a tu hermana, un apretón de manos a Gustavo, un beso a cada una de sus hijas y otro al hijo menor, que aunque parezca mentira está usando una remera tuya. No decís nada. Es ella quien lo hace notar, como si eso de alguna forma los hermanara. Debe tener dieciséis o diecisiete, y es uno de esos adolescentes que ya no van a crecer mucho más. Es alto, flaco, tiene el pelo apenas largo y no puede saberse si se afeita o la barba todavía no le creció. En la mesa apenas habla. Te preguntás si tendrán algo más en común, seguro está usando muchas más cosas tuyas. Le decís a ella que tendría que haberte preguntado antes. Te mira mal solo un segundo y agarra tu mano. Te hace un elogio desmedido, casi absurdo, que más que avergonzarte te molesta. No decís nada y ella igual intenta darte un beso delante de todos. Te alejás y apenas alcanza a acariciarte. Sacás la mano. No podés evitarlo: es como que hay algo físico que en algún momento se echó a perder.

Encima vive con otro hombre. No es que te moleste, al contrario: sacando su primer comentario (“¿así que pintás?”), Gustavo enseguida te cayó bien. Y con dos vasos de vino pudiste recubrirte de una capa de genuina simpatía que lubrica tus movimientos con las personas. Te gusta cómo la trata, cómo le habla y los chistes que hace para cambiarle el humor luego de tus comentarios. Y lo que cuenta: que en la semana viajó a su campo y lo agarró un corte de ruta. Pero sobre todo el modo, el tono. Es imposible que a esta altura no te caiga mal cualquier comentario sobre el tema.

Resulta que más adelante había un micro, dice, que llevaba a un grupo que tenía que tocar esa noche en una ciudad en otra provincia. Estaban llegando tarde y se bajaron algunos músicos y otros que no tenían cara de músicos y yo también me bajé del auto para ver qué pasaba, y al rato dos de la banda se pusieron a tocar con los redoblantes de los piqueteros, todos cantaban y arengaban. Eran casi todos chicos, adolescentes y mujeres, dice, de todas las edades, más bien de treinta y pico en adelante, y cinco bicicletas dadas vueltas, con el asiento sobre el asfalto, que acumulaban dos kilómetros de autos y camiones a cada lado. Y después los músicos se sacaron una foto con la bandera, todos sonrientes. Que salga el escudo de la organización, gritó una mujer. Y otro dijo bueno, pero miren que el corte no se levanta.

Eran de un pueblo a tres kilómetros y estaban protestando porque iban a instalar una planta refinadora de algo por la zona. Los músicos tenían que seguir, no iban a llegar, y el productor del recital se acercó y pidió que los entendieran, que ellos apoyaban la causa, que apoyaban todas las causas. Que todavía más: esa campera que él tenía puesta, verde militar gastado, se la había regalado el Perro dos semanas atrás, y Gustavo hace un gesto para subrayar el absurdo. Ellos apoyaban la causa, repitió el productor, y les ofreció leer el petitorio en el escenario esa noche. Y les regaló varias copias del primer disco de la banda y algunas del segundo.

También están sus dos hijas. Sabés que una se llama Delfina y la otra Belén, pero no te acordás de cuál es cuál. Te lo dijeron al presentártelas —mirabas a la de la toalla— pero no llegaste a pronunciar sus nombres en voz alta y te distrajiste, el mantel cada vez más sucio. Las dos son rubias. Una tiene veintiséis, la otra veintitrés. Una de las dos dice algo acerca de los músicos, algo como que a todas las mujeres les gustan los músicos pero al final terminan casándose con los que tienen plata. Podría ser peor: podría haber dicho “pintores” o “artistas”, a secas. Gustavo contesta: en realidad, solo las tilingas. Se lo dice bien, como si todavía estuviera educándola.

La de veintitrés es la que parece más grande, te había contado tu mamá por teléfono con cierta picardía. Un poco te molesta esa complicidad que intenta generar; aunque, es cierto, si vivieras ahí con ellos podrías encontrártela cualquier madrugada en la cocina, en camisón, sentada sobre la mesada, las piernas blancas flexionadas a tu alrededor, la bombacha bordó corrida a un costado, la luz de la heladera abierta y los números verdes del reloj del microondas reflejados en el vidrio de la ventana. Y cuando te cuentan que le cambiaron el nombre al perro y ahora lo llaman Eliot, porque “les gusta más”. Todo bien con T. S. Eliot, con Eliot Ness, Billy Elliot, Elliott Smith, Elliott Murphy, Missy Elliott, pero no se le cambia el nombre a un perro, y de repente empezás a llamarlo cada vez más fuerte “¡Lakiii!… ¡Lakiii!”.

Te callás porque te miran todos menos tu hermana. Tras una seguidilla de gestos le encontrás un parecido con Belén y Delfina, sea quien sea cada una. Por un segundo pensás que la familia es algo que se contagia. Después notás que tu hermana está más cerca de ellas que de vos, y sentís que de algún modo no cumpliste bien con el rol de hermano mayor. Pero ya es tarde. Hay otro segundo en el que pensás que la relación con ella se parece a esa planta que dejaron los anteriores dueños en el balcón de tu departamento. Esa planta que no regás, ni siquiera en verano, y sin embargo se mantiene viva, y a veces hasta da algunas flores.

 

En el único rato en que volvés a estar a solas con ella, no sabés qué pasa, no podés darle el regalo. Sentís como si el envase estuviera roto o el producto fallado, y en tu cabeza todo salía perfecto. Empezás a toser y a estornudar y Gustavo se asoma por la puerta para ver qué está pasando. Te pregunta si estás bien y ella te frota con un repasador en la cara, con una servilleta de papel. Te dice que tenés que dejar de fumar, que te hace mal. Listo, querés irte. Ella dice “por favor”. Pensás que va a decir algo más, que va a pedirte algo, pero no, vuelve a decir “por favor” y se queda mirándote en silencio. Llueve fuerte y Gustavo ofrece llevarte. Si te negás, vas a terminar arruinándolo, lo sabés, y a fin de cuentas las cosas no salieron tan mal. Es que te gustaría poder controlarlo, pero es un remordimiento retorcido que no podés evitar: siempre que te vas sentís que deberías haberte quedado, y siempre que te quedás un rato más, sentís que ya tendrías que haberte ido.

Adentro del auto solo se escucha el ruido empañado de los limpiaparabrisas. Al frenar en un semáforo, Gustavo ve la bolsa que tenés en la mano y pregunta qué es. Decís que un regalo que te hicieron y no te gustó. Y qué bueno que te hizo acordar, porque te habías olvidado de que tenías pensado cambiarlo, y si no vas ahora no vas a hacerlo más. Él te dice que los domingos en general no se hacen cambios ni devoluciones, pero solo querés bajarte del auto, que no lo tome a mal, y le decís que vas a probar ahora que casi dejó de llover, que por favor te deje en la avenida. Antes de bajarte le das la mano y después un beso.

 

En la estación de servicio de la esquina hay autos haciendo cola para cargar nafta. Gente inflando gomas y llenando el tanque antes de volver a encerrarse hasta el lunes a la mañana. El domingo a la tarde todavía tiene esa melancolía indeleble de que al otro día hay que ir al colegio, sobre todo una tarde como esta, de mucha cita y poco pensamiento propio. Planeás ordenar un poco y terminar una botella de vino que hay que terminar, y en eso, en el palier del edificio, te encontrás con la del sexto sentada en la silla que usa el portero cuando no tiene nada que hacer.

Pasás al lado de ella en silencio porque después de bajar del auto quedaste algo retraído. Vive en el edificio desde antes de que llegaras, con sus dos hijos, un varón y una chica, de unos seis o siete años, que siempre gritan al bajar en el ascensor. Es de Brasil pero el ex es argentino, alguna vez cruzaste algunas palabras con él en la puerta de calle mientras esperaba que bajaran sus hijos. Por la expresión de ella, es como si estuviera esperando que se los traiga de vuelta. Tu papá siempre llegaba tarde cuando tenía que pasar a buscarlos: una, dos horas. Se te caen las llaves al piso y se da vuelta. Te mira callada, medio aturdida. Decís “hola” mientras apretás el botón del ascensor. Pero no responde, y decís que alguien debe haberlo dejado mal cerrado. Mirás por el hueco de la puerta y decís: “Deben estar descargando un piso de bolsas blancas de supermercado”. Pero ella no contesta y sigue con la mirada perdida en la puerta de calle. De repente se ladea y te dice, como si estuviera terminando una frase que había empezado a pensar o a decirse en voz alta justo antes de que entraras, que por suerte el exmarido acaba de llevarse a los hijos a dormir a su casa, que el varón está insoportable, a la mañana le pegó.

Hay algo en el desprecio hacia su hijo y el abatimiento que traslucen su voz y sus facciones, que te hace recorrerla de arriba abajo y notar por primera vez su cuerpo debajo de las calzas y la remera. Le decís que tu abuela, “la mamá de tu mamá”, era de las que decían eso de que “no hay nada más malo que pegarle a la madre”. Se ríe. Pensás que podrías atraerla insinuando una mezcla de ternura y vigor juvenil. Te parece que sería un trato justo, pero no se te ocurre qué decir y empezás a agitar el paquete. Te sobresaltás cuando detrás tuyo escuchás el ruido de la puerta de metal: son los viejitos del quinto que tardan un par de minutos en salir del edificio.

Suben juntos al ascensor y recién decís algo a la altura del cuarto. “Entonces ahora te quedaste sola…”. Siempre te generó una sensación extraña conocer un departamento del edificio en el que vivís, idéntico y a la vez tan distinto al tuyo. Aunque tal vez te dé impresión mirar de reojo hacia el cuarto de los chicos y ver las camas sin hacer, y en el piso ropa y un brazo negro de un muñeco articulado. “Hasta mañana a la tarde, por suerte, que vuelven del colegio”, dice ella, y abre la puerta, se baja, y se queda mirándote desde el pasillo. El camisón que ibas a regalarle a tu mamá le hubiera quedado bien, por ahí algo corto y un poco ajustado. Te gustaría decir algo sobre esta noche, sobre las noches de domingo que es mejor pasar con alguien que solo, decirle que tenés una botella de vino casi entera que hay que terminar, pero te quedás callado y ella dice, a pesar de que son las seis de la tarde, “que duermas bien”, y cierra la puerta de su lado del ascensor.

 

El living de tu departamento está vacío y revuelto, las luces prendidas. En la mesa hay tres libros abiertos, un cenicero lleno, fotos desordenadas, el celular y un vaso con rastros de vino oxidándose. Sobre la silla hay una camisa arrugada y en la otra un saquito de té seco que conserva la huella de un par de dedos nerviosos. En la calle no hay viento, ni autos, ni ruidos, apenas algunas luces prendidas de acuerdo a un patrón desconocido. Desde el séptimo piso, esa parte de la ciudad es como una maqueta la noche después de la presentación final.

En el borde de la bañadera hay un frasco de shampoo normal, otro de crema de enjuague, un libro con las puntas florecidas, dentífrico para encías sensibles, una taza de café y un cepillo de dientes. Hay sarro en las juntas de algunos azulejos, la cortina de hule enmohecida en las puntas. Hace frío y nunca podés hacer que la ventana cierre del todo. Estás en la bañadera, abrigado por el vapor y el agua caliente por segunda vez. Hay días que pasarías enteros ahí, abriendo cada tanto con un pie la canilla de agua caliente, corriendo con el otro apenas el tapón, para conservar lo más parecido a un atmósfera amniótica.

Pensás que sería bueno que lloviera. Acto seguido, como si te estuvieran cumpliendo un capricho por lástima, ves un relámpago y algunas gotas que golpean contra el vidrio esmerilado. Pensás en la brasileña, en que no debería ser tan difícil, y en que la próxima que te la cruces va a ser mejor tener algo planeado. Tal vez entrar a su departamento cuando no estén los chicos con la excusa de ver si no está filtrándose en el techo de su baño la humedad que emana de tu bañadera. Mientras tanto, por lo pronto, podrías invitar a alguna chica al cine. Pero no tenés idea de qué dan. Ni siquiera un nombre, un actor.

 

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